Asonada en Bolivia: algunos hechos y muchas preguntas
Los hechos
En la tarde del día 26 de junio, un sector del Ejército boliviano comandado por el general de división Juan José Zúñiga se amotinó en la ciudad de La Paz, movilizando unidades de la Policía Militar –incluyendo a varias tanquetas– hacia la Plaza Murillo, centro del poder político boliviano desde la Guerra Federal de 1899, y sede de la llamada Casa Grande del Pueblo, que reemplazó al antiguo Palacio Quemado en 2018.
Zúñiga había ganado notoriedad internacional el día lunes, cuando en una polémica entrevista televisiva el militar asumió funciones deliberativas (algo prohibido por la Constitución política del Estado), e incluso ciertas atribuciones judiciales, decretando la presunta ilegalidad de una nueva candidatura a la presidencia por parte de Evo Morales Ayma. Cuando la periodista del programa “No mentirás” preguntó al ex general sobre “cómo haría cumplir la Constitución del país” llegado el caso, éste deslizó una amenaza, asegurando que las fuerzas armadas son “el brazo armado de la patria”, y llegó a sugerir el encarcelamiento de Morales.
A lo largo de todo el día martes corrieron diferentes rumores sobre la presunta destitución del general, quien se desempañaba además como Comandante General del Ejército. Pero Zúñiga volvió a irrumpir en escena en un acto público, investido aún como comandante.
En horas de la mañana del miércoles, algunos mandos militares comenzaron a acuartelarse, lo que disparó todas las alarmas a nivel nacional e internacional sobre un eventual quebrantamiento del orden constitucional, apenas tres años y medio después de que la democracia fuera restaurada en la nación andina. Fue cerca de las 15 horas que comenzó el despliegue de tropas y se confirmó el motín. También se denunció la presencia de francotiradores apostados en las inmediaciones de la Plaza Murillo. Zúñiga ingresó a la plaza en una tanqueta que finalmente derribó la puerta del palacio de gobierno. Allí exigió cambios en el gabinete ministerial y alertó sobre la posibilidad de tomar el poder ejecutivo y legislativo.
Además, en un giro inesperado, el general anunció que liberaría a Jeanine Áñez, ex presidenta de facto, y a Luis Fernando Camacho, antiguo gobernador de Santa Cruz, responsables del golpe de 2019 a quienes definió como “presos políticos”. Ambos cumplen condena en prisión por delitos varios como los de incumplimiento de deberes, sedición, financiamiento del terrorismo, cohecho, instigación a delinquir y asociación delictuosa. Paradójicamente, tanto Áñez como Camacho tomaron distancia de la intentona.
Tras estos hechos, el presidente Luis Arce en persona encaró al general sublevado en la sede de gobierno: “Usted respeta el mando militar, repliegue todas las fuerzas en este momento, es una orden”, exigió. Ante la negativa del militar, el presidente en ejercicio nombró a José Wilson Sánchez como nuevo Jefe de la fuerza, en cumplimiento de la Constitución nacional y de la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas. Como primera orden, Sánchez ordenó el repliegue a los cuarteles de todos los amotinados, a lo que finalmente procedieron. Los enfrentamientos entre militares y manifestantes causaron unos 6 heridos confirmados de momento, aunque no hubo que lamentar víctimas fatales.
Por último, en una trama vertiginosa que se desarrolló en cinco horas de máxima tensión, el Ministerio Público se pronunció a través del Fiscal General, emitiendo una alerta migratoria para detener a Zúñiga, quien finalmente fue capturado por las fuerzas constitucionales. Por estas horas se investiga si otros comandantes o sectores de la Armada y la Fuerza Aérea fueron parte o no de la conspiración.
A diferencia de lo que sucedió en el golpe de 2019, ésta vez se evidenció una unidad social monolítica, pese a la profunda fractura política del bloque que supo llevar a Morales a la presidencia en 2006 y a Arce en 2020. Rápidamente, la poderosa Central Obrera Boliviana (COB) condenó el golpe y convocó a una huelga general indefinida. Idéntica postura tomaron la CSUTCB, la principal confederación campesina del país; la Confederación de Mujeres «Bartolina Sisa»; la CIDOB, representante de los indígenas de las tierras bajas del Oriente boliviano, así como otras organizaciones sociales, sindicales, obreras, campesinas e indígenas.
A nivel internacional, los posicionamientos fueron rápidos y enérgicos. Incluso presidentes neoliberales como Luis Lacalle Pou en Uruguay, manifiestamente hostiles a los gobiernos del MAS, se pronunciaron contra el golpe, lo que da algún indicio sobre su prematuro aislamiento y su improvisación. Lo mismo hicieron Gustavo Petro en Colombia, Lula da Silva en Brasil, López Obrador y Claudia Sheinbaum en México, Nicolás Maduro en Venezuela, Díaz Canel en Cuba, Gabriel Boric en Chile, etcétera. Hasta la Canciller de Argentina, Diana Mondino, emitió una condena, aunque algo abstracta y elusiva. Por último, Xiomara Castro, la presidenta pro témpore de la CELAC, convocó a todos los líderes del organismo a repudiar el hecho.
Las preguntas
Hasta allí los hechos. Hechos que debemos tratar de encuadrar en la historia reciente y en el contexto político general del país, y que debemos interpretar a la luz de una serie de preguntas por ahora irresolubles, pero que de todos modos es necesario formular.
La primera, y más urgente, es qué relación tiene (si es que tuvo alguna, ya sea directa o indirecta) esta tentativa de golpe con la interna pública y feroz que sostienen desde hace tiempo las dos facciones del partido de gobierno, personificadas en las figuras del presidente Arce y del ex presidente Morales, ambos dispuestos a competir por la presidencia en 2025. En principio, es posible que Zúñiga creyera que la debilidad del gobierno y el desgaste acumulado en la interna abonaba el terreno para una actuación de tipo providencial, y que de alguna forma su putsch podría contar con el apoyo de la oposición tradicional y de las élites que Áñez, Camacho, Marco Pumari y otros golpistas supieron movilizar con éxito en 2019. A esto debemos sumar un ambiente caldeado tras algunas semanas críticas, en donde se dieron una serie de protestas y bloqueos, fogoneados por la crisis de los combustibles, la inflación de los alimentos y la escasez de divisas.
La segunda pregunta, relacionada con la anterior, es si Arce saldrá fortalecido o no de este trance, lo que pareciera estarse verificando, al menos en el corto plazo. Si bien es verdad que fueron elementos legalmente bajo su mando los sublevados, también es cierto que la restauración del orden fue casi inmediata y bastante ordenada, y que el presidente y la nueva cúpula por él nombrada lograron contener a la mayoría de los elementos de las fuerzas armadas que, ya sea por cálculo o por convicción, decidieron no plegarse al motín. La otra pregunta tiene que ver con la suerte futura de Zúñiga, el principal actor en discordia. En principio, la rápida actuación del Ministerio Público y la orden de captura y posterior detención del ex general, anticipan quizás un tratamiento rápido y expeditivo como el que merece un delito flagrante de sedición. Como sea, actuar con premura y decisión podría cortar de raíz con toda especulación presente o futura sobre la posible articulación entre la interna y la tentativa de golpe.
Otra cuestión, tan pertinente para Bolivia como para el resto de América Latina y el Caribe, se relaciona con la salud democrática de nuestras Fuerzas Armadas. ¿Cómo es posible que un gobierno progresista que sufrió un golpe de Estado hace apenas un lustro, no haya logrado purgar a los elementos sediciosos que siguen haciendo sonar “la hora de la espada” ante la menor insatisfacción doméstica, o ante cualquier intento del poder civil de medrar en sus privilegios de casta? Recordemos, por ejemplo, el triste caso de Williams Kaliman, el general que “sugirió” la renuncia de Morales en 2019. Tras dar el paso decisivo en la consumación del golpe el militar se fugó a Estados Unidos, no sin antes recibir de manos de Bruce Williamson, el encargado de negocios de la Embajada estadounidense, nada menos que un millón de dólares. Kaliman, que había sido nombrado Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas en diciembre de 2018, se formó con militares estadounidenses en la tristemente célebre Escuela de las Américas, lo que comprometió desde un comienzo sus lealtades.
Otra pregunta, que supura desde la herida abierta por el 2019, es si en esta ocasión “el diablo volvió a meter la cola”. Recordemos la participación, probada, de la Embajada estadounidense, la Organización de Estados Americanos (OEA) y de otros actores internacionales en aquella coyuntura crítica (hasta el propio Elon Musk celebró y asumió como propio un golpe que siempre tuvo en la mira las ingentes reservas bolivianas de litio). ¿O se trató más bien, en este caso, de un hecho ante todo doméstico, precipitado por los intereses corporativos de la fuerza y por la inminente destitución de Zúñiga tras sus resistidas declaraciones a la prensa? Como sea, el rápido aislamiento de la intentona, tanto local como internacionalmente, abonan a esta última hipótesis.
La última pregunta, y quizás la más importante para los tiempos por venir, es si la tentativa de golpe y la unidad social manifestada en las calles como respuesta servirán como voz de alarma y podrán atemperar la crisis. O si por el contrario los balances dispares de la jornada harán parte de un nuevo y amargo capítulo de una lucha fratricida que enfrenta desde hace a diferentes sectores de las clases populares. Clases populares que se posicionan no solo frente al desafío de garantizar la continuidad de un proceso de cambio inédito en la región y el mundo, y que se enfrentan ya no solo a una oposición oligárquica que celebra el divisionismo y se fortalece en términos electorales, sino que empieza a manifestarse a través de actores no civiles y de estratégicas no democráticas para retornar al poder.