Las “nuevas” ultraderechas latinoamericanas
América Latina no está siendo ajena al auge generalizado de las derechas radicales en buena parte del -ambiguamente definido como- espacio político occidental. Como en la mayoría de estados europeos, en Israel y en Norteamérica, en América Latina se están consolidando a velocidades distintas las expresiones nacionales del incipiente eje ultraderechista. En algunos casos, ya han asaltado los Ejecutivos de sus estados; en otros, son todavía fuerzas emergentes, cuando no el principal espacio de la oposición. En algunos casos, la estrategia de intervención política ha pasado por la cooptación de antiguos partidos y coaliciones de la derecha en el país; en otros, se agruparon en torno a organizaciones nuevas o previamente marginales. En algunos casos, han desplazado a los antiguos enclaves del conservadurismo liberal; en otros, han forjado alianzas de gobierno convenientes para ambos. En algunos casos, han puesto el foco en aspectos fiscales o económicos; en otros, en cuestiones identitarias, religiosas o ideológicas.
Por lo general, la práctica totalidad de países en la región han visto a gobiernos de corte neoliberal fracasar en sus pretensiones económicas, políticas y de seguridad. El gobierno de Macri en Argentina, el de Peña Nieto en México o los de ARENA en El Salvador no lograron hacer efectivas promesas como la del desendeudamiento, el mejoramiento de los salarios medidos en dólares, la agilización de la administración pública, la lucha contra el crimen organizado o la superación de la polarización política por la cual los estados latinoamericanos oscilan entre gobiernos de corte derechista-neoliberal y gobiernos de corte industrialista-antiimperialista, dejando por norma general inconclusos los procesos de refundación nacional que a menudo ambos bloques plantean. Por lo general, los gobiernos de la “derecha tradicional” latinoamericana no solo no lograron consolidar un bloque identitario de corte reaccionario que alcanzase en representatividad a las izquierdas antiimperialistas regionales, sino que decepcionaron a importantes sectores de las clases medias y trabajadoras ideológicamente derechistas a las que pretendieron convocar.
Por otro lado, los gobiernos de las izquierdas antiimperialistas estuvieron atravesados por procesos de lawfare y por intensas campañas mediáticas que desprestigiaron liderazgos antaño lo suficientemente ensanchados como para ganar elecciones por sí mismos y que criminalizaron las militancias populares, sindicales y progresistas. Prueba de ello dan los casi dos años de prisión del presidente brasileño Lula da Silva, el hostigamiento mediática contra el presidente ecuatoriano Rafael Correa y la mediatización de conceptos criminalizantes del movimiento obrero y popular organizado en Argentina —términos como “gerentes de la pobreza” o “planeros” son ya cotidianos en la discusión pública—. A este cóctel contra las izquierdas deben sumarse otros factores como el inmediatismo electoral que acompaña a los regímenes liberales de partidos, que consolida la inestabilidad del proyecto nacional e imposibilita las lentas y necesarias transformaciones sobre las estructuras productivas de las economías nacionales latinoamericanas y sobre la posición de América Latina en el sistema-mundo capitalista.
Los nombres propios de la nueva ola de derechas radicales en América Latina son muchos y se renuevan a medida que la tendencia regional se asienta en las sociedades políticas nacionales. Aunque Jair Bolsonaro fue quizá la primera gran experiencia de la ultraderecha latinoamericana de nuevo cuño, otros nombres están hoy asentados: López Aliaga en Perú, Nayib Bukele en El Salvador, Eduardo Verástegui en México, José Antonio Kast en Chile, Javier Milei en Argentina… Los números, en ese sentido, son claros en los comicios recientes: Javier Milei ganó el balotaje presidencial en Argentina con catorce millones y medio de votos, Kast alcanzó la segunda vuelta en Chile y consolidó tres millones y medio de apoyos, mientras que Bolsonaro se quedó a las puertas de revalidar su mandato tras cosechar algo más de cincuenta y ocho millones de votos (más del 49%) en el desempate contra Lula da Silva. El bloque en su conjunto se dispone a recibir su victoria más contundente el 4 de febrero, fecha en la que El Salvador elegirá su presidente para los próximos cinco años, con todas las encuestas pronosticando una victoria escandalosamente arrolladora de Nayib Bukele (algunas incluso contemplan que el mandatario superará el 80% de los apoyos).
Pero ¿de qué se habla cuando se plantea que las nuevas derechas radicales están en auge en la región? ¿Puede hablarse de una suerte de “marea ultra” en oposición a la “marea rosa” que protagonizaron los gobiernos desarrollistas, antiimperialistas y progresistas durante las dos primeras décadas del siglo XXI? Parcialmente, sí. Entre las diversas expresiones del fenómeno hay importantes concordancias: el anticomunismo/antiizquierdismo, el antifeminismo y la retórica punitivista les atraviesa por igual. Pese a sus similitudes, que son suficientes para hablar en los términos de “bloque”, existen diferencias notables en dónde ponen el foco y en aspectos notables -aunque no decisivos- de sus programas económicos. En este sentido, hay una distinción primaria que hacer para comprender las variantes de la ola de derecha radical en América Latina: la centralidad retórica. En algunos casos, el foco se coloca en la economía; en otros, en la seguridad; en el resto, en lo identitario/religioso/ideológico. Javier Milei es el paradigma del primer grupo.
En este sentido, Milei y La Libertad Avanza encontraron en el discurso económico-mesiánico de un líder que “sabía cómo terminar con la inflación” y cómo crecer “con y sin dinero” la clave para agrupar en torno a sí el rechazo a la gestión de Alberto Fernández. Bukele, por su parte, ha centrado —casi exclusivamente— su propaganda en la seguridad. El “método Bukele”, consistente en última instancia en lógicas “de mano dura” existentes con anterioridad en la región combinadas con una asfixiante política de comunicación, consolidó su liderazgo en El Salvador. Bolsonaro, al mismo tiempo, hizo del relato conservador, religioso, anticomunista y antifeminista el eje de su proyecto nacional. “O Mito” profundizó las grietas identitarias existentes en el país y dicotomizó la discusión pública… “por el bien de Brasil”. Verástegui en México, a pesar de su todavía incipiente campaña política, se proyecta de cara al ciclo electoral del año 2024 como un fundamentalista católico que libraría al país de las garras del comunismo representado en cierta medida tanto por MORENA como por la alianza opositora.
Milei, Bolsonaro, Bukele o Kast son dirigentes “superadores” de la derecha tradicional en sus países. Comparten no solo el desprecio —en algunos casos, el odio— por las expresiones locales de la izquierda y el progresismo, sino la crítica orgánica a la “tibieza” de anteriores experiencias de gobierno neoliberal y antiizquierdista. En el caso de Argentina, el repetido “modelo de la casta” fue la válvula de escape por la que Javier Milei se separó retóricamente de la derecha de Juntos por el Cambio. En el caso de El Salvador, la dialéctica ARENA-FMLN que operó desde el año 1989 fue superada por un Nayib Bukele que planteó una suerte de “tercera posición” desde el punitivismo y el discurso antipolítica.
Con todo, estas nuevas derechas radicales comparten dos elementos cruciales. En todo caso, defienden proyectos nacionales que —por desidia o por empuje— consolidan la posición periférica de América Latina. En ningún caso aportan una agenda desarrollista que impulse la industria nacional, proteja las economías locales, nacionales y regionales y pretenda “escalar” en las lógicas del capitalismo internacional. Las privatizaciones y la primarización de las economías nacionales son comunes entre estas “nuevas” expresiones de la derecha continental. De hecho, a menudo las clases privilegiadas por sus gobiernos son aquellas que se nutren de una posición periférica contraria al desarrollo del capitalismo nacional, pero favorable a sus intereses inmediatos. En este sentido, el “decretazo” de Javier Milei privilegiando a los exportadores primarios y desprotegiendo a los industriales es paradigmático. El proyecto nacional de las derechas radicales latinoamericanas es clasista, pero en un modo específico; no es un proyecto del grueso de las clases capitalistas, sino de sectores concretos de las mismas, a menudo aquellos que mayores beneficios inmediatos obtienen cuanto mayor es la pauperización de la fuerza laboral y cuando menor es la competitividad de los capitalistas industriales nacionales.
A su vez, estas nuevas derechas radicales comparten la dimensión comunicativa. La asfixiante propaganda en redes sociales, a menudo coordinada por un séquito de influencers y creadores de contenido con expertise en los nuevos formatos de comunicación política -Youtube Shorts, Tiktok, etc. Aunque Nayib Bukele encarna en sí mismo esta lógica, la campaña de Javier Milei en Argentina no se entiende si no es a través de su vertiente digital. La creación y difusión de noticias falsas, refuerzo imprescindible de los discursos de odio, protagonizó la última campaña presidencial de Jair Bolsonaro. Por supuesto, no parecen querer renunciar a esta herramienta los recién llegados, como ilustra el perfil de Twitter de Eduardo Verástegui. Las nuevas derechas radicales latinoamericanas son ya una fuerza central de los sistemas políticos de la región. Como gobierno, como líderes de la oposición o como fuerzas incipientes, lo innegable es que se han asentado a través de decididas campañas de propaganda digital que normalizan su discurso, ensanchan los límites de la discusión pública y complejizan en mayor medida el puzle continental.