Morena constituyente
La derecha mexicana dio por perdida la elección presidencial al menos un mes antes de la jornada de votación del pasado 2 de junio. Las últimas semanas de campaña, todas sus baterías se dirigieron a intentar rescatar algunas demarcaciones estratégicas y la mayor cantidad posible de curules en las dos cámaras del congreso federal. ¿El objetivo? Por una parte, se trataba de reagrupar fuerzas en la capital del país, demarcación en la que simbólicamente arrancó el proceso de avance de la izquierda electoral con la victoria de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997 y por otra, y sobre todo, consolidar una bancada legislativa lo suficientemente abultada como para seguir con la “moratoria legislativa” con la que, convertidos en oposición, los partidos de la derecha castigaron al primer sexenio de la así llamada Cuarta Transformación: como el bloque gobernante no alcanzaba las dos terceras partes de la representación en las cámaras, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no pudo imprimir su proyecto de nación en el texto constitucional. El estilo con el que lo hicieron, no discutir siquiera ninguna iniciativa de reforma constitucional que viniera desde el Ejecutivo, ya es el sello de la casa.
Pero la moratoria legislativa funcionaba sólo para frenar reformas constitucionales; con la mayoría simple a su favor en las dos cámaras, Morena y aliados podían aprobar leyes secundarias y de hecho lo hicieron. Ahí es donde entró en juego el Poder Judicial: ya sea concediendo amparos contra los efectos de las leyes aprobadas, o bien, declarándolas “inconstitucionales”. En ambos casos, quienes promovían amparos o controversias constitucionales eran siempre los mismos actores: partidos de la derecha, empresarios u organizaciones de la sociedad civil que actúan en realidad como prestanombres de unos y otros.
Si la oposición se negaba a discutir siquiera cualquier iniciativa de reforma constitucional y el Poder Judicial revertía cualquier otra ley o medida de gobierno, había que ganar en las urnas la mayoría calificada en el congreso y utilizarla, en primera instancia, para reformar al propio Poder Judicial
La misma suerte corrieron otras medidas del gobierno de la 4T. Se tratara de leyes, obras públicas o libros de texto para la educación básica, la consigna era clara: frenar toda iniciativa de AMLO que sobreviviera a su sexenio. La derecha estuvo dispuesta (no les quedó más remedio), a ceder el poder ejecutivo durante uno o algunos sexenios, pero no lo estaría a que eso pusiera en discusión el estado de cosas que les costó décadas construir a costa de muchas y dolorosas derrotas para los pueblos.
Bajo este esquema, integrada mayoritariamente durante los cuatro sexenios previos al de López Obrador, la Suprema Corte de Justicia de la Nación brindó un excelente servicio de control de daños a una derecha que había sido por primera vez desplazada del poder ejecutivo y de la mayoría en el poder legislativo.
Ésta es la situación a la que desde Morena se respondió con el llamado Plan C, con “C” de constituyente. Si la oposición se negaba a discutir siquiera cualquier iniciativa de reforma constitucional y el Poder Judicial revertía cualquier otra ley o medida de gobierno, había que ganar en las urnas la mayoría calificada en el congreso y utilizarla, en primera instancia, para reformar al propio Poder Judicial. La mejor manera de garantizar que ese poder no volviera ponerse al servició de la oligarquía, era sujetar su composición al escrutinio popular mediante la elección por voto universal de jueces, magistrados y ministros.
Éste es el proceso de reforma constitucional que comenzó el pasado 1 de septiembre con la entrada de la nueva legislatura y se cerró con la publicación de la Reforma Constitucional al Poder Judicial en el Diario Oficial de la Federación el pasado 15 de septiembre.
Se consumó así la primera de las 20 reformas constitucionales que López Obrador anunció en febrero pasado, una especie de testamento político que señala el horizonte transexenal de la 4ta transformación
Lo que pasó en esos cortos e intensos 15 días es digno de recordarse: el 1 de septiembre entró en funciones la legislatura que emanó de las urnas en junio pasado, el 4 de septiembre la reforma se aprobó por una holgada mayoría en la Cámara de Diputados; el 8 de septiembre el dictamen se aprobó por mayoría simple en las comisiones del Senado y el 11 de septiembre en el pleno del Senado con una apretada mayoría calificada (86 a favor y 41 en contra). Dos días después, 24 de los 32 congresos locales ya habían avalado la reforma de tal modo que pudo promulgarse el 15 de septiembre, durante el 214 aniversario del movimiento de independencia y a tan solo dos semanas de la salida de López Obrador de la presidencia de la república. Una auténtica aplanadora.
Se consumó así la primera de las 20 reformas constitucionales que López Obrador anunció en febrero pasado, una especie de testamento político que señala el horizonte transexenal de la 4ta transformación.
Esta semana, el congreso comenzó la discusión sobre las otras dos reformas que López Obrador quiere dejar promulgadas antes del 1ero de octubre. En estos días, la Cámara de Diputados aprobó la reforma constitucional en materia de derechos de los pueblos indígenas y afrodescendiente y la reforma constitucional que adscribe la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. En los efímeros 9 días que nos separan del 30 de septiembre, ambas reformas deberán pasar por las comisiones y el pleno del Senado, por los congresos locales y entrar en vigor con su publicación en el Diario Oficial de la Federación. Tres reformas constitucionales de gran calado en tan solo el primer mes de la nueva legislatura. Una auténtica aplanadora.
Respecto a cómo se ha comportado y comportará esta aplanadora durante los próximos tres años (en 2027 habrá elecciones intermedias en las que se votará el relevo de la cámara diputados), conviene hacer algunos señalamientos. Por una parte, la mayoría de Morena y aliados en el congreso dista mucho de ser un bloque ideológicamente consistente. A la alianza que Morena hizo con el Partido Verde Ecologista –que ni es partido sino un negocio, ni es verde porque cambia de color dependiendo del mejor postor, ni mucho menos es ecologista– y a las polémicas candidaturas bajo el sello de Morena de perfiles que hasta hace poco militaban convencidos en las filas de los partidos de la derecha, se suma el hecho de que, para la reforma al Poder Judicial, el ansiado voto 86 en el senado se consiguiera con la adhesión al bloque mayoritario de Miguel Ángel Yúnes, un siniestro personaje del Partido Acción Nacional del que no cabe esperar ninguna lealtad ni compromiso.
Aun cuando seguramente los acuerdos que articularon la alianza electoral gobernante y las que sumaron los votos necesarios para la reforma al poder judicial se mantengan para sacar adelante este primer paquete de tres reformas constitucionales, es muy probable que la mayoría calificada en el senado y el voto 86 vuelvan a ponerse en suspenso en el momento en que se discuta en el Congreso, por ejemplo, la reforma propuesta al sistema electoral. Y es que de aprobarse dicha reforma, de por sí reducidos a su mínima expresión electoral, los partidos de la derecha perderían además la artificial presencia que, en la Cámara de Diputados, les dan los curules que se obtienen por la vía de la representación proporcional. Recordemos que de las 146 diputaciones que la oposición tiene en la actual legislatura, sólo conquistó en las urnas 43, mientras que las 103 restantes llegaron por la vía plurinominal, misma que la reforma propuesta pretende suprimir.
Por otra parte, hay que decir que así como la aplanadora constituyente pasó por encima de los poderes fácticos enquistados en el Poder Judicial, con la adscripción de la Guardia Nacional a la Sedena, la 4T terminará de renunciar a la convicción de que es necesaria una estrategia de pacificación y seguridad no militarista y su aplanadora constituyente pasará también por encima de la memoria política de la izquierda y de los pueblos que aún no han encontrado ni verdad ni justicia para los crímenes cometidos por el Ejército Mexicano, desde el 2 de octubre del 68 hasta Ayotzinapa.
Así las cosas...