100 años de la Metro: tiranía, contratos esclavistas, abusos y listas negras
La MGM, Metro Goldwyn Mayer, la casa de Clark Gable, Joan Crawford o Mickey Rooney, está relacionada con el glamur del viejo Hollywood, con Lo que el viento se llevó, El mago de Oz, Doctor Zhivago, 2001: Una odisea del espacio, las películas de Tarzán, las de romanos o las de James Bond. MGM también hizo famoso el eslogan “Más estrellas que en el cielo”, pero no todo fue glamur en la Metro, hay una oscura historia detrás del famoso estudio del león.
Empecemos por los orígenes. Todo comenzó el 17 de abril de 1924 cuando el millonario Marcus Loew, propietario dueño de la cadena de salas de cine Loew’s Theatres, fusionó Metro Pictures, Goldwyn Pictures y Louis B. Mayer Pictures para que le produjesen películas para proyectar en sus salas. Es decir: todo empezó con el envase, no con el contenido, palabra tan sobada hoy en día. MGM fue uno de los estudios que formaron el llamado “sistema de estudios”, un monopolístico negocio que controló junto a la RKO, la Paramount, la Warner y la Fox.
El primer y más famoso mandamás de la Metro fue Louis B. Mayer, nacido en un hogar miserable (en el antiguo Imperio Ruso, en la actual Bielorrusia) y que trabajó desde niño como chatarrero. Mayer fue el típico hombre “hecho a sí mismo” y se hizo tan a sí mismo que incluso se inventó su nombre porque realmente se llamaba Lazar Meir. De la chatarra Mayer pasó a comprar teatros y finalmente a gobernar con mano de hierro un estudio de cine y una familia agasajada con el mejor servicio en la mejor mansión. Como padre fue una calamidad y prohibió a sus hijas ir a la universidad. Edith era la más complaciente e Irene la más rebelde y la que se casó y se divorció de David O. Selznick, productor de Lo que el viento se llevó.
Pero no eran sus hijas el mayor problema de Mayer. En los años 30, en plena Depresión y hartos de los abusos y despilfarros de los patronos (como el intento de recortar los salarios en un 50% en marzo de 1933), guionistas y actores de la Metro empezaron a buscar una digna representación sindical. Desgraciadamente, años más tarde el Sindicato de Guionistas se unió a la demencial ofensiva anticomunista y anularon toda lucha contra los abusos laborales de la Metro. Louis B. Mayer testificó ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses, dijo que podía manejar perfectamente el problema comunista y acabó con la carrera de muchos talentosos profesionales que aparecieron en la aciaga lista negra.
El más popular de los abusos en MGM era el que sufrían los actores, sujetos a vergonzosos contratos de siete años y con los que eran tratados como una mera mercancía, ni siquiera podían decidir sobre las películas en la que participar. Además, con triquiñuelas legales los estudios hacían que esos siete años fuesen diez y si un actor se negaba a hacer un papel lo dejaban sin sueldo durante meses. Hasta que llegó Olivia de Havilland, actriz de Lo que el viento se llevó. Su relación con el bestial Jack Warner era enfermiza y, harta de que estirase su contrato, estudió las leyes de California y descubrió que ningún patrón podía mantener a un empleado durante más de siete años. Finalmente, De Havilland demandó a la Warner Brothers, a la que acusó de prácticas de semiesclavitud, y su victoria creó un precedente que usaron otros actores y afectó a todos los estudios.
Mientras, en la Metro Louis B. Mayer tenía sus propias víctimas. La famosa nadadora Esther Williams dijo de Mayer, famoso por sus grotescos berrinches y ataques de ira, que “él era el mejor actor del lote” y su estudio “la cárcel más lujosa del mundo”. Otra de sus víctimas fue Judy Garland, que llegó a confesar que Mayer la manoseaba, la obligaba a sentarse en su regazo y colocaba su mano sobre su pecho izquierdo para mostrarle cómo “cantar desde el corazón”. Además, la llamaba “mi pequeña joroba” porque era bajita y tenía la columna vertebral curvada. Como remate, la animó a tomar pastillas para adelgazar, consumo que la empujó a trastornos alimenticios y depresiones que acabaron en su prematura muerte. Mayer también amenazó a June Allyson, la esposa perfecta del cine clásico, cuando empezó a salir con un hombre casado. Mayer la amenazó: si no acababa con esa relación impúdica, él acabaría con su carrera.
Mayer, inmigrante, también se adaptó sin problemas a la segregación racial imperante en los Estados Unidos y a las pautas morales que introdujo el demencial Código Hays, que impedía mostrar conflictos raciales o parejas interraciales. En MGM los actores y actrices afroamericanos solo aparecían en papeles insignificantes o como contrapunto cómico, nunca como protagonistas. Buen ejemplo de esta segregación fue Hattie McDaniel, la primera persona afroamericana en ganar un Oscar. Lo hizo por su papel de sirvienta en Lo que el viento se llevó. En la celebración de los Oscar, en el Coconut Grove del Hotel Ambassador de Los Ángeles (que prohibía la entrada a los negros) a McDaniel le impidieron sentarse con sus colegas blancos y tuvo que cenar lejos de ellos y cerca de los servicios. Al acabar la velada, sus compañeros de reparto fueron a celebrar la noche en un club de moda y a McDaniel le prohibieron la entrada.
La época boyante de la MGM terminó en los años 50 con la Ley Antitrust, legislación antimonopolio que obligó al estudio a desprenderse de sus cines. En otro juicio histórico, Estados Unidos vs. Paramount Pictures, la Corte Suprema decretó que los mismos que producían una película podían distribuirla, pero no ser dueños de las salas donde proyectarla, lo que provocaba que toda competencia (otras productoras más humildes) se quedaba sin un circuito de exhibición.
En los cincuenta, Louis B. Mayer perdió su poder, fue forzado a renunciar de su cargo por su superior (Nicholas Schenk) y murió en 1957 por culpa de una leucemia. En los años sesenta, años de cambio, la MGM estrenó películas tan arcaicas como Cimarrón, Rey de Reyes, Tarzán se va a la India o Viva Las Vegas y supusieron la total decadencia del estudio del león, que rozó la ruina y fue comprado por el magnate Kirk Kerkorian y asoció la marca MGM a una cadena de hoteles de Las Vegas. Hoy, absorbida en el imperio Amazon, la Metro no es ni una sombra de lo que fue.