Cuerpo de hombre, voz de mujer
Apogeo y decadencia de los castrati, triste institución musical en la Europa de los siglos XVII y XVIII
Un corpulento hombre vestido de general romano se posiciona en el escenario y mira al público mientras desde el foso la orquesta toca unos compases introductorios. De repente el romano abre la boca y todos comprenden que va a cantar. De su garganta, sin embargo, brota una aguda voz de soprano. Los miembros del auditorio no se sienten sorprendidos ni defraudados. Tampoco se ríen. En realidad, no tendrían motivos para hacerlo. Han pagado su entrada para ver las proezas vocales del célebre castrato, y su rango vocal se da por sentado. Además, harían mal en reírse considerando los sufrimientos que el artista tuvo que soportar para llegar hasta allí.
Mutilar a una persona para lograr un ideal artístico (o con cualquier otra justificación, sea pretendidamente moral o religiosa) nos parece hoy, en el mundo occidental del siglo XXI, algo abominable y primitivo. Sin embargo, el apogeo de los castrati tuvo lugar hace apenas 200 años, durante los siglos XVII y XVIII. En ese lapso miles de personas fueron pasadas por el cuchillo en beneficio del canto. La mutilación en sí era la castración, y las sociedades que la promovían y llevaban a cabo eran las sofisticadas cortes europeas. De hecho, se trataba de una práctica tan habitual por entonces que, aunque resulte increíble imaginarlo, constituía una de las principales fuentes de ingreso de los cirujanos.
El origen de la castración masculina como práctica se pierde en el principio de la historia. Muchos escritos de la antigüedad hablan de pueblos que castraban a sus enemigos capturados para evitar su reproducción, y en el Deuteronomio de la Biblia leemos que "no entrará en la congregación de Jehová el hombre de testículos aplastados ni aquel que tuviese cortado el miembro viril". De cualquier modo, el ejemplo que más rápidamente viene a la memoria es el de los eunucos de harén del mundo árabe, encargados de proteger a las esposas del sultán. Cuando los árabes llegaron a España en el siglo XII, con ellos vinieron también los eunucos. Lo más importante para los guardianes de harén era que carecieran tanto de deseo sexual como de posibilidades de satisfacerlo, de modo que se les seccionaban tanto el pene como los testículos. Pero la España católica carecía de harenes, y la característica que más se valoró de estos seres incompletos tras la Reconquista fue una muy diferente: su voz.
Una buena castración, tempranamente practicada, impedía la muda vocal y les permitía a los niños conservar una angelical voz de soprano durante toda su vida
Tomando como base las palabras de San Pablo según las cuales "las mujeres callan en la iglesia", el Papa Clemente VIII (1536-1605) prohibió la presencia de voces femeninas en los coros religiosos de la Europa católica, prohibición que no tardó en extenderse también a los teatros. Por esos caprichos incomprensibles de la moda, en esa época las voces graves no gustaban, y para cubrir los registros vocales agudos, considerados más puros y cercanos a los ángeles, se recurría a los niños. El problema es que los niños crecían y su voz cambiaba, obligando a los coros a un permanente cambio de personal.
Una buena castración, tempranamente practicada, impedía la muda vocal y les permitía a los niños conservar una angelical voz de soprano durante toda su vida. Por eso la Europa católica (en especial Italia y España) no dudó en promover la castración a fin de mantener coros profesionales más estables.
Hacia 1700 la operación ya se practicaba en todo el continente. Un viajero inglés recuerda en sus memorias haber recorrido los poblados de Italia topándose repetidamente con carteles del estilo de "Aquí se castra bien y barato" o "En este lugar arreglamos a los muchachos". En opini´`on del historiador Patrick Barbier, quien recoge dicho testimonio, resulta difícil creer que eso ocurriera literalmente así y lo más probable es que el objetivo de semejante relato sólo fuese sólo reflejar lo extendida que estaba la castración. Porque si bien la Iglesia implícitamente favorecía las castraciones y acogía a los castrati en sus coros, a nivel oficial condenaba y excomulgaba a todo el que practicara la operación. Además, no estaba bien visto que un padre sometiese a la castración a uno de sus hijos, y pocos los reconocían abiertamente.
Dado ese marco, la ley ofrecía sus huecos y recovecos: no había vergüenza alguna si el niño había tenido que ser castrado por causas médicas, y el rigor de la medicina en esa época podía considerar motivo suficiente para la castración desde una hernia hasta una simple indigestión. No pocos doctores alegaban que la supresión de los testículos aliviaba, entre otras cosas, la locura, la lepra, la gota y la epilepsia. La Iglesia sólo tenía permitido admitir en sus coros a quienes hubieran sido castrados de este modo, "a raíz de males inevitables" como declaraba un tratado médico en 1750. En la práctica, todo mal resultaba inevitable y era admitido cualquiera.
De más está decir que no a todos los padres se les pasaba por la cabeza la idea de castrar a sus hijos. Salvo raras excepciones, todos los castrati provenían de familias pobres y campesinas con proles numerosas, quienes al detectar el más mínimo talento vocal en uno de sus retoños no dudaban dos veces en mandar a operarlo. Albergaban la esperanza de que el pequeño estudiara en los coros religiosos y luego triunfara en el teatro cantando óperas. Algunos pensarían sinceramente en mejorar el futuro de ese niño y alejarlo de la miseria. Otros soñarían además con que, más adelante, su hijo ya célebre podría brindarles soporte económico. Tampoco faltarían quienes, en tiempos de extendida pobreza y sin sistemas anticonceptivos fiables, veían en la castración el modo de desprenderse de una entre numerosas bocas que alimentar, pasándole el fardo a la Iglesia. Pero en buena parte de los casos las víctimas de la operación eran sencillamente huérfanos abandonados en la entrada de las parroquias, sometidos a la castración bajo la velada supervisión de los propios religiosos. Como fuera, y aunque no hubiera carteles anunciándolo, los cirujanos castraban todos los días.
Si se operaba mal, podían producirse infecciones y hemorragias capaces de provocar la muerte: el 40% del total de los niños sometidos no sobrevivía al trámite
A fin de evitar la muda vocal, no era necesario seccionar el pene como con los guardianes de harén, y la operación podía consistir en arrancar por completo los testículos con un bisturí o bien obstruirlos. El resultado dependía de la habilidad del practicante. La única anestesia consistía en un brebaje con opio o, a veces, la presión sobre las carótidas de la víctima, evitando la circulación y provocando un estado cercano al coma. Si se operaba mal, podían producirse infecciones y hemorragias capaces de provocar la muerte: el 40% del total de los niños sometidos no sobrevivía al trámite.
Otra ley establecía que los niños, operados cuando tenían entre 7 y 10 años, debían de dar su consentimiento antes de la intervención. Algo ridículo si pensamos que, a esa edad, incluso si realmente alguien les consultaba algo, jamás podrían haber comprendido todo lo que estaba en juego. Muchos castrati llegaban a viejos sin conocer el motivo de su operación. Al célebre Domenico Mustafá (1829-1912), famoso intérprete operístico, reconocido compositor y nombrado direttore perpetuo de la Capilla Sixtina en 1878, se le dijo que había sido castrado de pequeño debido a la accidental mordedura de un cerdo. Esta explicación nunca llegó a convencerlo y, pese a que su vida había sido exitosa, afirmó en una ocasión que "si en este momento supiera que fue mi padre quien me redujo a esto lo mataría con este cuchillo".
Una vez que partían a estudiar en los coros eclesiásticos, los castrati perdían contacto con sus familias y en la mayor parte de los casos no volvían a verlas jamás. El sueño de triunfo tenía su base en que, a veces, el triunfo se producía. Los castrati más talentosos, como Caffarelli (1710-1783) o Farinelli (1705-1782), eran divos en el mundo de la ópera, admirados en toda Europa. Sus giras abarcaban desde Portugal hasta Rusia.
Las voces de estos castrati, a mitad de camino entre la voz de un niño y la una mujer, llenaban de entusiasmo al público común, pero también a grandes artistas como Diderot o Goethe, quien escribió: "Los castrados han estudiado las características del sexo femenino en su esencia y en su comportamiento, conocen muy bien a las mujeres y artísticamente las recrean". Según los testimonios de la época, las voces de los mejores castrati tenían algo mágico, diferente, entre sensual y asexuado.
Además de impedir la muda de voz, la operación les ocasionaba otros cambios físicos, que no siempre eran los mismos, y dependían del modo en que se hubiera practicado la cirugía, de los órganos afectados y de la edad del paciente. Un castrado carecía de nuez de Adán, prácticamente no tenía vello en el cuerpo y jamás le crecía barba ni bigote. La ausencia de testosterona provocaba un desequilibrio que motivaba comportamientos y características físicas femeninas, como depósitos de grasa en caderas, muslos y cuello, formas más redondeadas, tendencia a la obesidad y, en algunos casos, el crecimiento de pechos. Debía de ser curioso verlos actuar, ya que, si bien en su juventud representaban papeles femeninos, luego solían inclinarse por heroicas figuras masculinas. Así, Julio César o Alejandro Magno aparecían en escena representados por cantantes obesos con voz de soprano. El público de entonces, lejos de ver el lado grotesco del asunto (o pasándolo por alto), parecía limitarse a disfrutar de sus proezas vocales.
La castración en sí misma volvía a los castrati estériles y disminuía su deseo sexual, pero no impedía la erección. Varios castrati formaron pareja con mujeres, por lo menos de forma momentánea, y el célebre Caffarelli intentó incluso contraer matrimonio, algo prohibido por la Iglesia a todos los de su condición. Artista prestigioso a nivel internacional, Caffarelli le pidió una exención al Papa aduciendo, de forma humillante para sí mismo, que había sido "mal castrado". Según las crónicas de la época, la poco piadosa respuesta de Roma fue: "Vaya entonces a que lo castren mejor".
Los castrati más talentosos podían amasar grandes fortunas que les aseguraban una vejez tranquila. Pero, aunque el éxito atraía a muchos, pocos lo conseguían. Una vez ingresados al conservatorio, los niños castrados firmaban un contrato que los obligaba a permanecer en el coro de la institución religiosa durante una década, tras las cual podían iniciar carrera en el teatro. El problema es que la gran mayoría de los niños carecía de talento o aptitudes suficientes para triunfar. Así, esos hombres mutilados y esterilizados, condenados a una vida sentimental traumática y frustrada, morían cantando en oscuros coros parroquiales o desempeñando tareas administrativas para la Iglesia.
Los castrati más famosos podían evitar la soledad dando clases a otros castrati o, como Farinelli, dedicando su dinero a promover el arte musical. El triunfo no impedía de todos modos, que su condición les provocara incomodidad. Visitando Tartaria, el admirado castrato Balatri (1682-1756) fue presentado al Khan, quien le preguntó si era hombre o mujer y de dónde venía: "Decir hombre era casi una mentira”, escribió Balatri en sus memorias, “mujer, menos que menos, y afirmar ser neutro me ruborizaba. Finalmente tomé valor y afirmé ser hombre y toscano".
Durante más de 200 años, los castrati fueron figuras familiares en los más altos círculos de Europa. A mediados del siglo XVIII, sin embargo, todo empezó a cambiar. En 1797 el Papa Pio VI había dejado sin efecto la normativa que impedía cantar en público a las mujeres, de modo que las cantantes fueron ganando terreno y también adquirieron popularidad las voces masculinas. Con la llegada de la Revolución Francesa y el Romanticismo, la castración empezó a verse como algo salvaje y despreciable, y cuando Napoleón Bonaparte ascendió al poder la prohibió en todos sus dominios. Hay que decir que los cambios no se aceptaron tan rápido, y muchas familias pobres siguieron sometiendo a sus niños a la operación varios años después de la muerte del emperador. Pero la moda había cambiado, el público ya no quería castrati, y los que seguían vivos apenas entrado el siglo XX no eran más que curiosidades exhibidas en el coro de la Capilla Vaticana. Paradójicamente, el desarrollo de los sistemas de grabación coincidió con la desaparición de los castrati. Sólo uno de ellos, el oscurísimo y poco talentoso Alessandro Moreschi (1858-1926), llegó a grabar entre 1904 y 1905 unas pocas arias en cilindros de cera. Este testimonio ruidoso, que incluye una versión del "Ave María" de Gounod, es el único ejemplo auténtico que nos queda de la voz de una de esas trágicas figuras.
Tras ser casi ignorados por la opinión pública durante casi cien años, los castrati tuvieron en 1994 un breve revivir, porque ese año se estrenaron dos películas dedicadas a ellos. Una fue la española "El rey de Nápoles", de Juan Miñón, donde la voz del castrado protagonista pertenecía al cantante chino Too Shi, un sopranista, es decir, alguien que alcanza artificialmente la tesitura de soprano recurriendo a la técnica del falsete.
El otro filme, más ambicioso, fue "Farinelli", del director belga Gérard Corbiau. Como su título lo indica, esa película recrea la vida de Farinelli, uno de los castrati más famosos, poseedor de un registro vocal tan amplio que le permitía abarcar tres escalas y media, algo impensable para cualquier vocalista masculino o femenino. En esta ocasión, para recrear semejante rango en la película, un equipo técnico fundió en una sola las voces del contratenor Derek Lee Ragin y de la soprano Ewa Mallas Godlewska. El trabajo de montaje de ambas voces, nota por nota, les llevó nada menos que dos años de trabajo.