‘El teatro de las locas’: cada fruta tiene su gusano
La sala La Princesa del Teatro María Guerrero es como una catacumba. Es pequeña, pero muy versátil. Quizás nunca entran más de 60 espectadores por función, en el mejor de los casos, pero en manos de gente con imaginación y talento se le saca un partido extraordinario. La intervención que han hecho Lola Blasco y su equipo creativo para El teatro de las locas genera atractivo y expectativa desde que se pone un pie en la sala, predispone al público de forma muy distinta que cuando llegas y te sientas en una butaca para mirar desde lo oscuro una cosa que ocurre delante de ti. Aquí no, aquí te sientas directamente dentro del espacio de la representación, pasas a ser un signo más, con la tensión que eso genera en algunas personas; eres un elemento que participa en la acción (desde la pasividad, que nadie piense que «te sacan» a hacer nada), porque la acción te rodea, te involucra, aunque solo sea por la mirada directa de las actrices a un palmo de tu cara.
Ese espacio de la imaginación construido para la ocasión parece un pequeño salón de actos. No en vano, hay un pequeño escenario, un teatrito (el tablao de la escenografía) dentro del teatrito (la sala La Princesa) dentro del gran teatro (el María Guerrero). Este juego de muñecas rusas ya cuenta cosas sobre esta obra tan metateatral donde las actrices también entran y salen de distintos personajes que a veces son y no son, porque responden al ejercicio inducido por un tercero. El teatro es delirio, vive dios. El teatro es hipnosis, es sadismo, es voyeurismo. El teatro es histeria. ¿O es la histeria la que es teatral? Quizás para Jean Martín Charcot lo era.
Charcot fue un célebre médico francés del siglo XIX, neurólogo. Entró como director en 1862 en el hospital parisino La Salpêtriere, con cinco mil enfermos a su cargo a los que convirtió en material humano de sus investigaciones. La mayoría de aquellos ingresados eran mujeres, muchas diagnosticadas como histéricas, aquel mal del siglo que obsesionaba a los franceses. Muchas estaban realmente enfermas, pero muchas otras estaban allí encerradas por ser revolucionarias, pobres, huérfanas o prostitutas, por pedir el voto femenino, por desobedecer a sus maridos, a sus hermanos o a sus padres, por ser protestantes, judías, obesas, bohemias o simplemente melancólicas. Muchas de aquellas «locas» lo eran más por ser mujer y salirse del tiesto que por tener verdaderos problemas psiquiátricos. Como señaló Foucault, desde su apertura casi dos siglos antes, La Salpêtriere, para las mujeres «dementes», no ofrecía tratamientos ni cuidados, sino exclusión.
Charcot se empeñó primero en encontrar la causa biológica de la histeria, pero como no la hallaba, empezó a experimentar con la hipnosis. Inducía estados hipnóticos a las mujeres en sesiones abiertas como lecciones clínicas, a las que acudían médicos e investigadores de toda Europa (Freud es quizás el más célebre). Las pacientes se convertían en sus actrices, en piezas de un museo vivo, un teatro donde aquellas mujeres eran objetos en manos de los hombres que buscaban respuestas a esos desórdenes mentales que surgían de una enfermedad bautizada por los griegos a partir de la palabra útero. A menudo recurrían a representaciones pictóricas de los personajes femeninos del teatro de Shakespeare, como Ofelia o Lady Macbeth, para codificar determinados síntomas, que además quedaban retratados por los pioneros de la fotografía. Luego Freud inventaría el psicoanálisis a partir de sus observaciones como joven médico en las lecciones de Charcot, con el que se enemistó cuando decidió apuntar hacia la sexualidad y la genitalidad femeninas para explicar determinados traumas reprimidos, recurriendo también a mitos «teatrales» como Edipo o Electra, pero esa es otra historia.
El caso es que toda esta ensalada entre historia, medicina, psiquiatría, tortura de mujeres hecha espectáculo, arte y teatro está en la base de El teatro de las locas, una obra coral que se despliega como una sinfonía de voces cruzadas que, sin embargo, no ofrece en sí misma ninguna referencia a todo esto que venimos contando de Charcot y La Salpêtriere, porque la autora ha querido eliminar expresamente cualquier dato que obligara a ubicar la historia en un tiempo y en un espacio concretos, porque ha buscado un diálogo abierto con el presente, un diálogo atemporal. Al fin y al cabo, esta dinámica patriarcal de objetualización y anulación de la mujer no es un hecho del pasado ya superado: se encuentra tanto en la quema de «brujas» en la Edad Media como en las instituciones franquistas donde encerraban y rapaban a ciertas mujeres para enderezarlas, así como en el Afganistán de los talibanes y todavía en algunas familias, culturas y contextos sociales de la actualidad.
Cuatro actrices, un actor y un músico en escena. Las seis hacen un trabajo excepcional a partir de los arquetipos que asumen (el músico está más al margen, pero es fundamental extendiendo el manto sonoro que lo envuelve todo). Porque los personajes son arquetipos: la vieja gloria, la cobarde, la mística, la colérica y la suplente, trazas que están en la personalidad de la propia autora como lo están en tantas de nosotras y nosotros. En el interior de cada individuo, como de cada colectividad, pugnan sentimientos contestatarios de lucha contra otros más sumisos, la subalternidad hoy y el impulso emancipador mañana, la plena consciencia y orgullo de sí contra esos días en los que una se encuentra extranjera de sí misma, abatida por la melancolía. ¿Es eso estar enferma? Artistas obsesionados con sus procesos creativos; personas que viven su sexualidad y su género envueltas en dudas. ¿Es eso estar enfermo? ¿Quién dicta la norma que excluye?
La pieza está estructurada siguiendo las fases de un ataque de histeria: convulsión, circo (una licencia a partir del llamado, originalmente, clownismo), pasión y delirio. Dirigida con pulso firme, el montaje está muy vivo en cada minuto, el ritmo no decae, las actrices han interiorizado el juego dialéctico de manera orgánica, lleno de ironía y reiteración en muchos momentos. Se va desplegando un espectáculo que observa al público más que al contrario en ese pabellón a ratos obsceno, a ratos tierno, a ratos envenenado. Porque hay dardos envenenados hacia el arte en general y hacia el teatro en particular: «cada una tiene su pasión y cada fruto su gusano» o «con tanta demolición fuera, se abren las cloacas y acaban todas las ratas aquí, en el teatro».
Frases como para hacerse una camiseta hay muchas, pero no son anecdóticas. Y hay una cierta preocupación pensando en las nuevas generaciones, siendo como es una obra que trata de abrir una conversación con el presente y con el futuro. «La juventud —dice uno de los personajes—, cuando nadie la combate, halla en sí misma su propio enemigo». Particularmente conmovedor es el momento en el que las actrices se enfrentan al cuadro de Théodore Géricault La balsa de la medusa, ese madero a la deriva lleno de cadáveres, cara b de ese otro hito pictórico del romanticismo francés que es La libertad guiando al pueblo. Por cierto, la mujer que sirvió de modelo a la revolucionaria del pecho fuera de Delacroix estuvo ingresada en La Salpêtriere. Y Géricault buscó cadáveres reales para llevárselos a su taller y poder pintarlos. También Caravaggio encontraba modelos en los elementos marginales de la sociedad para convertirlos en personajes bíblicos o mitológicos en sus cuadros. Arte, demencia, sublimación, peste… desahuciados por la norma que navegan a la deriva a la espera de una rectificación histórica… o histérica.
Teatro María Guerrero. Sala La Princesa
Hasta el 31 de marzo
Texto y dirección: Lola Blasco
Intérpretes: Alda Lozano, María Pizarro, Nieves Soria, Alberto Velasco, Pepa Zaragoza y Vidal (músico)