La Zaranda o una filosofía de la inestabilidad
Venían de librar la batalla de los ausentes contra los enemigos del arte, o sea, la burocracia, el mercado, la insensibilidad. El hambre lo han librado desde hace más de cuatro décadas a base de chupitos de vinagre de Jerez, aunque hubo un tiempo en el que en su presencia se gritaba aquello de ¡esconded las gallinas que vienen los cómicos! Hace 30 años hicieron su primera obra póstuma por si la vida eterna se acababa, y homenajearon a los malditos sabiendo que los futuros difuntos son los que ríen los últimos. Nadie lo quiere creer, pero ellos caben por la estrecha puerta de un teatro cuando todo es noche y se afanan en el desguace de las musas, poniendo el grito en el cielo sometidos al régimen del pienso. No son ni la sombra de lo que fueron —perdonen la tristeza—, pero nos han traído —gracias— un manual para armar un sueño.
Me disculparán este lugar común que supone componer un párrafo a base de hilvanar los títulos de la obra completa de un artista, pero es que los títulos de La Zaranda son como el último puerto en el que atraca una destilación. Imposible encerrar más significado, más evocación y más poesía en menos palabras. Una tentación irresistible. Premio Nacional de Teatro en 2008, se trata de una de las compañías más longevas del panorama español, con su controvertido alias a cuestas: primero Teatro Inestable de Andalucía la Baja; luego, Teatro Inestable de Ninguna Parte. Nómadas del rito ancestral y puro. Buscadores incansables del secreto del teatro. Alquimistas de lo sagrado y lo profano que convocan a su feligresía allá donde van, sobre todo en Latinoamérica, donde se les quiere y venera, bastante más que aquí.
Están agotando estos días su presencia en Madrid, en el Teatro Español (hasta el 17 de marzo) y luego, de aquí a julio, irán a Barakaldo, Granada, Molina de Segura, Puerto de Santa María, Amorebieta, Durango y Barcelona, para saltar el charco en agosto en dirección a Buenos Aires. Les circunda un aura genuina que ha generado multitud de imitadores, un cierto sello zarandesco. Y hay quien piensa que ya no hacen otra cosa que lo mismo, a perpetuidad. Pero hacer lo que saben con la lucidez acostumbrada es su reinvención constante, como dejando claro que siempre se le puede encontrar una arista más a la esencia de este arte tan viejo. Claro, ahora su estética de claroscuros, heredera de una tradición que se pierde en los siglos pretéritos, resulta museística, pero porque este vano presente que lo tritura todo quiere enmarcar la obra maestra rápidamente para que sea visitada por los turistas. Eso no va con ellos. “También yo he sido pisoteado por mediocres, pero eso es mejor que ser uno de ellos”, dice Don Cosme.
A este Don Cosme le da vida Francisco Sánchez, que se desdobla en actor y director. Para esta otra labor usa su alter ego, Paco de La Zaranda. Junto a él, sobre las tablas, Gaspar Campuzano es Pepe Caño y Enrique Bustos hace de Juan Envela. A los textos, Eusebio Calonge. La alineación estelar, titulares en un partido siempre al límite de la agonía, cuerpos que arrastran los pies y las frases con el ceceo inconfundible y universal de la punta sur de la península. Sencillas sentencias que acumulan un saber despojado de lo fútil, como un verso respirando en una seguiriya de Agujetas, pongamos, similar al quejío que se eterniza en su reiteración, machacando la metáfora en el mortero de lo imperecedero. Su marchamo es la búsqueda y el tamiz. Así dice Pepe Caño al comenzar la obra, agitando a dos manos, precisamente, una zaranda: “no sé si la suerte se busca o si está para quien la encuentra, desde luego no está para mí y mira que la he buscado… y aquí sigo”.
Este Manual para armar un sueño es una divina tragicomedia tan dantesca como quijotesca donde Caño encuentra a Cosme al otro lado del espejo y juntos se adentran en el infierno de la banalidad. En cada círculo un ángel de traje negro y alas rojas los tienta con las mieles putrefactas del poder: “para vender hay que venderse”, dice la sanguijuela. Con tres o cuatro elementos materiales se hacen y deshacen alegorías —marca de la casa— y la imaginación del espectador vuela libre haciendo de cuatro maderas, un puñado de capazos, unos postes de andamio y una silla, los espacios que se dibujan y desdibujan con la fuerza de la enunciación y una actuación radicalmente corpórea. La iluminación es pictórica, de ínfula barroca, que sugiere más que alumbra, que extrae de los contrastes las sustancias y las potencias del relato.
Y así avanza el viaje hacia uno mismo, el viaje del actor, el viaje del artista, minería visceral que aparta la piedra arenosa que se humilla aplastada por la mano y sigue picando en busca de la gema. Solemne travesía no exenta de carcajada, la que se desgaja de las artes paródicas, sarcásticas y satíricas que despliega este trasunto de Quijote y Sancho cruzados por Dante y Virgilio cuando atraviesan las puertas de la fama, la envidia, la usura, la burocracia y el lamento. Retrato inmisericorde de la inutilidad que el oficio del arte debe soportar de parte de aquellos lamebotas que ocupan puestos de responsabilidad. Dice Cosme: “con suerte podría ocupar una vacante de ayudante del auxiliar del subsecretario del subdirector del viceconsejero…”. Le contesta Envela: “no tiene que mostrar ni demostrar, tiene que competir”.
La competencia de los yoes hinchados de aire, cuerpos deformados por los premios de consolación y los admiradores comprados, aspirantes a cabezas de cartel a la caza de nuevos seguidores que guardan un as en la manga en forma de puñalada trapera. Es un gozo inigualable ver cómo reparte La Zaranda a diestro y siniestro, desde la tranquilidad de los que ya no tienen que demostrar nada, acostumbrados a bregar con la inestabilidad. “Solo los que se extraviaron piensan que llegaron a alguna parte”, le dice Cosme a Pepe Caño, desesperado por no encontrar lo que buscaba ni en el centro mismo del infierno. ¿Y cómo salen de allí? Solución maravillosa por cervantina. Agotado el retablo otrora bohemio, Cosme invita a Caño a salir de allí volando a lomos de un Clavileño convertido en Pegaso. Solo hay que imaginarlo. “¿Imaginar que volamos?”, pregunta, dudoso, Caño. “Confíe en mí —responde Cosme— que poca gloria le queda al que engaña a quien de él se fía”.
Es posible que escénicamente no sorprendan ni quiebren ya una estética convertida en sello. Es posible que ya no entren jamás en las quinielas del olimpo europeo de los creadores contemporáneos, pero se les ama por su afán de eternidad, tanto que se sienten en lo mejor de su vida, porque estar en el presente es siempre estar en lo mejor, es estar en la esperanza de la continuidad. Mientras tengan fuerzas seguirán agitando la zaranda a la espera de que brille la pepita de oro que, lejos de guardar bajo siete llaves, plantarán como una semilla. Don Cosme pone la rúbrica: “Cuántas veces han intentado borrarnos de la historia y no han podido. Sería como detener a las nubes o al viento”. Tirar p’alante. No hay más.