Con la muerte en los talones
En los textos que acompañan la reciente reedición del disco de Chet Baker “Late Night Jazz”, el reconocido musicólogo Brian Morton reflexiona sobre el valor de ese título en relación con el momento en que fue grabado. Durante unos cuantos años se pensó que “Late Night Jazz”, registrado en París el 17 y 18 de febrero de 1988, había sido el último testimonio de la música de Baker antes de que él se desplomase hacia la muerte desde la habitación de su hotel en Ámsterdam el 13 de mayo de ese mismo año. Como Chet nunca cesaba de tocar y grabar, con el tiempo se supo que eso no era así: en el lapso entre esas dos fechas había realizado otros dos discos de estudio en Italia, y también había sido capturado en directo allí y en Alemania. En todo caso, lo que a Morton le resultaba interesante era la cruenta disputa por determinar cuál era en realidad la última grabación del trompetista, su último suspiro transformado en música.
Miramos a la muerte con reverencia, y por eso tendemos a buscar una profundidad extra, un significado ulterior, en las últimas obras de los artistas que admiramos, dotándolas a menudo de una aureola casi mística. En el caso del disco de Chet, Morton desmiente semejante pretensión: para Baker, músico curtido por las drogas, un obrero de la música, cada una de esas sesiones y apariciones en directo era apenas una más, maravillosa sin duda, pero ni más ni menos que cualquiera de todas aquellas en las que su estado físico le permitía expresarse con nitidez. Al grabar ese disco o cualquier otro, Chet no sospechaba la cercanía de su muerte y de ningún modo estaba pronunciando un epitafio, así que cualquier lectura en ese sentido, fuera en relación con “Late Night Jazz” o con las grabaciones posteriores, es por fuerza errónea.
Es probable que Morton tenga razón, pero aun así la publicidad de todos y cada uno de esos discos ha girado siempre en torno a su cercanía respecto del final. Como si la calidad de la música no bastase y hubiese que dar con un mejor argumento de venta.
Y quizás sea, en efecto, un buen argumento de venta, pues es indudable que sentimos una extraña fascinación por los cantos de cisne. Claro que no todos son iguales y siempre existen circunstancias que vuelven a una última obra más interesante que a otra. Cuando los artistas mueren ancianos, por ejemplo, su última obra, sea cual sea, parece adquirir menos relevancia. Es como si el largo contorneo con la muerte durante la octava o novena década de vida de un artista rebajase las expectativas del público. O como si se diese por sentado que, a esa altura, el susodicho o la susodicha ya han tenido tiempo de sobra para expresar todo lo que tuvieran para decir. Nadie recuerda cuál fue la última obra de Picasso, el cuadro "Mujer acostada y cabeza", que retocó el 7 de abril de 1973, día previo a su muerte a los 91 años. Y el poemario “Los conjurados” de Borges, publicado en 1986, el mismo año de su fallecimiento a los 86 años, aunque bellísimo, no compite en fama con sus obras previas. Las últimas grabaciones de B. B. King o Tony Bennett podrán ser muy buenas, pero nadie las considera legendarias.
La apreciación de la última obra cambia cuando el artista ha muerto joven o de forma violenta. Aparte de sus propios méritos, la novela “París era una fiesta”, publicada póstumamente, es imposible de leer sin relacionarla con el suicidio de Hemingway, y en cada una de sus líneas tratamos de percibir los padecimientos de su enfermedad y adivinar los sentimientos de nostalgia y pesadumbre que llevaron al autor a su trágico fin.
Todo eso queda subrayado cuando, además de morir relativamente joven, el artista sabía que la muerte lo acechaba. Franz Schubert estuvo seis años padeciendo la sífilis antes de morir a los 31 años en 1828, y en muchas de las obras de ese período, como su quinteto de cuerdas en do mayor, nos parece sentir su angustia. Sin embargo, al escuchar la que fue realmente su última obra, la fantástica canción para cantante soprano, clarinete y piano “Der Hirt Auf dem Felsen” (El pastor sobre la roca), solamente nuestro conocimiento previo de la inminente muerte de su autor podría llevarnos a sentir algún tipo de pesar. Ignorando esa circunstancia, es imposible pensar que Schubert, incluso sabiéndose gravemente enfermo, pensase al escribirla que nunca compondría nada más. De principio a fin la canción transmite sólo la alegría de la creación, la dicha de vivir.
El extremo opuesto, por supuesto, son los últimos dibujos del maravilloso pintor austríaco Egon Schiele. En 1918, Schiele empezaba a ganar notoriedad, su participación en la exposición de la Secesión de Viena de ese año (para la que incluso diseñó el cartel) había sido muy bien recibida, y logró vender casi todos los cuadros que había expuesto allí. Pero en otoño de ese año él y su mujer Edith, embarazada de seis meses, fueron víctimas de la pandemia de la mal llamada “gripe española”. Edith murió el 28 de octubre, y Egon la siguió tres días después, a los 28 años. En ese breve lapso entre la muerte de su mujer y la suya propia, Egon realizó varios desgarradores retratos de Edith, que son sus últimas obras.
Podemos sentir un dramatismo parecido al ver a un demacrado Freddie Mercury en "These Are the Days of Our Lives" días antes de que nos lo arrebatase el SIDA, prácticamente diciéndonos adiós.
En muchos otros casos, los artistas no tenían la menor idea de que el fin se acercaba, pero igualmente sus últimas obras han sido dotadas por la historia de un aura especial. Es el célebre caso del “Réquiem” de Mozart, que nació como una obra de encargo. Su autor jamás habría sospechado que, tras una enfermedad breve y repentina, la dejaría inconclusa a los 35 años. De hecho, en el encabezado de la partitura autógrafa, el propio Mozart escribió como fecha de probable conclusión de la obra “1792”, un año del que no llegaría a vivir ni un día. Eso sí, Mozart había compuesto para entonces decenas de misas, y tampoco era esta la primera música fúnebre que escribía por encargo. Toda la carga de patetismo que sentimos, toda la mitología asegurando que, en realidad, estaba “componiendo su propio réquiem”, no es más que eso, fantasía, poesía.
Casos similares abundan en tiempos más recientes, donde la existencia de últimas grabaciones o últimas películas de artistas malogrados han otorgado carácter legendario a dichas obras, independientemente de su calidad.
“Gigante” (1956), dirigida por George Stevens, quedará ligada para siempre a la muerte trágica de James Dean en 1955 a los 24 años, tras estrellarse con su Porsche 550 Spyder días después de terminar sus escenas en dicha película.
El filme de John Huston “The Misfits” (1961, en España “Vidas Rebeldes”), tiene el dudoso mérito de contener la última aparición en la pantalla de dos de sus protagonistas: Clark Gable y Marilyn Monroe, y ese es el principal motivo por el que se lo ve y se lo recuerda.
Michael Jackson sin duda pensó que su último show, “This Is It”, que nunca llegó a estrenar, sería un gran éxito. Pero jamás imaginaría, cuando llevaba a cabo uno de los ensayos previos, que precisamente esa prueba filmada conformaría, tras su inesperada muerte días después en 2009, uno de los documentales más taquilleros de la historia. La producción no estuvo exenta de críticas: varias voces se alzaron argumentando que la película sólo se hizo para obtener beneficios perdidos a causa de los conciertos cancelados, y familiares de Jackson intentaron en vano impedir su estreno.
Algunas últimas obras sí surgieron por amor al arte. Entre 1954 y 1956, el productor discográfico Norman Granz emprendió el plan de grabar al pianista Art Tatum, probablemente el virtuoso más grande que haya dado jamás el jazz en su instrumento. Casi completamente ciego, Tatum era un gran bebedor y estaba en boca de todos que su salud se deterioraba día a día. Empeñado en preservar su legado para la posteridad, Granz firmó un contrato con Tatum y lo llevó al estudio con tanta frecuencia como pudo. El productor lo dejaba solo ante el piano de cola, con una botella de whisky a un costado del teclado, y ponía la cinta a rodar permitiendo que Tatum tocase lo que quisiera durante el tiempo que quisiera. Podría criticarse a Granz por proporcionarle al pianista la bebida que sería, en buena medida, causante de su muerte. Pero no menos cierto es que, sin esa botella sobre el piano, probablemente Tatum no habría aceptado tocar una nota. Tan cierto como que, sin el proyecto de Granz, la discografía del pianista se vería reducida en una tercera parte, y que, es justo decirlo, a la larga Tatum habría conseguido igualmente su whisky en cualquier bar.
En no pocas ocasiones, esta pasión por las últimas obras ha dado lugar a engaños. El trompetista de jazz Clifford Brown, técnica y creativamente apabullante, alejado de forma voluntaria del alcohol y las drogas (algo curioso dado el contexto en que le tocó vivir), murió en 1956 a causa de un accidente automovilístico a los 25 años, dejando atónito al mundo de la música. Como su renombre no cesaba de crecer tras su desaparición y sus discos no dejaban de reeditarse, en 1973 el sello Columbia se hizo con una grabación en directo inédita y la promocionó con el título “The Beginning and the End” (El principio y el fin), vanagloriándose, como en el caso del disco antes mencionado de Chet Baker, de que allí estaban las últimas notas que habían salido jamás del dorado instrumento de Clifford. Múltiples músicos y periodistas expresaron elogiosas opiniones sobre el concierto, resaltando la tragedia que parecía emanar de la trompeta, como si Clifford, inconscientemente, nos estuviese diciendo adiós. Años después se sabría que esas cintas, aunque estupendas, habían sido grabadas en realidad en 1955, más de un año antes del accidente, y que existían obviamente muchas sesiones posteriores de Brown, tanto en directo como en estudio.
En el caso del pianista Bill Evans, este placer por la necrológica escaló otro paso en la exageración, pues llegó a venderse un CD pirata titulado “The Very Last Performance”, con música que ya había circulado online y que presumiblemente se había grabado en el club Fat Tuesday’s de Nueva York el 10 de septiembre de 1980, cuatro días antes de su muerte. En realidad, se trataba de registros grabados meses antes y ya editados en otras colecciones, pero a los que alguna mano negra les había aplicado un filtro de sonido para dotarlos de un aura y un ambiente distintos.
A este tipo de artilugios nos retrotrae, en principio, la reciente aparición del último libro de Gabriel García Márquez, “En agosto nos vemos”. También aquí hay un trasfondo enrarecido, pues aunque el escritor colombiano murió anciano y con una obra consagrada a sus espaldas, en sus últimos días sufría problemas de memoria y había declarado varias veces su negativa a que esta obra se publicase, exigiendo incluso que fuese destruida.
Al pasar las páginas del volumen, además, se huele otro tipo de engaño: más allá de la portada bonita y la encuadernación en tapa dura, hay apenas 142 páginas, de las cuales la “introducción/justificación” de sus hijos y los títulos repetidos varias veces ocupan las primeras 13. El texto en sí mismo llega luego hasta la página 122, donde empieza una “Nota del Editor”. El escrito de García Márquez en sí, aparece siempre con amplísimos márgenes blancos hacia los cuatro costados, lo que, sumado a las páginas en blanco al inicio y final de cada capítulo, pone en evidencia que los diseñadores se esforzaron al máximo para que “En agosto nos vemos” fuese un libro autónomo y no un cuento largo. Porque eso es lo que es, no una novela como se lo pretende vender, sino un cuento que, editado en condiciones normales, habría ocupado con mucha suerte unas cuarenta o cincuenta páginas.
En otro plano está el dilema moral de editar un trabajo del que su propio autor renegaba. Se ha comparado este caso con el de Franz Kafka, quien apenas publicó unos pocos relatos en vida y, agonizante, le pidió a su amigo Max Brod que quemase todas sus obras. Por fortuna Brod hizo exactamente lo contrario, y gracias a eso contamos con obras imprescindibles como “El proceso” y “El castillo”. Pero dicho símil hace agua por todos lados. Para empezar, Brod, aunque obviamente consciente de la calidad literaria de la obra de su amigo, no buscaba su propio beneficio económico ni podía sospechar hasta dónde llegaría la fama póstuma de Kafka, quien, eternamente inseguro de sí mismo, no sería nada extraño pensar que no desease en lo más profundo que su obra fuese devorada por las llamas.
En el caso de García Márquez, ya octogenario y con una ingente obra publicada y traducida a todas las lenguas, no existe ningún motivo para pensar que su insatisfacción con “En agosto nos vemos” fuese una pose. Gran perfeccionista, es bien sabido que sólo daba por terminado un libro tras infinitas revisiones, y es discutible cuán válido resulta ignorar póstumamente sus deseos y editarlo de todos modos, por mucho que a sus hijos les guste. El hecho de que, dotado de una extensiva publicidad, el libro sería un éxito de ventas indiscutible y generaría mucho dinero, no hace sino acentuar las dudas. Bajo el paraguas de la mitología de la última obra antes descrita, “la última novela de García Márquez” sin duda se estará vendiendo muy bien, por más que no sea en realidad una novela. El hecho abiertamente admitido de que su autor prefería que acabase en cenizas es probable que haya incluso incrementado el deseo (el morbo) general por leerla.
Eso pensaba cuando inicié la lectura. Y confieso que una parte de mí deseaba que el libro fuese muy malo, que se notaran por todas partes las hilachas, que quedara en evidencia la misión del editor de sacar algo en limpio a partir de un texto imperfecto e inconcluso.
Breve y todo, cuento y no novela, me veo obligado a confesar que no fue así. Historia de una mujer de mediana edad que va reinterpretando su propia vida con cada visita anual que realiza en agosto a la tumba de su madre en una isla, el escrito conserva todos los encantos de la prosa de García Márquez y, sin ser su mejor obra, tampoco puede decirse que sea la peor. Incluido en cualquiera de sus colecciones de relatos, “En agosto nos vemos” probablemente habría sido uno más, sin desentonar en absoluto.
Y con esto vuelvo a la reflexión de Brian Morton que menciono al principio. Anciano y todo, García Márquez no pensaba, al escribirlo, que este texto fuera a ser otra cosa que eso, un cuento más. Uno más al cual, en su oficio de escritor, y si la vida se lo permitía, habrían seguido otros.
Toda la parafernalia sobre el “último libro” y toda la polémica sobre su publicación, más allá de la opinión que nos merezcan, son completamente ajenas al texto en sí.
Y de nosotros depende disfrutar de su lectura abstrayéndonos de todo eso, o bien intentar percibir en cada línea melancólicas premoniciones de un cercano fin, augurios de un futuro encuentro con la parca, o sutiles pero irremediables despedidas que de ningún modo están allí.