'Nuestros muertos': dolor y esperanza en la víctima total
A principios de siglo, año 2002, irrumpió en el mundo teatral un nombre: Koldo Barrena. En seis o siete años escribió una tetralogía dedicada a explorar las consecuencias del terrorismo de ETA hasta en lo más íntimo de la sociedad vasca de aquellos años, en los que la banda todavía seguía activa. Koldo Barrena era un pseudónimo y nunca se hizo público el nombre verdadero del autor, Luis Maluenda, hasta después de su muerte en 2017. Aquellas cuatro obras nunca llegaron a los escenarios. Hoy poca gente se acuerda, y no hace tanto. El terrorismo etarra como tema fue muy residual en el teatro español, era tanto el dolor, el odio y el miedo que, aunque pudiéramos tratar en los escenarios los terrorismos de otras latitudes, el de aquí escocía mucho y, sobre todo, generaba temores y tensiones de incalculables consecuencias. La cultura oficial del Estado no le perdonó su posicionamiento abertzale a Alfonso Sastre, por ejemplo, y obras como las de Koldo Barrena se escribían por pura necesidad de dejar un testimonio desde dentro, pero con pseudónimo. Ni siquiera se editaron en libro las cuatro.
Afortunadamente, han cambiado un poco las cosas y, a pesar de las pataletas y rebuznos de una parte retrógrada de la sociedad, se puede ejercer la libertad artística, se puede estrenar Altsasu en un Madrid con ruido de fondo de voxeros y ayusers, que se pelean por ver quién es más facha; se puede escribir y estrenar una obra que tantos cimientos remueve, una obra como Nuestros muertos. Es de justicia, creo, nombrar a un autor y una autora que, antes que Mariano Llorente, se atrevieron con la complejidad y trataron de exponerla para contribuir a que el debate y el intercambio pacífico de ideas nos ayude a superar los tiempos más oscuros. Hablo de Borja Ortiz de Gondra, por un lado, que exploró la realidad vasca a través de la historia de su saga familiar en Los Gondra; y hablo de María San Miguel, que en otra trilogía, Rescoldos de paz y violencia, se aproximó a la intrahistoria del conflicto. En la segunda obra de la trilogía, La mirada del otro, puso en escena el proceso de “encuentros restaurativos” iniciado en la cárcel de Nanclares de Oca en 2011, gracias al que una serie de disidentes de ETA se pudieron entrevistar con familiares de sus víctimas. Igual que lo fue para Maixabel, la película de Icíar Bollaín, ese es el punto de partida de Nuestros muertos, que arranca con el encuentro -ficticio en este caso- entre la madre de un asesinado por ETA y el asesino.
Sin embargo, la obra de la compañía Micomicón que se estrena ahora en la sala Cuarta Pared de Madrid, va más allá e introduce en esta trama otro dolor que, casi 100 años después, sigue esperando verdad, justicia y reparación: el de los represaliados y asesinados por el franquismo durante y después de la Guerra Civil. La Historia, como dicen que dijo Mark Twain, no se repite, pero rima. La anciana que nunca pudo mirar a los ojos de los asesinos de su padre, alcalde socialista de una localidad extremeña “paseado” en agosto del 36, puede ahora mirar a los ojos del asesino de su hijo, víctima colateral -valga el eufemismo- de un atentado con coche bomba en Madrid. Este difícil trance se une a otro episodio reciente de su vida, en el que pudo asistir en primera línea a la exhumación de los restos de su padre, que descansan ya junto a los de su hijo. La mujer sabe que no puede perdonar ni a unos ni a otros, pero podrá morirse un poco más tranquila al menos. Ese viaje que va de la entereza a la aceptación, pasando por el sarcasmo y la tristeza, la rabia y hasta el amor, es el gran atractivo de este montaje, asumido por una fantástica María Álvarez. La actriz nos hace ver a esa anciana y acompañarla en este duro trance; espectadores y espectadoras la escuchan en un silencio conmovido hasta un final catártico.
Pero hacen falta dos anclajes para mantener tensa una cuerda. Enfrente de Ascensión, la mujer anciana, está Antxón, el etarra arrepentido, igualmente construido como personaje por Mariano Llorente desde la complejidad, no desde el trazo grueso. Y así lo asume el actor que le da vida casi desde una inmovilidad lacerante, Carlos Jiménez-Alfaro, capaz de materializar silencios tremendamente cargados de emociones diversas, que traslada al público con una mezcla de inquietud e incomodidad capaz de alumbrar, sin embargo, un mínimo rayo de empatía. Antxón y Ascensión, en ese encuentro, son seres que dejan a un lado las ideologías para mostrar su humanidad, con sus aciertos y errores, con sus deseos legítimos y sus deudas con la sociedad, la familia y consigo mismos. Para completar el dibujo de los personajes, el autor y director de la pieza introduce sus dobles jóvenes, con los que viajamos al contexto histórico, tanto el que discurre antes, durante e inmediatamente después de la Guerra Civil, como el del Euskadi de finales de los 80. La joven Ascensión es interpretada con suma ternura por Clara Cabrera. El joven Antxón es Javier Díaz, un poco pasado de rosca en su interpretación, pero efectivo en el cumplimiento de su función dramatúrgica.
Con esos mimbres, con una puesta en escena clara y sencilla, asistimos a una conversación que resume un siglo de infamias, el siglo de España y el siglo de otros territorios incluidos entre sus fronteras en un tira y afloja que tiene raíces endiabladamente enrevesadas, el siglo que tanta cuenta pendiente y herida abierta tiene todavía, pero que cada vez parece más maduro como para afrontar esta especie de desescalada. Con toda su torpeza a cuestas, con todas sus limitaciones, quizás las palabras y los recuerdos pueden obrar el milagro y encauzar el futuro sin rencores ni venganzas. Pero cabe hacerse muchas preguntas -y muchas de ellas incómodas- para llegar a tal fin, pues, como dice el propio Mariano Llorente, “Nuestros muertos es un juego de espejos en el que la violencia de una cuadrilla de falangistas y la de un comando de ETA se mira a los ojos para asombrarse, para interpelarse, para interrogarse. Y restallan algunas preguntas insoportables”, por ejemplo la que el autor pone en boca de Antxón, el etarra: “¿También nosotros hubiéramos matado a Lorca por españolazo? Al fin y al cabo, matamos a José Luis López de Lacalle”.
Es difícil no caer en un cierto maniqueísmo, pero el diálogo de estos dos personajes lo salva, a pesar de lo que representa cada uno. Está claro que, tanto en el 36 como en el 89, hay unos que ejercen la violencia y matan y otros que sufren el dolor de la pérdida irreparable. Pero sobre todo hay que pensar en esa mujer triplemente víctima, como mujer, como hija y como madre, y reflexionar sobre la forma en la que se restaura su dignidad en unos casos (como víctima de ETA) y no tanto en otros (como víctima del franquismo). Todavía hay intereses capaces de justificar la barbarie y poner las ideas por encima de los derechos humanos. Antes de despedirse de Antxón, Ascensión dice: “¿Qué importa España o Euskal Herria frente a los ojos de un ser humano?” Y esa es la pregunta que queda en el aire antes del oscuro y del aplauso emocionado y entusiasta del público. Como ocurría con la citada trilogía de María San Miguel, como ocurre con Altsasu, como ocurrió con Shock, la doble puesta en escena de Andrés Lima que viajaba a los horrores de las dictaduras del cono sur americano o las guerras de Siria e Irak, hay aplausos cargados de catarsis y esperanza en el teatro que, como diría Allende, ensanchan las avenidas para que podamos caminar libres.
Sala Cuarta Pared
Hasta el 3 de febrero