Portación de apellido
Ante el genocidio que está perpetrando ahora mismo Israel en Gaza, yo mismo, al igual que Klemperer en su momento, he notado la carga implícita de mi apellido
En sus formidables diarios, Victor Klemperer reflexiona sobre qué significa ser judío. Profesor de filología románica en la Escuela Superior Técnica de Dresde, pese a ser de origen judío (era hijo de un rabino y primo del célebre director de orquesta Otto Klemperer), Victor se había convertido muy joven a la religión protestante, pero se consideraba a sí mismo básicamente ateo y, por encima de todo, alemán. Incluso se había alistado como voluntario en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial y había combatido por su patria, obteniendo la Medalla al Servicio. Todo eso le valió de bien poco con la llegada del nazismo. Como estaba casado con una mujer no judía, en principio se le perdonó la vida, pero poco a poco fue viendo cómo se le iban arrebatando sus posesiones y derechos. Primero fue obligado a abandonar la enseñanza, luego se le confiscaron el coche y la casa, y finalmente tanto él como su esposa fueron trasladados a “casas de judíos” cada vez más incómodas y pequeñas, en las cuales convivían con varias otras familias, una por habitación.
Dresde fue una de las últimas ciudades alemanas en ser bombardeadas por los aliados. Quiso el destino que ese ataque, el 13 de febrero de 1945, coincidiese con el día en que tanto Victor como su mujer habían recibido la orden de presentarse en la estación de ferrocarril para ser deportados a un campo de concentración. En el caos que siguió a las bombas, el matrimonio consiguió escapar. Se deshicieron de toda su documentación, inventaron nuevas identidades arias y así fueron vagando de aquí hacia allá hasta el final de la guerra.
En el interín entre 1933 y 1945, Klemperer escribió un diario (en realidad, escribió un diario durante prácticamente toda su vida, pero estos años son los más interesantes) donde detalla el día a día de la vida bajo el régimen nazi. Cada semana, Victor iba dejándole las nuevas páginas de su diario a una amiga no judía, quien las guardaba para la posteridad debajo de las maderas del suelo de su casa. Gracias a eso podemos leerlo en la actualidad (se publicó en 1995, 35 años después de la muerte de su autor).
El diario de Klemperer no es una narración a posteriori, tamizada por el filtro de la memoria, de los olvidos voluntarios o involuntarios. Lo que lo hace trascendente, en cambio, es la cotidianeidad, la descripción del presente más crudo: hoy el carnicero que siempre nos atendía con amabilidad se niega a mirarme a los ojos; hoy el estudiante que más parecía respetarme, hace el saludo nazi y se niega a asistir a mis clases; hoy nos han dado un ultimátum para que sacrifiquemos a nuestro gato, porque los judíos no pueden tener mascotas.
Klemperer elabora además en su diario un esbozo del libro que editaría posteriormente, “La lengua del Tercer Reich”, donde disecciona el modo en que el idioma alemán fue transformado por el nazismo. Palabras que antes parecían inocuas, por ejemplo “héroe”, “territorio” o “nación”, pasaron a adquirir nuevos significados afines a la ideología del régimen, un poco como el uso que hace la ultraderecha en la actualidad de la palabra “libertad”.
Y a lo largo de todo el diario permea la idea general con la que abro este texto. Klemperer, ateo, filólogo, no se consideraba a sí mismo judío, sino ante todo un ser humano, y si era preciso añadir algo más, alemán. Fue la cambiante mirada de los demás la que hizo que, por fuerza, tuviese que sentirse judío.
Siguiendo la lógica absurda de los apellidos, yo mismo soy tres cuartas partes judío. Mis bisabuelos maternos, de apellidos Goldestein y Pietrokovsky, llegaron a Argentina a fines del XIX huyendo del hambre en Alemania y Polonia, mientras que mi abuela paterna, de apellido Fridman, llegó a Buenos Aires ya entrado el siglo XX desde Ucrania huyendo de pogromos. La cuarta pata era mi abuelo paterno, cuyo apellido español “Arias” enmascara el hecho de que era hijo ilegítimo de un tal Arias con su criada adolescente (y probablemente menor de edad) de ascendencia aborigen. En todo caso, esa partición en tres cuartas partes es obviamente absurda, por cuanto jamás me he imaginado dividido en cuatro y tampoco existe un método científico capaz de separar mi sangre de esa manera, ni de diferenciarla de la ningún otro ser humano.
La religión no pareció ser un aspecto determinante en ninguna de las ramas de mi familia. Ni mis abuelos ni mis padres fueron practicantes (mi abuela Lucía a lo sumo iba a hacer sociales al Club Hebraica y preparaba un delicioso gefilte fish) y yo no he pisado jamás una iglesia de ningún credo como no sea por un interés histórico y cultural.
Es verdad que en muchos países (y así es en Argentina), los nexos entre personas de origen judío van a menudo mucho más allá de unas creencias o prácticas religiosas que no siempre existen. Probablemente como consecuencia de las persecuciones y la consecuente dispersión, las familias inmigrantes recién establecidas en Buenos Aires o en Nueva York crearon lazos que, en el caso de las comunidades judías, a menudo iban más allá de la religión y se vinculaban sobre todo a actividades económicas, sociales y culturales. Ante la adversidad, debió de parecerles esencial exacerbar la importancia o la trascendencia de personalidades de origen judío, quizás como un modo de autoafirmación. Eso no quita que, llevado a un extremo, todo enaltecimiento de una cultura por sobre las demás siempre conlleve sus peligros. Está muy bien resaltar la música de Félix Mendelssohn, pero más por su calidad artística que por el origen del compositor. Y el propio Mendelssohn era amigo de Schumann y gran admirador de la música de Beethoven y de Schubert, quienes de judíos no tenían nada.
Es posible regodearse en el hecho de la cultura judía pensando en Hannah Arendt, George Gershwin, Marc Chagall, Franz Kafka, Susan Sontag, Bob Dylan, y un largo etc. Pero eso no quita que podrían hacerse listas igual de extensas y trascendentes con personalidades de cualquier otra religión u origen. Y así como me refiero a listas en positivo, del mismo modo podrían establecerse listas de personajes nefastos adscribibles a todas las religiones o culturas. Al fin y al cabo, fuera de la fe en sí misma, y especialmente si se carece de ella, ser judío acaba siendo una cuestión muy subjetiva, en muchos casos un sentimiento de pertenencia a un grupo (algo que entiendo y respeto: todos necesitamos sentirnos parte de algo).
En muchas épocas de la historia, como le sucedió a Klemperer, a causa de la discriminación y las persecuciones el grupo quedaba delimitado en sentido negativo. En mi caso personal, el origen judío ha sido algo que siempre estaba ahí, sin tener demasiado claro para qué.
En Argentina se usa sólo el apellido del padre, de modo que ese “Arias” a secas me libró en general de toda suspicacia y me abandonó a la aparente “neutralidad” de los apellidos cristianos en occidente. De hecho, el rector de mi instituto, amparado en la garantía que parecía consagrar dicho apellido, llegó a confesarle a mi madre durante una reunión escolar que el problema del colegio era que estaba “demasiado lleno de judíos”.
Cuando obtuve la nacionalidad española, sin embargo, a ese Arias se sumó mi apellido materno. Recuerdo un viaje a Londres hace más de una década durante el cual me hospedé en un hotel atendido por personal pakistaní. Al ver el segundo apellido en mi documento, lo primero que hicieron fue consultar mi opinión sobre la situación entre Israel y Palestina. No sé qué respuesta o reacción esperaban de mi parte, pero no tuve problema en explayarme, explicándoles que de ningún modo apoyaba la política de ocupación israelí. No creo que la vehemencia de mis palabras cambiase en lo más mínimo la situación internacional. Dudo también que en el hotel recibieran con una pregunta semejante a todos sus huéspedes, pero bastó que vieran mi segundo apellido para sentirse con derecho a inquirirme.
Ante el genocidio que está perpetrando ahora mismo Israel en Gaza, yo mismo, al igual que Klemperer en su momento, he notado la carga implícita de mi apellido. Ni siquiera ha sido necesario que los demás, como los empleados de aquel hotel, me preguntasen nada. En cambio, he sentido que el mero hecho de portar mi apellido me obligaba a desmentir aquí y allá lo que ese apellido por sí solo parece afirmar. Y así vengo haciéndolo cada vez que “Goldestein” sale a colación.
En ocasiones mis explicaciones acaban en una discusión. A menudo personas conocidas de origen judío (desde ya, no todas) dudan bastante antes de emitir una opinión. Incluso si en lo más interno se oponen a la política del gobierno israelí, prefieren no exponer abiertamente lo que piensan, como si hacerlo implicase una traición. ¿Pero traición a qué?
Un artículo publicado por Casey Schwartz en The New York Times en enero de este año recaba también en la experiencia de Klemperer, pero desde una perspectiva por completo diferente. La autora critica de forma no demasiado velada el hecho de que Klemperer no se sintiese a sí mismo “judío”, le reprocha su conversión al protestantismo (algo muy generalizado en la época dado el alto grado de antisemitismo en la sociedad alemana; el propio Mendelssohn era converso) y el hecho de que necesitase la irrupción del nazismo para tomar conciencia de su condición de “judío”. Es decir, le reprocha su falta de implicación con el “grupo”. Pero entonces, al igual que ahora, no existía en el planeta un único “grupo judío” sino que quienes portaban esos apellidos se inscribían en segmentos de personas diversos con un origen cultural, social, religioso e ideológico muy diferente. Lo que Schwartz critica a Klemperer, en realidad, es no ser sionista, defender su propia individualidad intelectual como ciudadano europeo alemán por encima de cualquier pertenencia al que, según Schwartz, debería ser su grupo correcto.
Grupo correcto que, por extensión, debería también ser el mío, sin importar que, en este momento, una parte de dicho grupo esté perpetrando matanzas indiscriminadas contra gente indefensa con una crueldad similar a la del holocausto. Sin importar que, tras décadas de ocupación, se ponga como excusa para el exterminio un ataque terrorista, siguiendo la misma lógica con la que el asesinato de un oficial nazi era castigado con el fusilamiento de todos los hombres de una población, o de toda la población.
Pero no. Por portar un apellido uno no está obligado a taparse los ojos ni cerrar la boca. Es como si la azarosa unión de esas letras en mi documento tuviese que condicionar lo que pienso y lo que soy, y me condenase tácitamente a apoyar (si no me preocupo por afirmar lo contrario, y lo hago ahora en estas líneas) una ocupación y una masacre que no me representan y que condeno sin contemplaciones.