La risa como estrategia de combate
Louis Armstrong y la actitud ante el racismo
"El señor rey del jazz y vástago caníbal, Louis Armstrong, lleva la cabeza bien afeitada exhibiendo su fisonomía de hipopótamo. Agitando una trompeta ordinaria y un pañuelo gigante, salta hacia la audiencia, muestra los dientes, resopla, lanza uno de los gritos primitivos típicos de sus ancestros negros salvajes del África y lo alterna con un áspero rugido de gorila. Físicamente, probablemente descienda de los ancestros de los gorilas.” Así rezaba la crítica a uno de los conciertos realizados por Louis Armstrong en Copenhague, Dinamarca, en 1933. Y otra crítica añadía: “Esto resuelve la vieja disputa sobre la posesión de lenguaje por parte de los simios.”
Para entonces Louis ya tenía 32 años y era uno de los músicos más reconocidos y mejor pagados no sólo del jazz sino de la música popular en general, con una extendida fama internacional. Pero eso no le evitaba seguir siendo víctima del racismo.
No es que el racismo de los públicos europeos le tomase desprevenido. Ya estaba bien curtido con el racismo de casa. Tras hacer carrera en Nueva York y en Chicago, en 1930 regresó a su Nueva Orleans natal para hacer una serie de conciertos con su orquesta. En el sur de la segregación, todos esos conciertos tenían lugar en locales para público exclusivamente blanco. Los negros tenían vedada la entrada. Con la intención de compensar la situación, Louis decidió por eso organizar un gran concierto para público negro, que sería el cierre de su visita. Cuando ya estaban vendidas todas las entradas, un amplio dispositivo policial impidió al público la entrada al recinto: sin dar más explicaciones, la administración de la ciudad había cancelado el evento.
Al año siguiente, en otra gira por el sur, Louis y su banda fueron detenidos en Memphis, a mitad de recorrido, cuando a los empleados de una terminal de autobuses les desagradó contemplar a varios negros pulcramente vestidos viajando en un bus de buena categoría con asientos reclinables y en compañía de una mujer blanca (la esposa del agente de la banda). Uno de los músicos narró luego el suceso con ironía: “Cuando el bus llegó a Memphis, todos estos tíos rodearon el vehículo, absortos ante el espectáculo inconcebible de hombres de color con ropas inmaculadas, uno de los cuales, ¡Dios no lo permita!, conversaba relajado, como si fuese un ser humano, con una tía blanca.” A continuación, se les pidió a todos que descendieran del autobús y subieran a un vehículo destartalado. Como Armstrong y los demás se negaron, llegó la policía, que esposó a toda la banda y la condujo a un calabozo. Sólo consiguieron ser liberados gracias a la intercesión del agente de Louis, Johnny Collins, un gángster con aspecto de gángster que llevaba siempre un puro pegado a la boca y era, por supuesto, blanco. “En aquellos tiempos,” explicaba Armstrong muchos años después, “para ir al sur, era necesario contar con un blanco de confianza que, si estabas en problemas, pudiera decir ‘éste es mi negro’. Si no contabas con eso, no eras nada, no existías, eras sencillamente un negro. Pero si llegaba un tío blanco y les decía a los demás blancos ‘éste es mi negro’, te librabas del problema. Porque no te respetaban a ti, pero respetaban esa idea de propiedad.”
Pero este eventual salvador blanco no siempre era una garantía. En el comedor del barco que los llevaba a Londres en 1932 para una serie de conciertos, un Collins bastante borracho le pidió a Armstrong que modificara su repertorio y su modo de tocar música. Louis intentó darle evasivas, pero ante la insistencia del agente, se fastidió: “Mira”, le dijo, “podrás ser mi manager, el peor matón y conseguir los mejores conciertos, pero una vez que estoy en el escenario con mi trompeta y tengo algún problema, ni tú ni nadie puede ayudarme. Así que tocaré lo que a mí me parezca.” Collins se puso de pie furioso y gritó delante de todo el mundo: “¡Sacad a este negro de mi vista!”. En realidad, lo que dijo fue peor, porque el término empleado no fue “negro” sino “nigger”, el epíteto más racista y despectivo imaginable. Armstrong también estaba furioso. “El ambiente se caldeó,” explicó luego, “y lo primero que hice fue mirar hacia la mesa, donde había una botella de vino. Después de que pronunciara esa palabra, lo único que yo quería hacer era coger la botella y estrellársela en la cabeza. Pero luego miré a mi alrededor y lo pensé dos veces. Todos en el comedor reprobaban la actitud de Collins, pero si yo me hubiese levantado y le hubiese partido la cabeza, por mucho que yo tuviese razón, la opinión de los demás habría cambiado. Al fin y al cabo, cabrón y todo, él no dejaba de ser blanco. Así que me contuve y no hice nada.”
El racismo tampoco se acababa en el sur de los Estados Unidos. Con su popularidad y sus récords de venta de discos, Armstrong fue pronto codiciado por Hollywood. Pero mostrarlo en pantalla constituía un problema para los productores. ¿Cómo presentarlo de tal modo que no se “ofendiese” ningún tipo de público? Aunque el gran Bing Crosby, amigo y admirador de Louis, solicitó que apareciese a su lado en la película de 1936 “Pennies from Heaven”, la condición de los productores fue que no interpretasen ningún número musical juntos (tendrían que esperar hasta 1956 para compartir la pantalla en “High Society”). Además, para marcar las distancias, a Louis le tocó encarnar a un ladrón de gallinas semianalfabeto.
Al año siguiente, la actriz blanca Martha Raye exigió cantar un dueto con Armstrong en la película “Artists and Models”, pero para que le permitiesen hacerlo, ella fue forzada a tiznarse el rostro y la piel con betún. No fuera a ser que el público se escandalizase al ver a un hombre negro y a una mujer blanca interactuando.
Estamos ahora en 1969. En la gran pantalla Barbra Streisand, con ropas del siglo XIX, canta “Hello Dolly” rodeada de un coro y una orquesta. De pronto, una figura emerge dirigiendo la orquesta. No hace falta que nadie lo presente, es Louis Armstrong, que hace un cameo en la película. Un cameo nada injustificado, ya que, gracias a su grabación de la canción en 1964, Louis ha contribuido en gran medida al éxito tanto del musical como del filme del mismo título. Mientras canta junto a Streisand, Louis baila con su cuerpo, gesticula abriendo enormes los ojos y la boca, y en ningún momento pierde la sonrisa. Para entonces, Armstrong tiene ya casi 70 años y es un ícono tanto en el mundo de la música como del espectáculo. Pese a eso, su contribución como artista no deja de ser puesta en entredicho. Buena parte de la crítica musical le recrimina ser demasiado comercial, y estrellas negras del jazz más jóvenes, como los también trompetistas Miles Davis y Dizzy Gillespie, reniegan de su gestualidad y de su risa. Les parece que al no dejar de sonreír está arrodillándose ante el poder del mundo blanco, que está cediendo frente al racismo, representando a una especie de Tío Tom.
Tomadas en su contexto, sus críticas se entienden. Tanto Miles como Dizzy y sus contemporáneos eran veinte años más jóvenes, y en esos veinte años había transcurrido una generación, dejando la esclavitud un poco más lejos. Ambos eran hijos de profesionales (el padre de Miles era dentista, el de Dizzy director de una orquesta) y, a diferencia de Armstrong, no habían nacido en el sur. Del padre de Louis, en cambio, se sabe poco más que el nombre, porque en la miseria de Nueva Orleans lo abandonó al poco de nacer, mientras que su madre, de 16 años cuando nació Louis, subsistía como empleada doméstica (en el mejor de los casos). Louis aprendió a tocar música en un reformatorio.
Es verdad que, siendo de otra época y con otra educación, el estilo escénico de Armstrong les chocaba a los jóvenes. Miles se vanagloriaba de no sonreír en escena, y en ocasiones incluso le daba la espalda al público. En su opinión, la música debía valer por sí misma. Dizzy, en cambio, daba rienda suelta al humor durante sus conciertos, pero era un humor sofisticado y con frecuencia irónico. De hecho, en tiempos de Martin Luther King y Malcolm X, no eran pocos los que se ofendían con las sonrisas y las gesticulaciones de Louis.
Sin embargo, sería falso decir que Armstrong era ajeno a la lucha o pasivo ante el racismo. Tras la ignominiosa cancelación de su concierto en Nueva Orleans, Louis grabó su clásico tema “When It’s Sleepy Time Down South” (Cuando es tiempo de dormir en el sur), pero hacia el final modificó la letra reemplazando la palabra “Sleepy” por “Slavery” (esclavitud), dejando así patentes sus sentimientos ante miles de personas.
Su canción de 1935 “Old Man Mose”, donde se proclama repetidas veces que el viejo Mose está muerto y estiró la pata, podría parecer hoy un divertimento inconsecuente. Pero “Old Man Mose” era en el Harlem de aquella época sinónimo del estereotipo de hombre negro pasivo, de Tío Tom. Al proclamar su muerte, la letra llamaba, aunque los oyentes blancos no se enterasen de ello, al orgullo negro y a la rebeldía. Y aunque no le partiera la cabeza con una botella, Louis rompió de inmediato relaciones con su agente tras ser insultado.
En 1957 se produjo la crisis de Little Rock, cuando el gobernador de Arkansas impidió a nueve estudiantes negros la entrada a un colegio antes segregado. La imagen de los niños negros apaleados por la multitud blanca fue difundida por televisión. En ese preciso momento Louis estaba siendo entrevistado por un pequeño periódico local y estalló en cólera: “Teniendo en cuenta lo que le están haciendo a mi gente en el sur, Eisenhower puede irse al infierno”, fueron sus palabras, dirigidas al presidente de Estados Unidos. Desconcertado, el periodista le consultó si realmente quería que publicase eso, si no prefería matizar sus dichos. De ninguna manera, fue la respuesta de Louis, y sus declaraciones tuvieron repercusión internacional. Pero tampoco eso convenció a sus detractores. Sammy Davis Jr., por ejemplo, expresó que desconfiaba de la honestidad de Louis: si no había hablado antes, no entendía por qué hablaba ahora.
Lo cierto es que Armstrong desarrolló las primeras fases de su carrera en un país donde, resistirse abiertamente a la discriminación, habría implicado su desaparición de los escenarios. Un país en el que los músicos negros, no sólo en el sur sino incluso en Nueva York, a menudo tocaban en salas donde a ellos no se les permitía asistir como público. Ya en los años 30 la propia prensa de Harlem debatía si era más productivo que los grandes talentos negros apareciesen en el cine o en Broadway aunque fuese en roles poco dignos, o si debían en cambio abstenerse de participar. Es decir, luchar desde dentro, haciendo ver su presencia y ganando terreno poco a poco, o mantenerse en el anonimato, en la oscuridad. Una de las primeras películas de Louis Armstrong, un cortometraje de 1932, lo presenta como un salvaje vestido con una piel de leopardo. Pero como comentaba el crítico Gary Giddins, una vez que Louis empieza a tocar su trompeta y a cantar, su talento y su carisma derrotan a cualquier contexto. Cuando despliega su arte, ya lo vemos sólo a él. De hecho, Louis fue pionero para los afroamericanos en muchos aspectos: además de ser uno de los primeros negros en aparecer en Broadway, fue el primero en tener su propio programa radial.
Ponernos a juzgar sus gesticulaciones al cantar o su sonrisa, resulta también en realidad un poco racista. Son muchos los cantantes en la actualidad que gesticulan de forma natural para lograr efectos vocales, y también eran muchos los que lo hacían en los años 30 del siglo pasado, tanto en la música popular como en la ópera. Además, Armstrong se consideraba a sí mismo (y lo era) no sólo músico sino también actor y comediante. Nadie les recriminaba sus gesticulaciones a artistas exitosos como Al Jolson o, luego, Jerry Lewis. Lo que sucedía es que Louis era exitoso, pero también era negro. Y la sonrisa de un negro tenía implicaciones diferentes.
“Siempre adoré el modo en que Louis tocaba la trompeta”, explicó Miles Davis en una ocasión, “pero odiaba su forma de sonreír para apaciguar a ciertos tíos blancos. Detestaba ver eso, porque en realidad Louis era moderno, tenía conciencia de la situación de los negros y era una persona encantadora.”
El propio Armstrong, de forma completamente consciente y lúcida, resumía la función de su sonrisa durante una entrevista en Suecia en fecha tan temprana como 1933: “Los negros hemos creado el jazz. Los músicos blancos nos han seguido, pero aún no nos han alcanzado y creo que nunca lo harán. Porque esta música es precisamente una expresión de algo que vive dentro de nosotros y que los blancos nunca entenderán del todo. La abolición de la esclavitud explica cómo nació el jazz. El negro ha creado dos tipos de música. En primer lugar, los melancólicos spirituals, tan populares en tiempos de la esclavitud. Y ahora el jazz, que constituye una reacción, porque ahora nos atrevemos a reír y a sonreír: ahora tenemos dignidad como personas”.
Quizás el corolario le corresponda a Dizzy Gillespie, quien escribió en su autobiografía: “En realidad, yo también tenía mi propia manera de gestionar el racismo. Todas las generaciones de negros desde la esclavitud tuvieron que desarrollar la suya, el modo de acomodarse a sí mismos para subsistir en una situación básicamente injusta. Con el tiempo fui comprendiendo que lo que en Louis me había parecido una sonrisa condescendiente con el racismo era, en realidad, su completa negativa a que nada, ni siquiera el odio generado por el racismo, le robase la alegría de vivir ni borrase su fantástica sonrisa.”