San Sebastián se rinde al sobrevalorado Almodóvar
Meterse con Pedro Almodóvar, sacerdote de la cultural oficial desde aquella movida madrileña en la que Alaska, hoy amiga de Jiménez Losantos, practicaba la lluvia dorada y McNamara, hoy furibundo fascista, esnifaba pintauñas, parece un deporte reservado a Carlos Boyero, pero somo unos cuantos los que hace muchos años que no aplaudimos al manchego. Cuesta entender que un cine tan impostado, acartonado y repetitivo siga disfrutando de tal colección de aduladores políticos, mediáticos y culturales. Por eso, y aprovechando tan prestigioso galardón a toda a una carrera, vamos a hacer balance de su cine.
Negar que Almodóvar es parte de la modernidad española sería una idiotez porque es cierto que su cine, ese gazpacho en el que mezcló el lenguaje publicitario con pop art, John Waters y Douglas Sirk, trajo un aire fresco a un país todavía rancio, machista y homófobo, de militares golpistas y películas de Paco Martínez Soria, Manolo Escobar o Mariano Ozores. Ese primer Almodóvar (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Laberinto de pasiones y Entre tinieblas) era un cine disparatado y cutre, pero revoltoso. Necesario, como dicen los cursis. Luego, con un personaje público ya muy pulido, y siendo parte del famoseo nacional (una especie de Andy Warhol, troupe incluida), Almodóvar fue abandonando el undeground de forma muy astuta y con ¿Qué he hecho yo para merecer esto? aceptó las reglas de la narración cinematográfica clásica.
Almodóvar empezó a tomarse demasiado en serio y a repetirse y sus películas pasaron de ser comedias con toques de drama a dramones con pinceladas de comedia ramplona
Tras jugar con el cine negro de manera torpe en Matador y en La ley del deseo, en 1988 llegó su película más redonda: Mujeres al borde de una ataque de nervios, gran comedia con toques de melodrama y en la que todo funciona: los magníficos diálogos, la fotografía de José Luis Alcaine, la dirección de arte, el reparto, con una inmensa Carmen Maura, y una muy imaginativa y poderosa dirección. La película, además, supuso el reconocimiento internacional de Almodóvar al ser nominado al Oscar a la Mejor película extranjera.
Tras este merecido éxito, Almodóvar siguió en forma con ¡Átame!, pero a partir de esta película su cine cambió. En la malograda Tacones lejanos, en la que volvió al cine negro, Almodóvar empezó a tomarse demasiado en serio y a repetirse y sus películas pasaron de ser comedias con toques de drama a dramones con pinceladas de comedia ramplona. Y justo cuando había funcionado el giro de la bata de guatiné a los honores académicos y las portadas del Grupo Prisa, llegó uno de sus más clamorosos bodrios. En Kika lo que antes era talento visual e ingenio para los diálogos, se convirtió en algo mecánico, barato y de pésimo gusto, como demuestra el supuesto “humor” de la escena de la violación.
En los Premios Goya del año 2000, Pedro Almodóvar expuso, sin complejos y ante todo el país, su transición a la oficialidad
En The Washington Post, Desson Thomson avisó: “Algo alarmante le ha pasado a Almodóvar: se ha vuelto común y predecible”. Thomson dio en el clavo. Tras otro acartonado y exagerado melodrama titulado La flor de mi secreto y Carne trémula, nueva incursión fallida en el cine negro, llegó su primer Oscar con Todo sobre mi madre. Inspirada, por ser amables, en Eva al desnudo, de Mankiewicz, y en Opening Night, de Cassavetes, su guion es una sucesión de despropósitos y diálogos ridículos (“Ella está enganchada al caballo, pero yo estoy enganchada a ella”) culminados con Toni Cantó travestido y con acento argentino, una de las secuencias más ridículas que un servidor ha visto en una pantalla. Aún recuerdo las risas en el patio de butacas.
En los Premios Goya del año 2000, Pedro Almodóvar expuso, sin complejos y ante todo el país, su transición a la oficialidad. Dirigiéndose al entonces príncipe Felipe, presente en la sala junto a Mariano Rajoy (nada menos que ministro de Educación, Cultura y Deporte con Aznar), lo llamó “su alteza” y, sin despeinarse, soltó: “Naturalmente este Goya va por usted”. Pero el bochorno de aquella noche no acabó a ahí. La concurrencia, animada por Almodóvar, comenzó a cantarle el cumpleaños feliz al heredero real. Qué lejos quedaban las actuaciones en la sala Rock-Ola. “Voy a ser mamá, voy a tener un bebé, le llamaré Lucifer”.
Su consagración académica llegó con un filme todavía peor: Hable con ella, una película que hoy no se podría rodar. Afortunadamente. Me explico: la película trata sobre un tipo que se enamora de una bailarina que entra en coma y la viola mientras está postrada. También sobre un sensible periodista que se enamora de una torera que tiene un accidente y acaba en coma en la misma habitación de la bailarina violada.
El resultado, que le valió a Almodóvar su segundo Oscar (Mejor guion), es una amanerada película articulada con el lenguaje del melodrama y con saltos en el tiempo que pretenden camuflar lo inevitable: lo vacuo e impúdico de todo el conjunto.
Hable con ella, con la habitual dosis de mal gusto (enfermeras hablando de “cipotones”, una recepcionista comentando el mojón que acaba de echar en el baño o conversaciones sobre misioneros violadores y pederastas) tiene dos momentos especialmente bochornosos. Uno es el clip musical “Cucurrucucú, paloma”, con Caetano Veloso cantando en una mansión donde vemos a parte del clan Almodóvar: la modista Elena Benaroch, Martirio, Marisa Paredes, Cecilia Roth... El otro es un corto dentro de la película (sin venir a cuento) llamado Amante menguante y en el que vemos a un Fele Martínez diminuto entrando por la vagina de Paz Vega. Algo tremendo.
Tras la fracasada La mala educación, en la que aborda la pederastia en la Iglesia en un guion muy pobre, Almodóvar rodó su penúltima mejor película: Volver. En esta comedia, en la que recuerda los patios de su infancia y a sencillas mujeres como su madre, obró el milagro: le gustó hasta a Boyero. Por desgracia, con Los abrazos rotos Almodóvar volvió a su habitual cine pretencioso y afectado y Boyero no perdonó: “Lo que observas y lo que oyes te suena a satisfecho onanismo mental. Y no te crees nada, aunque el envoltorio del vacío intente ser solemne y de diseño”.
Continuó Almodóvar con la ridícula La piel que habito (pocas veces he visto a un actor hacer más el ridículo que Roberto Álamo en esta película), la “comedia” aérea Los amantes pasajeros (quizás su peor película) y el mediocre y fatuo drama Julieta.
Su última buena película es Dolor y gloria. Buena por honesta (habla de sus dolencias físicas y reflexiona sobre su carrera) y porque en ella hasta un actor tan malo como Antonio Banderas está bien. Quizás en vez de Asier Etxeandia mal envejecido, Almodóvar debería haber llamado al gran Eusebio Poncela para su personaje, pero lo cierto es que la película, crepuscular y ensimismada, carece de ridículos giros de guion, tiene buenos diálogos y no es pretenciosa.
Lo que vino después fue Madres paralelas, otra mala película, y dos cortos en inglés, un entrenamiento para su tardío salto a ese idioma con La habitación de al lado. El primero fue La voz humana y el resultado es la pura repetición: mujer de clase alta abandonada y desquiciada (y que quema su casa, como en Mujeres al borde de un ataque de nervios), muchos colorines, ropa de marca, cameo de su hermano, música de Alberto Iglesias, los libros que lee y las películas que ve en primer plano (un complejo cultural del que Almodóvar no ha sabido librarse nunca), guiños a Bergman y a Lars von Trier…
El balance final es triste, Almodóvar ha sido el mejor vendiendo su producto en el mercado, pero también ha sido esclavo de sí mismo
El segundo corto fue un patético y artificioso western titulado Extraña forma de vida.
El balance final es triste, Almodóvar ha sido el mejor vendiendo su producto en el mercado, pero también ha sido esclavo de sí mismo, de su propia franquicia. Lo almodovariano se lo ha comido y ha acabado con él. Almodóvar no ha innovado, no ha buscado, no se ha retado, no ha salido de su burbuja, no se ha interesado por nada que no sea lo almodovariano. Y como tantos gurús del cine “de autor”, ha creído tener siempre algo que contar y ha rechazado acudir a otros guionistas, otras miradas.
El cine de Almodóvar me recuerda a unas sabias palabras de Sidney Lumet, director de 12 hombres sin piedad entre otros muchos peliculones: “Los críticos hablan del estilo de un director como si fuera algo separado de la película porque necesitan que el estilo sea algo obvio. Y la razón que necesitan para que sea así es que no saben ver el estilo que no sea obvio. Si la película parece un anuncio o usa muchos teleobjetivos, eso es estilo para ellos. El estilo de Ran nada tiene que ver con el de Los siete samuráis y las dos son de Kurosawa. Tampoco el de El padrino y Apocalypse Now y las dos son de Coppola. El estilo debe tener una conexión orgánica con el tema de la película. Hay que saber diferenciar a los estilistas de los decoradores, que se reconocen enseguida. Y a los críticos les encantan los decoradores”.