Todavía no habéis oído nada
Luces y sombras, sonidos y silencios, en los primeros años del cine sonoro
El público en la sala de cine es heterodoxo. Hay gente que habla inglés, italiano, español, polaco, ruso o yiddish. Estamos en un cine de la ciudad de Nueva York en 1917, en medio de la enorme oleada inmigratoria que llega desde una Europa asolada por la guerra, el hambre y las persecuciones. Si sacásemos a esa gente de la sala, la gran mayoría tendría enormes dificultades para comunicarse entre sí, chapurreando apenas unas pocas palabras comprensibles para los demás en alguna de sus propias lenguas o en un inglés que pocos dominan realmente. Dentro de la sala, sin embargo, todo se iguala. Porque el cine todavía es mudo y depende para contar sus historias apenas de la imagen. Es cierto que cada tanto aparece un rótulo escrito entre escena y escena, pero basta con que algún integrante de cada grupo consiga descifrar algo y lo traduzca para que todos puedan comprender la película. Los rótulos, por otra parte, suelen ser muy breves, e incluso sin leerlos es posible seguir más o menos la trama.
El cine nació mudo por dificultades técnicas, pero eso, paradójicamente, entre 1894 y 1928 lo volvió un arte universal. Es verdad que experimentos para reunir imagen y sonido existieron desde la invención misma del cinematógrafo. El primero del que se tenga noticia lo realizaron Thomas Alva Edison y William Dickson en 1894. La película dura apenas 17 segundos y muestra a dos hombres bailando (presumiblemente Edison y Dickson) mientras otro toca el violín ante un fonógrafo que en ese mismísimo instante graba el audio mientras la escena se filma. La idea era ver si luego podía lograrse la ilusión de imagen y sonido simultáneos, reproduciendo la grabación y las imágenes al mismo tiempo. Era aún una meta difícil de lograr, ya que por entonces el único modo de visionar esa breve película era gracias al kinetoscopio de Edison, aparato precursor del cinematógrafo que permitía ver la escena a un único espectador colocado de pie ante la máquina. Habría que esperar todavía un año hasta que los hermanos Lumière consiguiesen proyectar los filmes en una pantalla.
Hasta 1926 todos los sistemas resultaron deficientes y no pasaron de ser eso, experimentos. Mientras tanto, el cine, dotado sólo de imagen, fue desarrollando su lenguaje sin otro sonido que el que pudieran aportar uno o más músicos en la sala.
La universalidad del cine no involucraba sólo a los espectadores, sino a la industria en sí misma. Por ejemplo, aunque todos los personajes de ficción en una película fueran franceses, era habitual que los encarnasen intérpretes alemanes, rusos, ingleses e italianos. Daba igual que el reparto no se entendiese entre sí durante el rodaje o que al actuar todos hablasen lenguas diferentes. Lo único que les llegaba a los espectadores era su gestualidad.
Con la llegada de la década de 1920, las tramas se volvieron más complejas y en muchos casos se produjo un exceso de rótulos escritos en medio de cada escena. La industria, de todos modos, halló la solución. Las películas se exportaban a todas partes traduciendo esos rótulos complejos a todos los idiomas imaginables. Muchos grandes artistas, sin embargo, rechazaban tanta explicación. En su opinión, las imágenes debían valer por sí solas. Cineastas como Charles Chaplin o Buster Keaton limitaban los rótulos a lo mínimo indispensable, con textos básicos como “Luego” o “El padre”. Otros se propusieron incluso hacer cine puro, como el alemán F. W. Murnau, quien en su obra maestra “El Último” (Der Letze Mann, 1924) utilizó apenas un único y solitario rótulo, y éste para indicarle al público que si hubiera sido por él la historia habría terminado allí, con un final trágico acorde a la realidad, pero que el estudio y los productores lo habían forzado a filmar el inverosímil final feliz que se vería a continuación.
Para empezar, los micrófonos, demasiado sensibles, lo captaban todo
Mientras los técnicos seguían experimentando con el sonido, el cine mudo florecía como si la cosa no fuera con él. Pero entonces, hacia 1926, se produjo el colapso. Tras tres décadas de intentos fallidos, por fin se consiguió dar con sistemas que garantizaban una buena sincronización entre sonido e imagen. Al principio grabando el audio en discos especiales y reproduciéndolos de forma paralela a la proyección, luego con el sonido adosado a la propia película gracias a una banda magnética. Ya no había que esperar más: comenzaba la era del cine sonoro.
No todos la festejaron. Tras tantos años de silencio, el cine mudo se había consolidado y tenía su propia estética y sus ritmos narrativos específicos. Grandes artistas como el propio Chaplin o el soviético Sergei Eisenstein (director de la memorable “El Acorazado Potemkin” (1925) entre muchos otros clásicos) se opusieron con firmeza a la llegada del sonido que, en su opinión, destruiría al cine en tanto arte. Chaplin se resistió tanto que en fecha tan tardía como 1936 estrenó una película muda, mordaz crítica al carácter inhumano de la era industrial, cuyo título fue, paradójicamente, “Tiempos Modernos”.
Analizando hoy en día las películas sonoras de 1927-30, los agoreros del fin del cine como arte no se equivocaban del todo. Las cámaras de cine mudo eran pequeñas, portátiles, y podían trasladarse (y se trasladaban) sin gran dificultad a todas partes: se subían a coches, a barcos, a aviones, se escalaban con ellas los grandes picos helados y se sumergían en el agua. Las primeras cámaras sonoras, por el contrario, eran inmensas, pesadas, y obligaban a una gran cantidad de restricciones.
Para empezar, los micrófonos, demasiado sensibles, lo captaban todo. Durante la filmación de “Los cuatro cocos” (“The Cocoanuts”, 1929), el primer largometraje sonoro de los hermanos Marx, fue necesario humedecer un mapa que manipulaban Groucho y Chico porque el ruido del papel al doblarse impedía oír los diálogos. La alta sensibilidad de los micrófonos obligaba además a escenas muy estáticas en las que los personajes apenas se movían de su sitio cuando pronunciaban sus diálogos. De ser un medio caracterizado por su versatilidad en cuanto a montaje y ritmo, el cine pasó a replicar ahora las limitaciones de un escenario teatral.
Todo evolucionaba a un ritmo frenético. Las primeras películas sonoras, en 1926-27, alternaban aún escenas mudas con otras habladas, y mantenían el uso de rótulos escritos aquí y allá
Todo eso no parecía importarle demasiado al público de las primeras películas sonoras, fascinado por el sólo hecho de escuchar a los personajes hablar y cantar. Además, había gran curiosidad por saber qué voces tenían en realidad sus artistas favoritos del cine mudo. El problema es que esas voces no siempre se ajustaban a la imagen que dichos intérpretes habían creado en la pantalla muda. Como quedó reflejado en el clásico del cine musical “Cantando bajo la lluvia” (“Singin’ in the Rain”, 1952), con frecuencia célebres galanes resultaban poseer voces demasiado agudas o rasposas para los personajes que solían interpretar. El cine sonoro, por ejemplo, implicó el fin de la carrera del famoso cómico Raymond Griffith, quien había perdido la voz debido a una enfermedad infantil y ante el micrófono apenas podía emitir un susurro. En los pocos cortometrajes sonoros que hizo antes de dar por concluida su carrera, su personaje aparecía siempre convenientemente resfriado.
Muchos intérpretes cinematográficos que solían trabajar en países extranjeros se vieron forzados a volver a sus naciones de origen debido a un pobre nivel de inglés, alemán o francés. Otros hablaban con fluidez las lenguas requeridas, pero, aunque estupendos con la mímica, eran incapaces de pronunciar diálogos de forma creíble. Los hubo que, con esfuerzo y clases de dicción, aprendieron a hablar. Otros debieron dejar el cine y dedicarse a otra cosa. La pantalla se llenó de artistas del vaudeville y del teatro (como los propios hermanos Marx), para quienes la declamación y la verborrea no representaban ningún desafío.
Todo evolucionaba a un ritmo frenético. Las primeras películas sonoras, en 1926-27, alternaban aún escenas mudas con otras habladas, y mantenían el uso de rótulos escritos aquí y allá. Incluso la famosa “El Cantante de Jazz” (“The Jazz Singer”, 1927), protagonizada por el célebre Al Jolson y considerada de modo general, debido a su éxito, la primera película sonora, tenía múltiples escenas silenciosas. De hecho, durante varios minutos era en realidad una película muda, hasta que Jolson pronunciaba las inmortales palabras (al mismo tiempo el título de una de sus canciones de 1919) “You Ain't Heard Nothing Yet” (Todavía no habéis oído nada).
Estos extraños híbridos no tardaron en desaparecer. El público general no quería saber nada del cine mudo y hacia 1929 se anunciaba ya, para disipar cualquier duda, que las películas eran completamente habladas. Los carteles cinematográficos lo anunciaban a todo trapo: “This is an All Talking Picture”.
Sólo unos pocos intérpretes extranjeros lograrían continuar sus carreras en Hollywood tras la llegada del sonoro, como la sueca Greta Garbo o la alemana Marlene Dietrich, cuyos acentos parecían acentuar el misterio de sus personajes
En una época en la que todavía no existían técnicas de doblaje, los acentos de los intérpretes al hablar también condicionaban sus papeles. La protagonista de la primera película sonora de Alfred Hitchcock, “Blackmail” (1929), era la entonces famosa actriz checa Anny Ondra, quien poseía un aceptable nivel de inglés. El problema es que el guion exigía que su personaje fuera una chica de los suburbios londinenses y su acento resultaba incompatible con la historia. Dado que Ondra era una gran estrella y ya estaba contratada (la película inicialmente iba a ser muda), tuvo que improvisarse una solución. Para ello, en cada escena donde Ondra debía hablar, se decidió que moviera los labios mientras, a su lado y fuera del campo de la cámara, la actriz británica Joan Barry pronunciaba todos los diálogos. En premio a su paciencia, Hitchcock haría luego a Barry protagonista en todo derecho de su película “Rich and Strange” (1931).
Sólo unos pocos intérpretes extranjeros lograrían continuar sus carreras en Hollywood tras la llegada del sonoro, como la sueca Greta Garbo o la alemana Marlene Dietrich, cuyos acentos parecían acentuar el misterio de sus personajes.
Para mantener unos mercados internacionales que estaban en riesgo, las grandes productoras decidieron innovar. Puesto que, de momento, era imposible doblar o subtitular las películas, se decidió hacer versiones en distintos idiomas. La película de 1930 “The Big House”, sobre la vida en una prisión, se rodó paralelamente en español, francés y alemán, en los mismos decorados y con idéntico guion, pero con intérpretes hispanohablantes, franceses y alemanes, y con diferentes directores. Y lo mismo ocurrió con la famosa “Drácula” (1931), cuya clásica versión en inglés fue interpretada por Bela Lugosi y dirigida por Tod Browning. La versión española, rodada en los mismos decorados y con un reparto completamente diferente, fue dirigida con una traducción del mismo guion por George Melford y con el español Carlos Villarías (originario de Córdoba) en el papel del conde. Browning filmaba sus escenas durante el día y Melford hacía lo suyo durante la noche (lo que nos lleva a sospechar si Villarías no sería un auténtico vampiro).
El inconveniente era cuando los protagonistas resultaban igualmente irreemplazables, pero no dominaban ninguna otra lengua. Cómicos como Buster Keaton o el dúo formado por Stan Laurel y Oliver Hardy eran famosos en todo el mundo y no podía concebirse la idea de rodar sus películas en otros idiomas sin contar con su presencia
Cuando el éxito de una película dependía de una estrella irreemplazable, se cambiaba todo el reparto menos a la estrella, como en el caso de “El ángel azul” (1930) rodada en inglés y en alemán, en ambos casos con Marlene Dietrich al frente, o “Anna Christie” (1930), rodada en esas mismas dos lenguas y siempre protagonizada por Greta Garbo. El hecho de que tanto Dietrich como Garbo fuesen fluidas en inglés y en alemán facilitaba las cosas.
El inconveniente era cuando los protagonistas resultaban igualmente irreemplazables, pero no dominaban ninguna otra lengua. Cómicos como Buster Keaton o el dúo formado por Stan Laurel y Oliver Hardy eran famosos en todo el mundo y no podía concebirse la idea de rodar sus películas en otros idiomas sin contar con su presencia. Puesto que ninguno de ellos era fluido en otras lenguas, se decidió volver a rodar sus películas sonoras en francés, español y alemán utilizando repartos nativos de esos idiomas, pero con los cómicos insustituibles pronunciando sus diálogos por fonética, bien de memoria, bien leyéndolos al mismo tiempo que los enunciaban. Juzgado hoy, el resultado deja bastante que desear. Por mucha buena voluntad que pusieran los cómicos, en más de una ocasión sus parlamentos casi balbuceados pierden toda comicidad o resultan completamente incomprensibles.
Transcurridos unos años, ya fue posible realizar doblajes o subtitulados, las cámaras y micrófonos mejoraron de forma notable permitiendo rodajes más flexibles, y estas curiosas películas del primer cine sonoro, con imágenes estáticas y sonido imperfecto, a caballo entre una etapa y otra, quedaron en el olvido. Y también quedó en el olvido todo el cine mudo de las tres décadas anteriores. Las productoras consideraron que ya nadie querría ver películas sin sonido, de modo que poco a poco fueron destruyendo las copias y negativos que había en sus archivos. O las libraron a su suerte hasta que los rollos de nitrato siguieron su proceso natural transformándose en cenizas. Tuvieron que pasar otros treinta años hasta que se fundaron las primeras cinematecas y los pioneros historiadores del cine empezaron a considerar esas películas por su valor artístico e histórico, intentando rastrear copias perdidas entre archivos y colecciones privadas de todo el mundo. Aunque la cifra parezca increíble y nos produzca escalofríos, se estima que entre el 80 y el 90 por ciento de todas las películas producidas en el mundo hasta el año 1929 se han perdido para siempre.