Viaje teatral hacia Santa Eugenia a los 20 años del 11M
Durante el pasado fin de semana, primero de marzo de 2024, comenzaron las funciones de Santa Eugenia. Funciones en el sentido convencional del término aplicado a cada representación teatral, aunque Santa Eugenia dista mucho de ser teatro convencional, porque no sucede en un teatro, para empezar, y porque se vive en solitario, aunque el viaje se comparta con otras personas. Ahora lo explicaremos mejor. El caso es que este mismo primer fin de semana de marzo de 2024 se emitió un episodio doble del programa de Jordi Évole en la Sexta, dedicado a recordar cómo se contó desde el periodismo, desde algunos medios como la Ser, Rtve y el diario ABC, el 11M y las sucesivas horas y días hasta las elecciones que dieron el gobierno al Psoe de Rodríguez Zapatero. Ya saben, todo aquello de la versión mantenida por el gobierno de Aznar de que había sido ETA, la manipulación, los bulos, las teorías de la conspiración… todo aquello que cambió para siempre la forma en la que depositamos nuestra confianza como ciudadanos tanto en las instituciones del Estado como en los medios de comunicación.
Al poco de empezar el programa, el maestro Iñaki Gabilondo ya lo indicaba, no sin cierto rubor: en cuanto se dieron cuenta de que el 11M podría influir en las elecciones generales que se iban a celebrar tres días después, las víctimas de los atentados pasaron a un segundo plano. El relato dominante se trasladaba a todo aquel circo infame de políticos mintiendo y midiendo los tiempos a ver si las votaciones salían a favor de los intereses de cada cual, cálculos del poder para mantener el poder. Ese relato, aunque sea en la loable tarea de desmontarlo, es el que vuelve 20 años después al programa de Évole.
El teatro, como medio de expresión cultural y artístico marginal, puede proponer una mirada hacia aquel acontecimiento desde otros lugares, una aproximación a la tragedia a partir del recuerdo y el sentimiento de los que la sufrieron a distancia y desde el anonimato, ni siquiera afectados directamente, aunque ¿quién puede decir que no haya sido afectado de un modo u otro por una conmoción así? Claro que la gente que perdió la vida y sus familiares son el epicentro del sufrimiento, pero ¿qué sucedió un poco más allá, en el espacio y en el tiempo? ¿Cómo lo vivieron los que en realidad solo recibieron los últimos anillos concéntricos de esa especie de onda expansiva emocional?
A las 7:38 del 11 de marzo de 2024, una de las diez bombas estalló en un tren detenido en la estación de Santa Eugenia. Acababa de cerrar sus puertas y se disponía a continuar su marcha hacia Atocha. Hoy la estación y su entorno están muy cambiados. Lo que plantea la “obra” del colectivo Drift es un viaje que parte del Teatro del Barrio, en Lavapiés, baja a pie hasta Atocha, y allí se coge un tren de cercanías de la línea C-2, la principal afectada por los atentados, hasta Santa Eugenia. En la puerta del teatro, integrantes del colectivo te entregan una bolsa de tela con algunas cosas dentro y te piden que te unas a un grupo de whatsapp al que te van a llegar unos audios que te van a acompañar durante todo el trayecto. Importante: no olvides el teléfono ni los auriculares. A partir de ahí, esta especie de deriva, este paseo hacia el pasado, se vive en soledad compartida. El aislamiento sonoro ayuda a ponerse en situación, a colocarse 20 años atrás, a pensar el mundo y la ciudad de entonces y a reflexionar sobre la huella de estas dos décadas sobre nosotras y sobre nuestros entornos. No hay nada escabroso, ni truculento, ni morboso. Al contrario, apela a la luminosidad de las vidas que se acuerpan frente a la tragedia, a la mirada inocente, al sentimiento de unión y comunión surgido en un barrio del sureste, al reconocerse vulnerables y fuertes en el reconocimiento, en la seguridad de que el barrio entero se ha convertido en una gran familia donde prima lo esencial, lo verdaderamente importante.
“Las personas, individual y colectivamente, son muchas veces las grandes olvidadas en las tragedias colectivas. No hablamos de las víctimas directas sino de las colaterales, de aquellas que presencian una tragedia pero no la traspasan de lleno”, señalan Inés Collado y Cristina Marín-Miró, principales impulsoras de este proyecto, dos mujeres que eran niñas en 2004. Tenían solo 7 años. “Esto es para nosotras Santa Eugenia -dicen. Un grupo de niñas que escuchan cosas que no entienden del todo pero que saben que quieren quedarse a escuchar”. Nosotros y nosotras, los que participamos en este viaje que nos proponen, somos esas víctimas colaterales y somos esas niñas, primero porque de camino hacia Atocha por las calles de Lavapiés, el primer audio nos va poniendo en situación con algunas noticias de aquellas semanas y meses previos al 11M, con canciones que sonaban entonces en las radios, con los programas de televisión que veíamos y los anuncios que los segmentaban. Luego, ya en Atocha, en el andén de la C-2, uno no puede dejar de ponerse en la piel de los que aquella fatídica mañana vivieron aquello; aunque también es muy desconcertante el ejercicio de imaginar un mundo sin smartphones, un mundo no tan hiperconectado, un mundo algo menos individualista.
Ya en el tren, uno inicia esa transición de la ciudad al barrio y, por fuerza, mira esa película que discurre ante nuestros ojos de otra forma, con la excepcionalidad del momento, generando un discurso teatral propio y único, ocupando el lugar de director en el gran teatro del mundo que se celebra un día más. Dónde miras, qué piensas, qué enfocas, qué sientes, qué concluyes, qué admiras, qué te asombra, qué te espanta… a la manera de un flâneur ferroviario, habitando personas, animales y cosas, espíritus e imágenes, dejando que se dibuje tornasolado el paisaje de extrarradio donde las lomas artificiosas de naturaleza reciente conviven con las carreteras de circunvalación. Arquitecturas fabriles y poligoneras, barrios humildes, el reconfortante cuadro de la diversidad humana, el arte urbano, los no-lugares. Entrevías, El Pozo, Vallecas… y Santa Eugenia. “Baudelaire ha pronunciado una cruel sentencia sobre la ciudad: cambia más rápido que el corazón de un hombre”, escribió Walter Benjamin.
Al salir de la estación de Santa Eugenia, se respira una tranquilidad distinta, un ritmo otro, una relación con el tiempo más sana, y así se constata en cada uno de los tramos y de las paradas que propone el itinerario, arrancando desde la peluquería de Sandra, que aquella mañana de los atentados regateó besos y abrazos con su pareja porque estaban enfadados y tardaron varios días en darse cuenta de que podían no haberse vuelto a poder abrazar y besar nunca más. Qué tercamente absurdos somos a veces olvidando que la llama de la vida se apaga con cualquier viento inesperado. La tienda de frutos secos, el parque infantil, el bar de menú y sus parroquianos, y otra parroquia, la eclesiástica, con su párroco poniendo en valor el revolucionario acto de amarse. Y último tramo hacia la estación de cercanías de nuevo, discurriendo en paralelo a una A3 que nunca ha conocido el descanso. Los coches no paran de pasar, pero nosotras no somos máquinas y una experiencia como esta nos invita a detenernos mientras caminamos, por paradójico que parezca, a detenernos para observar cómo se alquimiza un dolor y se transforma reparando el latido común de toda una comunidad y sembrándolo de futuro. Las tragedias colectivas también tienen su catarsis.
Teatro del Barrio
Hasta el 24 de marzo