Vivir para contarlo
No hay nada común en esta obra de teatro y, sin embargo, es profunda, esencialmente teatral. Es una obra que cuenta una historia real narrada por su propio protagonista, un hombre de origen marroquí que a los tres años se escapaba de su casa, en un pueblo del norte, Ksar el Kebir, para huir de las palizas que le propinaban a diario su padre y su madrastra. Un hombre que a los seis años ya deambulaba por las calles de Tánger esnifando disolvente, viendo como violaban a un amigo o como la policía mataba a porrazos a otro amigo, ambos de su edad. Un hombre que con nueve años se metió en el cortavientos de la cabina de un camión, se quedó dormido y cuando despertó estaba en Barbate, en España, en Europa, en el Norte global. Era la octava vez que intentaba cruzar en un camión y lo consiguió, por fin, sin enterarse. Ese hombre es Ahmed Younoussi y nos regala, con una generosidad infinita y un desconcertante orgullo, su cuento de no-niño.
Nada común en una obra que trasciende lo teatral. Primero porque era un sueño largamente acariciado por Sergio Peris-Mencheta, que conoció de casualidad a Ahmed en un rodaje. Ahmed tenía 20 años. Fue para asesorar al equipo de la película, un corto que trataba sobre los niños que cruzan solos el Estrecho de Gibraltar, esos 14.4 kilómetros que separan dos continentes. La cifra que da título a la obra. Peris-Mencheta, fascinado por la vida de Ahmed, que acabaría participando como actor fortuitamente en el corto, le dijo que algún día contaría su historia en un escenario. Han pasado casi 15 años de aquel encuentro. Juan Diego Botto intercedió para que becaran a Ahmed en la escuela de interpretación de su madre, Cristina Rota. Acabó participando en series y películas y hasta salió en portadas de revistas. Ahora es un actor español de origen marroquí con una carrera tan inestable como la de cualquier actor español.
Botto y Peris-Mencheta se pusieron manos a la obra para cumplir con aquella promesa. Lo primero que pidió Ahmed fue que, por favor, aquello no fuera la historia de un pobre niño desamparado, no quería un relato para dar pena. Y no lo es. Botto y Peris acostumbran a bañar sus obras de un inteligente sentido del humor que no le resta dureza al asunto cuando, como aquí, la tiene, levantando una distancia irónica que consigue una recepción equilibrada entre emotividad y consciencia, entre lo que se cuenta y su trascendencia más allá del mero relato. Ya se han ocupado de la migración desde el Sur en otros proyectos, como Un trozo invisible de este mundo, y saben hacerlo sin caer en condescendencias y occidentalismos.
Pero nada es común en este montaje, decíamos. Y es necesario contarlo todo para entender la dimensión especial de este trabajo, que habla también del poder del arte, un poder que, como canta Robe, “bien nos pudiera salvar de una vida inerte, de una vida triste, de una mala muerte”. Sergio Peris-Mencheta ha dirigido esta obra postrado en la cama de un hospital de Los Ángeles, donde fue ingresado tras serle diagnosticada una leucemia. Estaban con los preparativos cuando le detectaron la enfermedad. Botto dijo que había que suspender. Peris que ni de coña, que esto iba a ayudarle a enfrentarse a ese momento tan jodido, que le iba a dar fuerzas. En Madrid se dispuso un sistema de cámaras y micros en la sala de ensayo para que, desde Estados Unidos, mientras recibía sesiones de quimioterapia, Peris-Mencheta dirigiera la puesta en escena de 14.4. La obra se estrena cuando su director se recupera de un trasplante de médula que, por ahora, responde bien.
Hoy ya casi es inevitable que un espectador se siente a ver esta obra sin toda esta información previa en mente. El aura crece exponencialmente. La experiencia deviene epidérmica. Ahmed está con el público desde el principio, lo seduce como seducía con sus ojos claros a los turistas en Tánger para que le dieran sobras de comida o algunas monedas. Su arma de supervivencia. Los primeros cinco o diez minutos de la función son una argucia dramatúrgica donde texto, dirección e interpretación confluyen magistralmente para delimitar el terreno de juego. Empezamos hablando de los dichosos teléfonos móviles que interrumpen la representación para enlazar con la violencia en entornos de pobreza y trazar la fina línea que une el desarrollo tecnológico con el expolio del Sur global a manos del colonialismo extractivista del Norte.
Fina como la línea del horizonte sobre la que se proyectan los sueños desde la costa marroquí que mira a Europa. Fina como la línea que separa la condición legal del movimiento humano cuando lo llamamos turismo, de la condición amenazante y criminalizada, cuando lo llamamos problema migratorio. Movimiento consustancial al ser humano, hecho antropológico imparable, que sin embargo el Norte global pretende controlar a su antojo y beneficio, deshumanizando o directamente exterminando grandes masas de población esclavizadas en plantaciones, minas y guerras, deteriorando sus tierras y condiciones de vida y sufragando gobiernos sanguinarios o directamente un caos interesado donde el tráfico de recursos se desarrolla en total alegalidad.
Lo que aquí llamamos progreso se levanta sobre millones de cadáveres y el Mediterráneo es un cementerio. Según un informe de la ONU que se conoció hace dos semanas, se estima que 800 personas han muerto o desaparecido cruzando el Mediterráneo solo en 2024. El 24 de junio se cumplieron dos años de la masacre de Melilla y aquí no ha pasado nada. Hace 9 años apareció el niño de tres años Aylan muerto en una playa de Turquía y aquella imagen, icónica ya, estaba llamada a marcar un antes y un después, al decir de los grandes mandatarios del mundo. Sí, un antes y un después marcado por el endurecimiento de las políticas de contención migratoria. Los grandes mandatarios del Norte sueltan una pasta a los países del Sur para que les hagan de policía de fronteras. Y lo que tenga que pasar que pase, pero, como dice Ahmed en la obra, que parezca un accidente.
Además del humor y la ironía, la obra tiene un impulso didáctico que levanta un muro, pero este es un muro bueno, no como el de Trump con México, no como el de Israel con Palestina. Este es el muro de la verdad frente al negocio mediático y político de la mentira, del bulo, del fango. Las ultraderechas crecen y con ellas el racismo, la OTAN declara enemiga a la migración forzosa. En España, Vox señala a los menores no acompañados y esparce mierda contra ellos para que los penúltimos odien a los últimos y ellos se sigan lucrando. Ahmed fue un MENA y su historia, que demuestra que, como dice Botto, “la delincuencia es consecuencia de la pobreza, no de la nacionalidad”, es un antídoto contra el racismo. Faltaría que esta obra, que se estrena en un teatro dependiente del Ayuntamiento de Madrid, gobernado por la derecha, y que llegará a muchos otros escenarios de la península, concitara en sus butacas no solo a los convencidos y los alineados, sino a los que encontrarían en este relato duro y tierno un motivo para aflojar y ver que a los responsables de su situación hay que buscarlos e identificarlos mirando hacia arriba, no hacia abajo.
14.4, de Juan Diego Botto, Sergio Peris-Mencheta y Ahmed Younoussi