El acoso y el silencio
Este lunes tenían lugar las vistas orales del juicio contra Miguel Frontera, el ultra que estuvo —durante más de un año— acosando a Irene Montero, Pablo Iglesias y su familia, a las puertas de una casa en la que vivían niños pequeños. A la entrada y también a la salida de los juzgados, unos cuantos amigos de Frontera militantes de VOX y también algún conocido pseudoperiodista (que aprovechó para agredir con su micrófono a una señora que pasaba por ahí) volvieron a repetir la operativa y se pasaron un buen rato insultando y amenazando a la pareja.
Aunque algún despistado pudiese pensar que allí se estaba juzgando un asunto particular, nada más lejos de la realidad. Cuando se produjo el larguísimo acoso contra la familia de Montero e Iglesias, la primera era ministra del gobierno de España y el segundo era su vicepresidente. Por ello, la difamación y el hostigamiento judicial y mediático que se perpetró contra ellos durante esos meses y que tenía como punta de lanza más violenta al puñado de ultras que los amenazaba físicamente día tras día en su vivienda privada, no era otra cosa que una operación golpista de profundo significado político. De asunto particular, no tenía nada. Lo que Carlos Herrera, Ana Rosa Quintana, Antonio García Ferreras, Vicente Vallés y los acosadores que repetían sus consignas de odio llevaron a cabo entonces fue un evidente atentado contra el orden democrático en nuestro país. Lo que pretendían los jueces corruptos que suministraban acusaciones falsas a los periodistas al servicio de la cloaca y lo que pedían —megáfono en mano— los ultras liderados por Frontera era que dos destacados miembros del gobierno de la cuarta economía de la Zona Euro abandonasen la política —y quizás su país— al temer por la seguridad de sus hijos. Lo que buscaba la operativa golpista que mostraba su cara más violenta en los acosadores callejeros pero que también estaba formada por los sectores más reaccionarios de la judicatura y los medios de comunicación era, nada más y nada menos, que prohibir por vías antidemocráticas que un partido que se atreve verdaderamente con los privilegios de los poderosos para avanzar los derechos de la gente trabajadora pueda siquiera existir. El acoso a la familia de Montero e Iglesias fue un acontecimiento con unas implicaciones gravísimas para las libertades políticas en España y, en consecuencia, para la propia supervivencia de una democracia que pueda ser digna de tal nombre.
El acoso a la familia de Montero e Iglesias fue un acontecimiento con unas implicaciones gravísimas para las libertades políticas en España y, en consecuencia, para la propia supervivencia de una democracia que pueda ser digna de tal nombre
Por eso, al contemplar la repetición —a menor escala, pero igual de significativa— de aquel larguísimo acoso, esta vez a la puerta de los juzgados, han sido muchas y muchos los que se han solidarizado con la pareja y con su familia. Seguramente, en parte, por humana empatía. Pero también por entender que las amenazas a Iglesias y Montero eran amenazas que iban dirigidas contra todos los demócratas en general y contra todas las personas de izquierdas en particular.
En este sentido, hay que agradecer el apoyo de destacados periodistas, como Jesús Maraña, Rosa María Artal, Fernando Valls, Javier Gallego, Javier Aroca, Silvia Intxaurrondo, Enric Juliana o Julia Otero, y el de dirigentes internacionales como el expresidente de Argentina, Alberto Fernández, o el actual presidente de Colombia, Gustavo Petro. También, muy especialmente, los apoyos llegados desde otros partidos, como el de Gabriel Rufián (ERC), el de Mertxe Aizpurúa (Bildu), o incluso el de representantes de fuerzas políticas con las que Podemos ha tenido importantes diferencias en los últimos años. Es importante que Teresa Rodríguez (Adelante Andalucía), Jorge Moruno (Más Madrid), Alberto Garzón o Enrique Santiago (IU) e incluso las ministras Mónica García (Sumar/Más Madrid) o Teresa Ribera (PSOE) hayan condenado públicamente el acoso y se hayan solidarizado con Montero e Iglesias.