Balance del sexenio de AMLO, desafíos del sexenio de Claudia Sheinbaum
El experimento mexicano denominado la «Cuarta Transformación», acaudillado hasta aquí por el presidente saliente Andrés Manuel López Obrador, suscita hoy grandes expectativas. Obrador no solo ha sido el fundador y conductor de MORENA, socio mayoritario de la coalición de gobierno que comparte con el Partido del Trabajo y el Partido Verde Ecologista, sino el principal animador de las izquierdas y el progresismo mexicano en las últimas décadas, si obviamos el momento estelar protagonizado por el neozapatismo y por el Subcomandante Marcos en los años que sucedieron a la insurrección en la Selva Lacandona, en Chiapas, en 1994. Pero López Obrador ya consumó su tan anunciada despedida en los festejos por el 214 aniversario del Grito de Independencia y otra etapa se abre de manera inexorable.
Sin ser el proceso más radical de la región, y haciendo más bien gala de altos niveles de pragmatismo e institucionalización, se ha demostrado sin dudas como el gobierno más estable y ordenado, al menos en lo que concierne a la llamada «segunda ola progresista», y por lo menos desde el golpe que desbarató el exitoso modelo boliviano en 2019. Además, la irrupción de la 4T resulta particularmente significativa en la historia de un país que no tuvo nada parecido a un gobierno progresista o nacionalista desde la presidencia de Lázaro Cárdenas en la década del 30, y que debió atravesar la interminable hegemonía del PRI, el gobierno de la “dictadura perfecta”, para abrevar después en la «guerra sucia» y el descalabro ultraneoliberal de los sexenios del Partido Acción Nacional.
El balance del fin de mandato en México no podría ser más elocuente en lo que refiere a la estabilidad y previsibilidad, y es indudable que el flamante gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo empieza con “viento de cola”
El balance del fin de mandato en México no podría ser más elocuente en lo que refiere a la estabilidad y previsibilidad, y es indudable que el flamante gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo empieza con “viento de cola”. Las ventajas son muchas pero también suben la vara de las expectativas sociales. Así, el ciclo anterior termina con altísimos índices de aprobación social, un presidente muy bien ponderado, una macroeconomía saneada y estable, una maquinaria electoral arrasadora, una mayoría calificada en las dos cámaras del Congreso y una generación militante de relevo que no solo asoma sino que ya ejerce importantes cargos en el partido y el gobierno.
Las encuestas de opinión y sobre todo el gran sondeo nacional de las elecciones federales del pasado 2 de junio no dejan lugar a dudas de que la política económica y social del oficialismo, asentada en la recuperación del salario mínimo y en una serie de transferencias directas de ingresos (con fenómenos hoy tan infrecuentes como una baja inflación y la apreciación de la moneda nacional), ha sido premiada por una ciudadanía que sin duda espera la continuidad y la ampliación de estas políticas. Pero no todos son vientos alisios.
La oposición de los partidos tradicionales, así como las élites económicas, políticas, judiciales y mediáticas han sacado sus propias conclusiones, y perfilan ya dos grandes estrategias en el horizonte. Por un lado, y a tono con las tendencias predominantes en la región y el mundo, comienzan a predicar la radicalización política y doctrinaria y el viraje hacia la extrema derecha, así como un agravamiento de los términos de la confrontación política, como quedó de manifiesto en la reciente cumbre de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) realizada en la Ciudad de México el día 24 de agosto. Incluso hay quienes acarician la idea de crear una suerte de Vox mexicano, aunando los elementos residuales de la ultraderecha inorgánica y los fragmentos que pudieran escindirse de los partidos tradicionales.
Por otro lado, sectores no desprovistos de lucidez consideran a MORENA como un aparato electoral hoy imbatible, y se preguntan más bien por las posibilidades de colonizar desde adentro y a largo plazo al principal instrumento de la transformación política en curso: cuentan para ello con legiones de ex priístas y panistas reconvertidos que ocupan lugares importantes de la estructura partidaria, como puede verse en la representación parlamentaria o en algunos de los personajes que conducen las entidades federativas.
No solo hay adversarios cada vez más radicalizados o incluso infiltrados en las propias filas. Sobre todo hay pendientes que deberán ser materia prioritaria para la nueva administración, so pena de dejar un campo fértil en el que la oposición, hoy fuertemente dividida y desmoralizada, podría recomponerse
Pero no solo hay adversarios cada vez más radicalizados o incluso infiltrados en las propias filas. Sobre todo hay pendientes que deberán ser materia prioritaria para la nueva administración, so pena de dejar un campo fértil en el que la oposición, hoy fuertemente dividida y desmoralizada, podría recomponerse. El principal asunto es, fuera de toda duda razonable, el rubro de la inseguridad y la violencia. Décadas de guerra contrainsurgente, de implantación de los carteles de la droga y de connivencia entre el Estado y las economías ilícitas no se saldan de un día para el otro. La violencia, cuyos indicadores registraron una leve mejoría en el sexenio, sigue siendo escandalosamente alta para un proyecto progresista, y es uno de los principales motivos de insatisfacción ciudadana.
Otros pendientes tienen que ver con la situación de los pueblos indígenas, tradicionalmente postergados y marginalizados por el Estado. Al respecto, la propuesta de Reforma Constitucional sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y Afromexicanos parece ir en el buen camino. Otra materia sensible es la política exterior: la imbricación entre las economías mexicana y estadounidense es hoy mutua pero asimétrica. El tratado de libre comercio conocido como el T-MEC, sucesor del viejo TLCAN, es el lazo que ata de manera inexorable los destinos económicos de los países de América del Norte. Unión forzosa sobre la que el devenir de la economía mundial y la situación doméstica y la posición geopolítica de unos Estados Unidos cada vez más conflictivos siembran dudas más que atendibles.
La reforma judicial, aprobada hace pocos días, no solo democratizará un poder que se encargó de obturar durante un sexenio las principales reformas progresivas propuestas por el gobierno, sino que además establece un precedente promisorio para el resto de los países de la región y el mundo
El último desafío, en el que el gobierno de López Obrador se ha mostrado muy activo, es la institucionalización de una serie de reformas, que se busca que adquieran rango constitucional gracias a la recién conquistada mayoría calificada en el Congreso de la Unión. La reforma judicial, aprobada hace pocos días, no solo democratizará un poder que se encargó de obturar durante un sexenio las principales reformas progresivas propuestas por el gobierno, sino que además establece un precedente promisorio para el resto de los países de la región y el mundo.
Relanzar los procesos de cambio ha sido uno de los desafíos más complejos –y en ocasiones esquivos– del progresismo y las izquierdas de América Latina y el Caribe en lo que va del siglo. El gran problema, sobre todo, ha sido construir lo que el exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera dio en llamar una “segunda generación de reformas” progresistas, capaces de apilarse sobre los primeros avances conquistados y de seguir expandiendo los derechos económicos y políticos ya pasado el momento fundacional o heroico de los procesos de cambio, incluso en el inevitable interregno burocrático que deja el corrimiento de los liderazgos carismáticos. No dormir en los laureles, recrearse de manera audaz, y no exigir una lealtad eterna a electorados en perpetua transformación ha sido siempre uno de los grandes retos.