La ley de Felipe VI
A los que estamos preocupados por el modelo de Estado y abogamos por una República en la que todos los poderes del mismo, incluida su jefatura, sean elegidos democráticamente muchas veces se nos dice que la nuestra es una preocupación menor. En una monarquía parlamentaria como la española, se nos argumenta, el rey no tiene ninguna capacidad ejecutiva ni legislativa real. La jefatura del Estado en una monarquía parlamentaria, se nos dice, es una mera figura ornamental cuya única función es la de simbolizar y representar —a lo largo del tiempo y por encima de vicisitudes políticas— la cohesión y la estabilidad del país (algunos dicen, de la nación). Por ello, aunque el rey no sea elegido mediante sufragio universal, se concluye, esto no tiene efectos significativos sobre el funcionamiento materialmente republicano de nuestro sistema institucional. Ciertamente, si uno se atiene a la literalidad de los artículos 64 y 56.3 de la Constitución —todos los actos del rey deben ser refrendados por un representante público legítimamente elegido y, precisamente por ello, el monarca es inviolable como consecuencia de esos actos—, uno podría estar a priori de acuerdo con este tipo de afirmaciones.
Lo que ocurre es que los sistemas políticos verdaderamente existentes no funcionan como el derecho administrativo; ni siquiera como el derecho constitucional. Aunque es cierto que el monarca no es dueño de su firma cuando la estampa en un proyecto de ley o en el nombramiento de un ministro, la institución de la jefatura del Estado retiene una capacidad de hacer política que es tanto o más importante que las capacidades formales que nuestro ordenamiento constitucional asigna a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Estamos hablando, por supuesto de la capacidad de enunciación. Cosa distinta sería si el rey de España fuese un soberano silente. Pero no lo es. Felipe VI —como hacía su padre— acostumbra a hablar varias veces al año y, cuando una institución de tal relevancia en la arquitectura del sistema habla, el resultado nunca es neutro porque en la vida política nada lo es. Cuando el jefe del Estado se pronuncia, inevitablemente establece una determinada posición discursiva e ideológica que ordena y orienta la acción de los demás poderes. Y esto no es únicamente una afirmación teórica. En los últimos años, hemos asistido como sociedad a varios ejemplos concretos. Mencionemos tan solo dos; uno ocurrido hace aproximadamente seis años y el otro esta misma semana.
El 1 de octubre de 2017, la sociedad civil de Catalunya asistida por el Govern de la Generalitat, encabezado en ese momento por Carles Puigdemont, celebró un referéndum masivo en el que participaron millones de personas para decidir sobre la independencia de la nación catalana. Independientemente de que tal acción estuviese al margen del derecho, las personas que se acercaron a votar a los diferentes espacios habilitados lo hicieron exhibiendo la más pacífica de las actitudes. A pesar de ello, el gobierno del PP, encabezado por Mariano Rajoy, decidió ordenar una brutal represión policial sobre la ciudadanía indefensa, cuyas imágenes causaron estupor en los países de nuestro entorno. A los dos días, el 3 de octubre de 2017, Felipe VI habló. El monarca se dirigió al conjunto de los españoles a través de todas las televisiones en un discurso institucional fuera de la fecha navideña por primera vez desde que asumió el trono en 2014. Seguramente pensando que se trataría del mito fundacional de su reinado —como el de su padre fue el discurso contra el golpe de Estado del 23-F—, Felipe VI pronunció apenas tres páginas y media con un claro y contundente posicionamiento político que fue aplaudido por la derecha y también por el PSOE. No hay ni un solo párrafo en el cual el rey no hiciera política, pero quizás se pueden citar dos frases para entender la función de su discurso. Hablando de las autoridades de la Generalitat, Felipe VI llega a afirmar que "han quebrantado los principios democráticos de todo Estado de derecho" y que "de una manera clara y rotunda, se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia". Sin ningún tipo de juicio y sin que se haya expresado al respecto ningún órgano jurisdiccional ni ningún poder del Estado con legitimidad democrática, el rey de España situó —sin ningún otro refrendo más que el de su propia posición política— a los entonces dirigentes de la Generalitat fuera del derecho e incluso de la democracia. A las pocas semanas, el PP, apoyado por el PSOE, activaba el artículo 155 de la Constitución en el Senado e intervenía por primera vez en nuestra historia democrática un gobierno autonómico. En los meses siguientes, diferentes magistrados conservadores del Tribunal Supremo dictaban durísimas sentencias con penas de prisión contra los líderes de los partidos independentistas, la mayoría de las cuales han acabado siendo deslegitimadas al no tener parangón en los diferentes sistemas judiciales europeos. Los formalistas dirán que Felipe VI no fue el autor del 155 ni tampoco de las condenas, pero los que saben cómo funciona la política no tienen ninguna duda sobre que su discurso del 3 de octubre hizo posibles ambas cosas.
En su discurso de Navidad, de apenas hace 10 días, Felipe VI llevó a cabo —con motivo de la ley de amnistía— una defensa monográfica no ya de la Constitución sino incluso de la obligatoriedad de estar de acuerdo con ella
Recientemente, ha ocurrido algo similar. En su discurso de Navidad, de apenas hace 10 días, Felipe VI llevó a cabo —con motivo de la ley de amnistía— una defensa monográfica no ya de la Constitución sino incluso de la obligatoriedad de estar de acuerdo con ella. Dinamitando los principios más básicos de la democracia liberal que establecen que todos los ciudadanos están sujetos a las leyes pero nadie está obligado a estar de acuerdo con ellas, Felipe VI llegó a decir que "la democracia requiere unos consensos básicos y amplios sobre los principios que hemos compartido y que nos unen desde hace varias generaciones". Ahondando en esta idea, dijo también que "fuera del respeto a la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles; no hay libertades sino imposición; no hay ley, sino arbitrariedad. Fuera de la Constitución no hay una España en paz y libertad". Es decir, que, para poder estar dentro del perímetro democrático, hay que estar de acuerdo con "unos consensos básicos" y no solamente aceptar la legalidad vigente con la Constitución como norma fundamental, sino además "respetarla". Además de establecer la obligatoriedad de estar de acuerdo con determinados principios para poder ser considerado un demócrata, Felipe VI también exigía respecto de la Constitución "que conservemos su identidad, lo que la define, lo que significa". A los pocos días de dicho discurso, el pasado miércoles, el portavoz del PP, Miguel Tellado utilizaba palabras muy parecidas para justificar la enmienda a la totalidad de la ley de amnistía que su partido acababa de presentar en el Congreso. Según Tellado, la propuesta del PP, que pretende la ilegalización de partidos que incurran en determinados delitos de "deslealtad constitucional" y que es muy similar a la que ha presentado VOX, persigue poner coto a los "ataques a la esencia de la Constitución". No solamente la derecha y la extrema derecha parlamentaria han registrado 10 días después del discurso de Felipe VI su traducción legislativa —si no estás de acuerdo con la Constitución, estás fuera de la democracia—, sino que además utilizan su mismo vocabulario y sus mismas argumentaciones para justificarla. Los formalistas dirán que Felipe VI no firma esas enmiendas a la totalidad sino que lo hacen el PP y VOX, pero los que saben cómo funciona la política no tendrán una visión tan infantil del asunto.
En nuestras modernas democracias mediáticas, la capacidad de enunciación discursiva y la potencia de fuego en la difusión de los mensajes políticos son muchas veces más poderosas que las atribuciones formales que a los diferentes poderes del Estado otorga nuestro ordenamiento jurídico. Por ello, para entender de verdad cómo funcionan las cosas, hay que reconocer la obviedad de que el rey de España es un potente operador político e ideológico, que, además, se alinea con las tesis de la derecha y la extrema derecha. Afirmar que Felipe VI es una mera figura ornamental es tanto como afirmar que Antonio García Ferreras o Àngels Barceló no ejercen poder político sobre la interna de los partidos porque no están afiliados ni al PSOE ni a Podemos. Las mayores amenazas a nuestro sistema democrático parten, de hecho, de la enorme capacidad de acción política que son capaces de desplegar poderes no electos no firmando decretos, leyes o sentencias, sino mediante la enunciación comunicativa. El lawfare, el mediafare, la utilización del bulo, la mentira o el odio, representan potentes estrategias que están detrás de buena parte de los golpes blandos que se dan en el siglo XXI y es, por ello, tarea de todo demócrata la de señalar como poderosos operadores políticos e ideológicos a aquellos que, sin presentarse a las elecciones, hacen política de la peor especie intentando taparse con el manto de la imparcialidad arbitral.
Dicen que el poeta maldito Charles Baudelaire escribió una vez que "el truco más grande que el diablo hizo fue convencer al mundo de que no existía". Para no caer en esa trampa en este caso concreto, sería bastante útil y ajustado a la realidad llamar a la enmienda de PP y VOX para ilegalizar partidos que no estén de acuerdo con la Constitución "la ley Felipe VI".