Preocupante reacción del fiscal de Sala contra los Delitos de Odio y Discriminación
Después de los hechos ocurridos en torno al asesinato de un niño de 11 años en la localidad toledana de Mocejón en los que numerosos ultraderechistas difundieron afirmaciones falsas e insinuaciones de que el crimen lo habría cometido una persona migrante —cuando se demostró a las pocas horas que el asesino es un joven español de 20 años—, el fiscal de Sala contra los Delitos de Odio y Discriminación, Miguel Ángel Aguilar, ha concedido una entrevista a la Cadena SER en la cual ha propuesto modificar el Código Penal para incluir “la prohibición de que personas que se han servido de utilizar Internet o redes sociales para la comisión de un delito puedan acceder al medio a través del que han cometido el delito”.
Durante la misma mañana de ayer miércoles, el portavoz adjunto del PP en el Senado, Antonio Silván, reaccionaba ante esta propuesta positivamente y añadía que se debería acabar también con la posibilidad de crear cuentas anónimas en las redes sociales. Al mismo tiempo, el Secretario General del PP de Madrid y mano derecha de Isabel Díaz Ayuso, Alfonso Serrano, comparaba España con Venezuela criticando duramente la propuesta del fiscal.
Más allá del amplísimo abanico ideológico que existe en el partido de Feijóo y que abarca desde aplaudir la medida hasta señalarla como propia de Nicolás Maduro, lo cierto es que lo dicho por Miguel Ángel Aguilar contiene una serie de notas cuando menos preocupantes.
En primer lugar, el fiscal parece desconocer que las falsedades con objeto de producir odio e incluso violencia no solamente se publican en las redes sociales. Desde las intensas campañas aporofóbicas contra una supuesta epidemia de ‘okupación’, hasta el señalamiento de determinados colectivos de personas migrantes como más propenso a los crímenes o incluso a los atentados terroristas, pasando por la criminalización de las personas trans como potenciales agresoras sexuales o la enorme agresividad discursiva contra activistas sociales, personas de izquierdas, independentistas o feministas, es obvio que los medios de comunicación son un lugar en el que este tipo de bulos y discursos de odio se producen al menos con la misma frecuencia que en las redes sociales, y desde luego con mucha mayor potencia de fuego. Es normal que la élite política, mediática y judicial tenga la intención perenne de limitar el uso de las redes sociales, ya que, al fin y al cabo —y con todos sus defectos, que conviene no soslayar—, han supuesto la democratización de la comunicación y la ruptura del monopolio de la misma que, hasta la llegada de Internet, descansaba en las grandes empresas mediáticas bajo control de la oligarquía. Sin embargo, se le supone al fiscal de Sala contra los Delitos de Odio y Discriminación una intención sincera de atajar el problema; algo que será absolutamente imposible si no se pone el foco también en la propagación de mentiras y de odio desde las televisiones, las radios y los periódicos.
Se le supone al fiscal una intención sincera de atajar el problema; algo que será absolutamente imposible si no se pone el foco también en la propagación de mentiras y de odio desde las televisiones, las radios y los periódicos
En segundo lugar, basta repasar los últimos años de sentencias judiciales para comprobar que rara vez los magistrados apelan a estos tipos delictivos para condenar la violencia racista, homófoba o política que ejerce la extrema derecha. Si para algo ha servido la existencia del concepto de delitos relacionados con los límites de la libertad de expresión ha sido típicamente para perseguir y criminalizar las críticas a la monarquía o a la iglesia provenientes de la izquierda, entre otras cosas. Si tenemos en cuenta la composición mayoritariamente conservadora —incluso con determinados elementos ultraderechistas— de la judicatura española, resulta fantasioso pensar que una propuesta como la del fiscal Aguilar vaya a ser usada para condenar a personas que propaguen odio racista como ha ocurrido en el caso de Mocejón. Es mucho más probable que, de aprobarse una modificación penal de este tipo, ésta acabe convirtiéndose en una especie de Ley Mordaza digital que se utilizaría, en todo caso, contra el activismo y la disidencia política de izquierdas.
Por último, la propuesta del PP de eliminar el anonimato en las redes —además de perseguir, de nuevo, la reconstrucción del monopolio de la información en manos de los medios de propiedad oligárquica— resulta ridícula, toda vez que los principales propagadores de bulos y de odio en este caso reciente llevan a cabo sus publicaciones firmándolas con nombre y apellidos. Si los bulos racistas y el odio se disparan desde las redes de Alvise Pérez, de Vito Quiles, de numerosos dirigentes de Vox, o incluso de Xavier García Albiol, es evidente que el problema no está en el anonimato.
En estos momentos en los que buena parte de la ciudadanía asiste horrorizada al intento de utilizar el asesinato de un niño de 11 años para generar algo parecido en España a las cacerías neonazis que se han producido recientemente en el Reino Unido, conviene no adulterar el debate sobre el racismo y el odio con argumentos espurios que nos desvían —como una bengala— del asunto principal: la existencia de operadores políticos y mediáticos con una conciencia moral equivalente a una fosa séptica que han decidido, ya hace años, que dirigir el odio de una parte de la población contra sectores desfavorecidos y hacerlo además mintiendo sin pudor es una forma legítima de hacer política. Si no miramos al monstruo fascista a la cara y no llamamos a las cosas por su nombre, al final nos acabará pasando por encima a todos, incluyendo al señor fiscal.