Ucrania, el agujero negro de la democracia en Europa
Cuando se cumplen dos años de la invasión rusa de Ucrania, lo primero que hay que hacer es mencionar su coste en vidas humanas, destrucción de riqueza y de ecosistemas. Se estima que casi 11.000 civiles han muerto, entre ellos cientos de niñas y niños, mientras que las cifras de soldados muertos y heridos se cuentan por cientos de miles. La guerra se convirtió en una guerra de desgaste después de su primer año, en una trituradora de carne a cambio de avances puramente posicionales, a favor además del ejército de la Federación Rusa. Todo el mundo reconoce ya que la contraofensiva ucraniana de la pasada primavera ha sido un fracaso, que en el plano militar se ha traducido en la sustitución del jefe del ejército ucraniano, Valeriy Zaluzhny, y en un pesimismo generalizado sobre la causa de Kiev. La reciente caída de la fortaleza de Adviidka, semanas antes del segundo aniversario, dibuja el escenario de una guerra perdida pero que no parece tener fin cercano.
Dos años después de la invasión rusa, es el momento de mirar las cosas de frente y reconocer que tenían razón las voces minoritarias que afirmaban que las vías de la paz y de la reconciliación en Ucrania eran las menos malas y más prometedoras en una situación —la de la guerra civil ucraniana y la de la disputa entre la Federación Rusa y el bloque occidental de Washington, Londres y Bruselas— que se había dejado pudrir deliberadamente. Las vías de la paz parten siempre de una situación terrible e imperfecta, no niegan la diferencia entre agresor y agredido, ni la desigualdad de fuerzas. Sencillamente, parten de la experiencia de la guerra moderna entre estados capitalistas: la verdad, la democracia y las clases populares siempre pierden; el complejo militar-industrial y mediático, los oligarcas y los fascistas siempre ganan.
Tras dos años de guerra, quienes señalaban que Washington, Londres y Bruselas estaban utilizando para sus propios fines el derecho a la legítima defensa de la mayoría del pueblo ucraniano frente a una violación del derecho internacional han demostrado que llevaban razón. Prometiendo una ayuda militar que, pese a su enormidad sigue siendo insuficiente y lo seguirá siendo, puesto que, contra los pronósticos de un derrumbe del régimen oligárquico de Vladimir Putin, la guerra en Ucrania le ha permitido poner en marcha un keynesianismo militar y evitar, fundamentalmente gracias a China y a la exportación de combustibles fósiles, el desmoronamiento económico, y de paso consolidar el estado de excepción y represión en el que vive el país al menos desde las elecciones de 2011. La causa ucraniana está perdida porque Estados Unidos vive un año electoral en el que los paquetes de ayuda militar son rechazados por la mayoría republicana del Senado, mientras que las promesas de ayuda de la UE han estado muy por debajo de lo prometido, sin remedio cercano porque, como hemos podido saber, los arsenales europeos de armas convencionales y munición están bajo mínimos y ni siquiera el aumento de la inversión militar y de los ritmos de producción pueden resolver la situación en los próximos meses. Mientras tanto, el ejército ucraniano sufre todo tipo de carencias: de tropas útiles, munición, equipos, interoperabilidad y, sobre todo, de moral de victoria.
El conjunto de la situación aconsejaría, bajo cualquier punto de vista, una búsqueda de una tregua temporal e incluso el inicio de conversaciones de paz. Sin embargo, cuando se inicia el tercer año de guerra, no hay nada parecido en el horizonte. Esto revela el peor dato que podemos sacar de la situación: esta no es una guerra táctica, una continuación de la política por otros medios, sino un punto de inflexión en las relaciones internacionales. Las clases dominantes occidentales apuestan por la guerra como modelo de gobierno y de resolución de las contradicciones de un capitalismo bajo hegemonía occidental que ha faltado a todas las promesas tras su victoria en la Guerra Fría. Mientras en Ucrania empieza a resquebrajarse la unidad nacional en torno a Zelensky y Vladimir Putin afronta su enésima reelección con el viento de cola, la UE que renueva su parlamento y su Comisión el próximo junio está unida en una cosa: hay que prepararse para la guerra, mientras se divide en torno a la identificación del enemigo principal: rusos o musulmanes, rusos y musulmanes, islamoizquierdistas o judíos, judíos e islamoizquierdistas, etc. Como telón de fondo, aparece un régimen de guerra consolidado, se imponga quien se imponga.
Si la aventura militar ucraniana supone el final del proyecto europeo en tanto que espacio de libertades reales y de garantías de las protestas por la igualdad y la justicia social y ecológica, desde el pasado 7 de octubre ese mismo proyecto europeo se ha convertido en la peor pesadilla que cabía imaginar, en un colaborador activo de un genocidio del pueblo palestino en Gaza y Cisjordania. Esto nos revela un cuadro principal, en el que el bloque occidental está enfrentándose al resto del planeta con la violencia, la arrogancia y la brutalidad que nos remontan a sus orígenes coloniales y racistas. En la medida en que está perdiendo la batalla, en vez de recapacitar, refuerza su apuesta por ventilar en una guerra mundial el problema de la hegemonía en el sistema mundo capitalista.
Como sabemos, en todo esto la izquierda real y los movimientos emancipadores llevan la peor parte. La izquierda previa a la guerra de Ucrania y al genocidio palestino ya no existe más que en el nombre. De las minorías que se opusieron a ese curso de infamia nació una nueva izquierda todavía débil que debe crecer y reorganizarse y que debe seguir acompañando las protestas contra el régimen israelí, contra el neoliberalismo que nunca muere, por la justicia climática, la violencia patriarcal y la criminalización de la protesta. En el tercer año de la guerra de Ucrania y el quinto mes del genocidio palestino, refulge la verdad del lema de que solo el pueblo salva al pueblo, porque las clases dominantes ya han optado por sacrificarlo en un régimen de guerra. Pero se salva construyendo sus propias armas, su propio camino transnacional, sus propias democracias y diplomacias. Y teniendo la paz y el cese el fuego como objetivos inmediatos.