Hacia el vacío
En 1941, Karl Korsch, atrapado en su exilio estadounidense, analizó el éxito de la Blitzkrieg en Grecia e intentó, heroicamente, ofrecer una interpretación socialista de la misma. La ofensiva alemana, escribió en una carta a Bertolt Brecht, expresaba una «energía izquierdista frustrada» y un deseo desplazado de control obrero. Alexander Kluge y Oskar Negt resumieron la posición de Korsch de la siguiente manera:
[…] en su vida civil, la mayoría de las tripulaciones de los tanques de las divisiones alemanas eran mecánicos o ingenieros de automóviles (es decir, trabajadores industriales con experiencia práctica). Muchos de ellos procedían de las provincias alemanas, que habían sufrido sangrientas masacres a manos de las autoridades en las Guerras Campesinas (1524-1526). De acuerdo con Korsch, tenían buenas razones para evitar el contacto directo con sus superiores. Casi todos ellos recordaban también vívidamente la guerra de posiciones de 1916, también resultado de la actuación de estos en quienes dados estos antecedentes tenían poca fe […]. En opinión de Korsch, este hecho explica por qué fue posible que las tropas inventaran para sí mismas la Blitzkrieg de forma espontánea y por razones históricas derivadas de su experiencia directa.
Resulta tentador, además de consolador, considerar los recientes disturbios acaecidos en Gran Bretaña a través de este prisma. En regiones que en su día fueron hervideros de agitación ludita y autoorganización obrera, la antigua demanda de control obrero parece haberse pervertido ahora en violencia xenófoba, el anhelo de derrocar el régimen burgués ha sido sustituido por el intento de aplastar a sus sujetos más débiles. Uno quiere creer, con Korsch, que detrás de la máscara de la reacción hay todavía algún perfil potencialmente emancipador.
En su reciente artículo publicado en Sidecar/Diario Red, Richard Seymour sortea hábilmente este economicismo. Insiste en que los disturbios no deben entenderse en términos de una libido izquierdista erróneamente sublimada, sino como una expresión de la podredumbre del capitalismo tardío. No se trata de una insurgencia que hay que reconducir, sino de un impulso que hay que aplastar. Lo esencial de su diagnóstico es indiscutible: que la composición de clase de los alborotadores no era homogéneamente proletaria, que no respondían a acontecimientos que representaran una verdadera «amenaza migrante», que sus acciones fueron incitadas tanto por la clase política como por los «lumpen» comentaristas digitales y que la concatenación se debe más a la febril desinformación que a los auténticos agravios sufridos por los desposeídos.
Seymour también tiene razón al señalar el carácter contemporáneo de los disturbios: flash mobs de una extrema derecha recién conectada en red más que un retorno a la militancia de los Freikorps, las milicias paramilitares organizadas para combatir a la izquierda comunista y socialista después de la Primea Guerra Mundial. Hitler y Mussolini prometieron forjar imperios coloniales del tipo que sus competidores franceses y británicos habían adquirido tiempo atrás. Su ambición era derribar fronteras, no fortalecerlas. La extrema derecha actual, por el contrario, pretende proteger al Viejo Mundo del resto del planeta, admitiendo que el continente ya no será el protagonista durante el siglo XXI y que lo mejor que puede anhelarse es protección frente a las hordas poscoloniales.
Es más fácil discordar del análisis de Seymour por lo que no dice que por lo que dice. Es cierto que los disturbios no son una expresión retorcida de «intereses materiales», pero esto no debería llevarnos a una forma de superestructuralismo, que reprime las raíces económicas de la crisis actual. La palabra «austeridad» no aparece en el artículo de Seymour y «región» sólo aparece una vez, a pesar de que prácticamente todos los disturbios tuvieron lugar en zonas duramente golpeadas por los recortes de Cameron, que se cuentan en su mayor parte entre las más pobres del norte de Europa. Si una visión korschiana puede redundar en una apología indolente, también existe una especie de antieconomicismo, que corre el riesgo de oscurecer el ámbito social y, por lo tanto, de renunciar a la perspectiva de cambiarlo. Para comprender la situación inflamable a la que ha apuntado la extrema derecha pirómana, necesitamos menos psicología de masas y más economía política.
Lo que hemos presenciado en las últimas semanas es la explosión de ese descontento en la forma «hiperpolítica», que domina la década de 2020: agitación sin organización duradera, espontaneísmo efímero sin construcción de fortalezas institucionales
Al centrarse en las «desconcertantes pasiones suscitadas por la raza y la etnia», por ejemplo, Seymour pasa por alto cómo los factores económicos sustentan el peculiar estatus esquizoide de la migración en la vida pública británica. El powellismo, como señaló en su día Tom Nairn, fue la reacción de las élites ante una especifica estrategia industrial, que dependía de los trabajadores del antiguo imperio. (El discurso powelliano de los «ríos de sangre» fue principalmente una respuesta al intento del gobierno de Wilson de poner fin a la discriminación en la prestación de servicios públicos). Este suministro de fuerza de trabajo siguió siendo esencial tras la desindustrialización, ya que la expansión demográfica se hizo necesaria para sostener el creciente peso del sector servicios. A pesar de todo su hipertrofiada retórica, el Partido Conservador no ha hecho nada para cambiar este frágil modelo de crecimiento. No ha reducido las cifras de migración durante la última década y ni siquiera se ha dignado a articular un equivalente inglés debilísimo del «reshoring» practicado por Biden.
Entretanto, el descontento popular ha crecido inapelablemente al menos desde finales de la década de 2000, dada la sensación acuciante sentida en el extremo inferior del mercado laboral de que, aunque la migración no se la causa de las bajas retribuciones percibidas, sigue siendo una parte indispensable del régimen de bajos salarios con el que está comprometida la élite política británica. Lo que hemos presenciado en las últimas semanas es la explosión de ese descontento en la forma «hiperpolítica», que domina la década de 2020: agitación sin organización duradera, espontaneísmo efímero sin construcción de fortalezas institucionales. El hecho de que el sistema electoral mayoritario del Reino Unido no pueda procesar e integrar el ascenso de estas fuerzas de extrema derecha podría ser otro motor subterráneo de la violencia en las calles: si estas fuerzas no pueden conseguir una representación parlamentaria estable, como ya ha sucedido en otros lugares de Europa, entonces la actividad extraparlamentaria se vuelve fatalmente atractiva.
El neopowellismo actual es un intento de gestionar y contener retóricamente esta contradicción latente en el corazón de la financiarización británica: una economía dependiente de una fuerza de trabajo barata para sus endebles tasas de crecimiento e incapaz de ofrecer una productividad significativa, acompañada de una población que cada más exige con más premura que el Estado implemente un tipo u otro de intervención sistémica. A este telón de fondo económico se añaden otros factores específicos del siglo XXI: la caída del precio de la cocaína, que ya no se consume únicamente en los despachos de abogados y en los clubes nocturnos, sino también en los pubs y entre las hinchadas futboleras, o la supresión del vandalismo en el fútbol británico, que ha confinado a un número creciente de jóvenes en el entorno de la extrema derecha, lo cual genera un mundo circunscrito principalmente a Internet, pero en el que los escuadrones de terror nocturnos proporcionan al menos una fugaz sensación de colectividad social.
También resulta relevante la dimensión internacional. ¿Es sorprendente que una nación que se presenta como perro de presa de la potencia hegemónica imperial en declive y que apoya incondicionalmente el genocidio en curso en Oriente Próximo, vea cómo tal beligerancia rebota en el frente doméstico? El Reino Unido, al haber normalizado el intento actual de exterminar a una población excedente en Israel y resolver de una vez por todas el Palästinenserfrage [cuestión palestina], ha dado un fuerte impulso a quienes desean decretar la violencia antimusulmana en el ámbito doméstico británico.
El sentimiento antimusulmán es un miedo a lo mismo: alguien que se halla en una posición idéntica de dependencia del mercado, pero que se considera más eficaz para protegerse de sus embates
A diferencia de las variedades dominantes de antisemitismo, el sentimiento antiislámico no suele hacer proyecciones de omnipotencia global. Por el contrario, presenta al musulmán como una figura peligrosamente ambigua. En el mundo de suma cero del capitalismo tardío, se considera que su capacidad para mantener un mínimo de cohesión comunitaria ha equipado mejor a los musulmanes para competir en el mercado laboral. Más que un miedo al otro, el sentimiento antimusulmán es un miedo a lo mismo: alguien que se halla en una posición idéntica de dependencia del mercado, pero que se considera más eficaz para protegerse de sus embates. Simultáneamente, el musulmán también es considerado como un agente subalterno de la abstracción que el sector financiero global ha infligido al mundo de la estabilidad de posguerra: alguien que está fuera de lugar, que está haciendo que «las fronteras y los límites se erosionen», como dice Seymour.
En 1913 Lenin afirmó polémicamente que detrás de las Centurias Negras —la fuerza monárquica reaccionaria que dio al mundo la noción de «pogromismo»— se podía detectar una «democracia campesina ignorante, democracia del tipo más crudo, pero también extremadamente arraigada». En su opinión, los terratenientes rusos habían intentado «apelar a los prejuicios más asentados del campesino más atrasado» y «jugar con su ignorancia». Sin embargo, «este juego no puede jugarse sin riesgo», matizó, y «de vez en cuando la voz de la vida campesina real, la democracia campesina, irrumpe a través de toda la obtusidad y la necedad de las Centurias Negras».
No hay ningún núcleo emancipador reprimido en los disturbios, ninguna «energía» que pueda recuperarse. En este sentido, hay que abjurar del tipo de esperanza desesperada que Korsch leyó en la Blitzkrieg. Pero bajo el pogromismo británico sigue existiendo, no obstante, un universo de miseria que la izquierda tiene la tarea histórica de destruir. Las estrategias exitosas para hacerlo escasean. Las marchas públicas organizadas desde de A a B, del tipo de las que se celebran ahora en Londres cada mes, pueden ser una forma útil de afirmar una línea política. Siguen siendo uno de los requisitos mínimos de la política socialista, pero son inadecuadas para ocupar el vacío que ahora está colonizando la derecha neopowellista. En la descripción de Seymour, este mundo se queda a menudo en el camino. La izquierda debe asegurarse de que se mantenga en el punto de mira.
Recomendamos leer: Tom Nairn, «Enoch Powell: The New Right», NLR I/61; Richard Seymour, «Soñar la caída», Sidecar, Diario Red; y «Los pogromos nazis de Elon Musk en Reino Unido», Diario Red.