Michel Barnier, el sepulturero
Cuando el 5 de septiembre se anunció el nombramiento de Michel Barnier como primer ministro, muchos votantes franceses experimentaron dos sensaciones simultáneas, cuya concurrencia dice mucho sobre el rumbo político del país. La primera fue, naturalmente, la sorpresa por el hecho de que un hombre que ya no es considerado un político de primera línea, cuyo nombre ni siquiera se mencionó durante la campaña electoral, recibiera el encargo presidencial para ocupar este cargo. La segunda fue la sensación de déjà vu. A lo largo del último medio siglo, Barnier ha ocupado casi todos los cargos del cursus honorum de la política francesa: electo local, diputado, senador, ministro, comisario europeo. Es una figura ejemplar del vieux monde al que Emmanuel Macron pretendía oponerse cuando se presentó a las elecciones presidenciales como «modernizador» y «disruptor» allá por 2017.
¿Quién habría imaginado que al final de su carrera, a los 73 años, Barnier se instalaría en el Hôtel de Matignon? Tras su nombramiento, circuló por las redes sociales un viejo videoclip de 1971 en el que se veía a un jovencísmo Barnier pronunciando un discurso tan insípido y anodino, que parecía que se trataba de un político curtido. La impresión que transmite es que se trata de un individuo que nunca ha cambiado, que ha nacido, como Atenea, con todos los arcana imperii ya instalados en su cabeza. Típico arribista de la clase política burguesa conservadora francesa, no ha conocido otra profesión que la política: elegido para desempeñar un cargo público en su región natal de Saboya a los 22 años, a los 27 ya era diputado. El videoclip viral delata su esencia: un hombre de Estado ambicioso, pero de segunda fila, que se ha pasado la vida navegando por las aguas turbulentas de la derecha francesa sin llegar nunca a lo más alto... hasta ahora.
«Michel Barnier, hombre de consenso», declaraba Le Monde el 5 de septiembre. Oportunista sería una calificación más exacta. Balladuriano con Balladur, juppéista con Juppé, chiraquiano con Chirac, sarkozista con Sarkozy, Barnier consiguió puestos ministeriales en la mayoría de los gobiernos presididos por la derecha entre 1993 y 2009, lo cual constituye todo un alarde de politiquería. Su reputación de tecnócrata competente acabó abriéndole las puertas de la Comisión Europea. Derrotado por Jean-Claude Juncker en su candidatura a la presidencia de la Comisión en 2014, recuperó su estrella cuando Juncker lo designó como negociador jefe del Brexit, un papel que desempeñó, sin tener en cuenta la racionalidad económica de sus propuestas o la soberanía popular expresada en el referéndum de 2016, tratando de infligir el máximo castigo a Gran Bretaña por haber decidido abandonar el bloque europeo.
En sus esfuerzos por seducir a los votantes conservadores, Barnier no dudó en desplegar los argumentos de los brexiteers sobre la migración y el Tribunal de Justicia Europeo
A su regreso a Francia, rebosante ahora de arrogancia, Barnier se presentó a las primarias de Les Républicains con la esperanza de presentarse como candidato del partido de centro-derecha a las elecciones presidenciales de 2022. En sus esfuerzos por seducir a los votantes conservadores, Barnier no dudó en desplegar los argumentos de los brexiteers sobre la migración y el Tribunal de Justicia Europeo, prometiendo «poner freno a la primera» y crear un «escudo constitucional» contra las leyes «demasiado favorables para con los extranjeros». La campaña fue un fracaso. Sin embargo, sirvió para revelar la verdadera cara de Barnier. Sus reflejos en cuestiones sociales siempre han sido reaccionarios y su largo historial de voto contra el derecho al aborto y los derechos de los homosexuales le distanciaron de la primera encarnación del macronismo. Sin embargo, cuando éste se desplazó a la derecha, despotricando contra «le wokisme», Macron y Barnier se alinearon a la perfección.
Orgulloso, oportunista, conservador, pero carente de toda visión política dotada de verdadera ambición, Barnier es un hombre perfecto para el papel que Macron pretende ahora que desempeñe: transmutar la alianza electoral conocida como el «frente republicano», que impidió que el Rassemblement National (RN) obtuviera la mayoría en la Asamblea Nacional, en una alianza parlamentaria de centro. Esta estrategia tiene un objetivo: mantener una política económica favorable al capital. Para comprender el nombramiento de Barnier, así como el juego que Macron ha estado jugando desde el desenlace de las recientes elecciones legislativas francesas, hay que recordar la naturaleza cambiante del macronismo, que se ha vuelto cada vez más autoritario y represivo durante su segundo mandato. Este giro no ha sido una mera cuestión de táctica política, sino una respuesta al estado actual del capitalismo francés.
Desde 2017 la economía francesa se ha debilitado, la productividad ha disminuido y el crecimiento ha sido mínimo. Para garantizar la rentabilidad, algunas fracciones del capital se han vuelto cada vez más dependientes del apoyo público, estimándose que este asciende a una cifra situada en torno a los 130- 200 millardos de euros distribuidos anualmente a las empresas privadas francesas. El empeoramiento del déficit público es un reflejo de ello: el Estado garantiza una tasa de rentabilidad superior a la tasa de crecimiento y asume la responsabilidad del déficit. Sin embargo, una fracción importante del capital –el capital financiero– exige garantías férreas sobre la deuda pública. El macronismo se ve así obligado a actuar como juez de paz del capital, tratando de conciliar estos intereses en conflicto.
El objetivo de la presidencia de Macron es mantener esta asimetría entre la clase trabajadora y la patronal. En este contexto hay que entender su creciente autoritarismo, que alcanzó nuevas cotas con la reforma de las pensiones del año pasado
Macron ha efectuado tal tarea trasladando la carga del ajuste a la clase trabajadora: de ahí la caída de los salarios reales, la reducción de las prestaciones por desempleo y los recortes en los servicios públicos verificados desde 2021. El objetivo de la presidencia de Macron es mantener esta asimetría entre la clase trabajadora y la patronal. En este contexto hay que entender su creciente autoritarismo, que alcanzó nuevas cotas con la reforma de las pensiones del año pasado. Impuesta por la fuerza a la Asamblea Nacional a pesar de una amplísima oposición popular y aplicada en la calle con la ayuda de una brutalidad policial descontrolada, la nueva normativa fue denunciada tanto por la izquierda como por la extrema derecha.
El RN intenta proyectar ahora, sin embargo, una imagen de «respetabilidad» ante los mercados financieros y el electorado conservador tradicional. Durante la campaña electoral de junio, sometió su programa a una «auditoría de las cuentas de la nación», anunciando de hecho que la mayoría de sus medidas «sociales» serían anuladas si llegaba al poder. La izquierda, por su parte, acordó un programa relativamente moderado, aunque pretendía revertir las reformas del presidente y hacer pagar al capital, introduciendo así una clara ruptura con el macronismo. La dificultad de Macron es, por lo tanto, la siguiente: para mantenerse a flote políticamente, su campo debe forjar una nueva alianza electoral; pero para mantener su programa favorable al capital, no puede aceptar ningún acuerdo de este tipo con la izquierda. Así, tras la segunda vuelta, el presidente trató de excluir al Nuevo Frente Popular a pesar de que esta fuerza política había obtenido el mayor número de escaños, alegando el «peligro» que supondría su llegada al gobierno para la economía francesa. Con el apoyo explícito del Medef, la organización de la patronal, restringió aún más el alcance de la democracia francesa, dado que descartaba de hecho cualquier política económica alternativa.
El nombramiento de Barnier representa un intento de garantizar la agenda antiobrera de Macron bajo la atenta mirada del RN, partido del que depende el futuro de su mandato
Desde el punto de vista del capital, este movimiento tiene todo el sentido, pero conviene no olvidar que el mismo presupone la traición del frente republicano y el establecimiento de una «entente cordiale» con el RN. Para este último partido, la exclusión de la izquierda es una bendición, ya que le convierte en la única alternativa «creíble» al macronismo, al tiempo que le otorga un poder extraordinario sobre el nuevo gobierno. Durante las últimas semanas, Macron presentó la lista de los nombres de los candidatos a primer ministro a Marine Le Pen, que tuvo toda la libertad para hacer su selección. Barnier debe su nombramiento a la buena voluntad de Le Pen, la cual se ganó presumiblemente con sus comentarios virulentamente hostiles contra los migrantes efectuados durante las primarias de 2021. El nombramiento de Barnier representa un intento de garantizar la agenda antiobrera de Macron bajo la atenta mirada del RN, partido del que depende el futuro de su mandato. Barnier se ha convertido en la pieza clave de la alianza existente de facto entre el macronismo y la extrema derecha.
El gobierno de Barnier aún no se ha formado, pero dos de sus características políticas ya han quedado claras: su compromiso con la austeridad y su obsesión por la migración. En su primera entrevista televisiva, Barnier prometió «no aumentar la deuda» y «controlar los flujos migratorios». Mientras se habla del restablecimiento del «Ministerio de Inmigración», el nuevo primer ministro visitó un hospital parisino para afirmar que deberán aplicarse recortes contundentes al gasto sanitario. El «retournement des alliances» [la inversión de las alianzas] que encarna Barnier únicamente puede acelerar el declive de la democracia francesa. La estrategia del frente republicano ha resultado ser una trampa y las elecciones han arrojado finalmente un resultado contrario a la lógica del voto. Los ciudadanos rechazaron el macronismo en la primera vuelta y al RN en la segunda. Ahora obtienen ambos.
La situación francesa confirma que la extrema derecha sólo puede llegar al poder con el apoyo de fuerzas dedicadas a defender los intereses del capital. También expone las limitaciones de la izquierda. Al insistir en que el cambio debe perseguirse únicamente a través del ámbito electoral y al limitar ese cambio a la regulación o mejora del capitalismo, la izquierda se ve empujada a los márgenes de una democracia cada vez más estrechamente delimitada por un capitalismo en crisis. Si la izquierda quiere renovarse, debe reconocer que la crisis del régimen es sólo una faceta de otra más amplia. Pero puede que ya sea demasiado tarde. Los sepultureros de la democracia, encabezados por Michel Barnier, están trabajando duro.
Recomendamos leer Frédéric Lordon, «El levantamiento francés» y Serge Halimi, «Victoria aplazada de la izquierda francesa», Sidecar/El Salto; Maurizio Lazzarato, «La “guerra civil” en Francia», Diario Red; Serge Halimi, «La situación de Francia», NLR 144, y Perry Anderson, «El centro puede aguantar», NLR 105; y Editoriales de Diario Red, «Francia: un alivio que no durará» y «La peligrosa indigencia intelectual de la progresía mediática».