Violencia fascista

Soñar la caída

Sobre los pogromos del Reino Unido

Protesta contra la inmigración en Middlesbrough — CNN
Protesta contra la inmigración en Middlesbrough — CNN

¿Qué ha ocurrido realmente? Durante casi una semana, pueblos y ciudades de toda Inglaterra y de Irlanda del Norte han sido presa de una reacción muy similar a un pogromo. En Hull, Sunderland, Rotherham, Liverpool, Aldershot, Leeds, Middlesborough, Tamworth, Belfast, Bolton, Stoke-on-Trent, Doncaster y Manchester, turbas interconectadas de agitadores fascistoides y racistas desorganizados fueron presa del entusiasmo generado por su propia exuberante violencia. En Rotherham, estas turbas prendieron fuego a un hotel de la cadena Holiday Inn, que albergaba a solicitantes de asilo, mientras que en Middlesborough bloquearon carreteras y sólo dejaban pasar el tráfico rodado, si comprobaban que los conductores eran «blancos» e «ingleses», disfrutando momentáneamente del poder arbitrario del agente de tráfico y del funcionario de fronteras.

En Tamworth, donde el diputado laborista recientemente elegido había arremetido contra el gasto en hoteles provocado por la política de asilo, afirmando falsamente que costaban a la zona 8 millones de libras al día, arrasaron el Holiday Inn Express de la ciudad y en las ruinas del mismo dejaron pintadas en las que se leía: «Inglaterra», «Que se jodan los paquistaníes» y «Fuera de aquí». En Hull, mientras la multitud sacaba a un hombre de su coche para darle una paliza, los participantes gritaban «¡Matémoslos!». En Belfast, donde al parecer golpearon en la cara a una mujer que llevaba el hijab con su bebé en brazos, destrozaron tiendas musulmanas e intentaron entrar en la mezquita local al grito de «¡Que se vayan! En Newtownards una mezquita fue atacada con un cóctel molotov. En Crosby, a un hombre musulmán fue apuñalado.

Aunque los activistas de extrema derecha desempeñaron un papel en los disturbios, y ello por sí solo es preocupante, este fue probablemente secundario. Los disturbios, más que ser provocaos por un puñado de fascistas organizados, les proporcionó un insuperable entorno de reclutamiento como no había sucedido en años. Muchas personas que nunca antes habían estado implicadas en «política», y quizá ni siquiera se habían molestado en votar, acudieron a quemar a solicitantes de asilo o a agredir a musulmanes.

La ocasión para este carnaval de ebriedad racista fue el aterrador apuñalamiento masivo acaecido en Southport el pasado 29 de julio. El presunto atacante, por razones que aún no se conocen, se precipitó en una clase de baile inspirada en Taylor Swift, atacando a once niños y a dos adultos. Tres de los niños resultaron muertos. Dado que el sospechoso era menor de dieciocho años, en un principio se protegió su identidad. En pocas horas, los apuñalamientos se convirtieron en la razón para la convocatoria de concentraciones por parte de la extrema derecha, gracias a las consabidas oleadas de agitación lanzadas a través de Internet. El sospechoso, según los relatos de desinformación de la derecha, era un migrante que figuraba «en la «lista de personas sometidas a vigilancia por el MI6», llegado al Reino Unido en una «pequeña embarcación»: «Ali al-Shakati». La culpa de los apuñalamientos la tenía la «inmigración masiva descontrolada».

A falta del horizonte utópico del fascismo de entreguerras basado en la expansión colonial, la extrema derecha actual se ha obsesionado con las fronteras

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Esta fantasía, que se produjo pocos días después de una gran concentración de apoyo al conocido fascista y agitador ultraderechista Tommy Robinson en Trafalgar Square, fue impulsada por los manipuladores reaccionarios habituales, Robinson y Andrew Tate entre ellos. El rumor cobró aún más vitalidad gracias a un enjambre de cuentas reaccionarias impulsadas por la industria de las redes sociales con sede en Estados Unidos. Una cuenta de Telegram, creada por fascistas o por curiosos de la última moda en las redes, consiguió 14.000 miembros y desempeñó un papel directo en la incitación a los disturbios racistas. Como las chispas que saltan del horno, la agitación se extendió de las redes sociales al mundo real. El 30 de julio un grupo de agitadores racistas y neonazis se reunió en St Luke's Road, en Southport, y atacó la mezquita de la ciudad con ladrillos y botellas. Aunque los residentes participaron en la limpieza y las reparaciones al día siguiente, las furias no habían hecho más que empezar. Desde finales de julio, el ciclo de disturbios ha asolado el Reino Unido durante más de una semana. Poco a poco estos se han ido apagando cuando, tras el anuncio de decenas de protestas de extrema derecha previstas en todo el Reino Unido para la noche del 7 de agosto, decenas de miles de antirracistas se concentraron en Londres, Liverpool, Bristol, Brighton, Hastings, Southend, Northampton, Southampton, Blackpool, Derby, Swindon y Sheffield. La mayoría de las concentraciones racistas no llegaron a materializarse y las que lo hicieron se vieron superadas en número por las convocatorias antirracistas.

En todo momento las «preocupaciones legítimas» de los agresores racistas fueron defendidas por una facción acomodada de los lumpen comentaristas, entre ellos Matthew Goodwin, Carole Malone, Dan Wootton y Allison Pearson. Más insidiosas fueron las tergiversaciones y medio verdades habituales propaladas por las principales cadenas de televisión, como la BBC, que se refirió de modo neutro a estos enragés poujadistas como «manifestantes», mientras que los presentadores del programa «Good Morning Britain», emitido en el canal televisivo ITV, se burlaron y soltaron una carcajada cuando la diputada musulmana de izquierda calificó los disturbios de racistas. En Bolton, donde los musulmanes locales se organizaron en defensa propia contra un movimiento que había mostrado sus intenciones asesinas, la BBC calificó la concentración de extrema derecha de «marcha probritánica», mientras que ITV describió cómo los «manifestantes contrarios a los migrantes» fueron recibidos por «trescientas personas enmascaradas que gritaban Allahu Akhbar [Alá es grande]».

Sin embargo, a la mañana siguiente de la manifestación antirracista del 7 de agosto, la totalidad de los formadores de opinión de la derecha respiraron aliviados. «Bien por la decencia, bien por la policía», exclamó reconfortado el experiodista de la BBC Jon Sopel. Incluso el Daily Mail, que es una fuente constante de pánico sobre la migración propagada a través de sus portadas, saludó la «noche en la que los manifestantes contra el odio se enfrentaron a los agresores racistas». El Daily Express, siempre un reducto de robinsonadas, aclamó: «Gran Bretaña unida se mantiene firme contra los agresores racistas». No se produjo, por supuesto, ninguna auténtica unidad. Quienes inundaron las calles para detener los disturbios racistas habían sido calumniados recientemente como «manifestantes del odio» por políticos y tertulianos por igual, cuando se habían manifestado en apoyo de Palestina. Y aunque la mayoría de los británicos desaprobaba los «disturbios», un número sorprendentemente elevado de personas, el 34 por 100, apoyaba las «protestas». Casi el 60 por 100 de los encuestados expresó «simpatía» por los «manifestantes». Como era de esperar, entre quienes apoyaban los «disturbios», los partidarios de Reform UK, el tercer partido más votado del Reino Unido, estaban desproporcionadamente representados. Aun así, ¡qué terriblemente cómodo es no tener que pensar!

A ello le siguió la inevitable búsqueda de la subversión extranjera en la instigación de los pogromos. La BBC, el Daily Mail y The Telegraph se unieron a Paul Mason y a los habituales comentaristas liberales de las redes sociales para culpar a Rusia. Existe una escasa evidencia de ello, como ha señalado el Bureau of Investigative Journalism. La consecuencia de tal razonamiento parece ser, sin embargo, que nada en la historia reciente de Gran Bretaña o en el comportamiento de sus instituciones dominantes ha podido contribuir a que se produjese esta conflagración. Los mismos medios de comunicación que no han cesado de sembrar el pánico moral sobre los flujos migratorios denuncian ahora la «desinformación» imperante en las redes sociales y ponen de relieve la importancia de los «hechos» y de la «objetividad» en la vida pública.

Es cierto que el rumor desempeñó un papel fundamental en la formación de alianzas ad hoc de racistas desenfrenados. Al igual que sucedió en los disturbios de Knowsley registrados en febrero de 2023, las acusaciones incendiarias difundidas por la industria de las redes sociales constituyeron el incidente incitador. Pero resulta revelador que cuando los tribunales revelaron la identidad del sospechoso el pasado 1 de agosto, demostrando que no era ni migrante ni estaba en ninguna «lista de vigilancia» por parte de las autoridades británicas, los alborotadores no aflojaron el paso: los peores ataques se produjeron durante los días siguientes. La gente creyó los rumores, porque le convenía hacerlo, los creyó porque confirmaban sus prejuicios y les brindaban la oportunidad de poner en práctica fantasías de venganza largamente gestadas.

Del mismo modo que el liberalismo fracasa cuando culpa de todo al Brexit o a Rusia, la izquierda suele tener su propia narrativa reconfortante en la que la violencia racista plebeya es una expresión distorsionada de intereses materiales

Así ha funcionado siempre la cosa. Los rumores de una próxima masacre de blancos a manos de negros desencadenaron el pogromo de East St Louis, Illinois, en 1919. En Orleans, en 1969, historias salaces sobre comerciantes judíos, que drogaban y vendían mujeres, provocaron disturbios que atacaron comercios judíos. En 2002, en Gujarat, fueron las afirmaciones infundadas de que los musulmanes habían arrojado una bomba contra un tren repleto de peregrinos hindúes a bordo las que se convirtieron en pretexto para un espantoso éxtasis de asesinatos y violaciones islamófobas. Y en el verano de 2020, la idea de que «Antifa» había iniciado los incendios forestales de Oregón para asesinar a cristianos blancos y conservadores alimentó el vigilantismo armado. No podemos «comprobar» los rumores de modo absolutamente exhaustivo, porque, como documenta Terry Ann Knopf en su historia de los mismos y de los disturbios raciales registrados en Estados Unidos, los «hechos» suelen ser irrelevantes. En momentos de emergencia, real o percibida, se desconfía de las fuentes oficiales, mientras que los «testigos» no oficiales se santifican brevemente en la medida en que alimentan las fantasías alentadas por las jerarquías raciales y los temores ante la revuelta.

Los recientes pánicos morales, ya versen sobre la raza, la nacionalidad o el género, o ya respondan a la obsesión con los solicitantes de asilo alojados en «hoteles de cinco estrellas» o con los «depredadores de los urinarios públicos» o con la existencia de un supuesto «hombre» compitiendo como boxeadora en la categoría femenina, comparten la sensación de que las fronteras y los confines se erosionan, de que la gente está donde no tiene que estar. Hombres que se convierten en mujeres, ricos que se convierten en pobres. Los blancos, como le preocupaba en su momento a David Starkey, se convierten en negros. La mayoría se convierte en minoría. Se trata de un fantasma sorprendentemente móvil, que facilita el cambio de las racionalizaciones y argumentos en torno al mismo. Cuando se reveló la identidad del sospechoso de Southport, por ejemplo, el tema cambió rápidamente. Se convirtió en el hecho de que era «hijo de inmigrantes ruandeses», como dijo Matthew Goodwin en un post de Substack. A pesar de no saber nada sobre el motivo del crimen, de repente se trataba de un problema de «integración» o, como decían algunos de los poetastros en línea, de un problema relativo a los «valores británicos».

Se trata de un giro realmente interesante: las acciones de un asesino múltiple blanco (por ejemplo, el asesino incel Jake Davison) no se prestarían a interrogatorios tan dolorosos. El hecho de que lo que está en juego sea la pertenencia «étnica» fue aclarado por Goodwin, cuando fue interrogado por Ash Sarkar en el programa de la BBC «Moral Maze». Mucha gente es inglesa, dijo, sin serlo «étnicamente». Escribiendo en Substack, Goodwin canalizó los «temores» de los «británicos e ingleses», que, según nos informó, están preocupados por el «declive de la mayoría y el cambio demográfico». Incluso expresado en términos de «etnia» y no de «raza», es difícil no considerar esto como una versión suave de lo que Chetan Bhatt describió como la obsesión metafísica de la extrema derecha blanca en el momento presente, esto es, el miedo a la extinción blanca. Es Gran Bretaña soñando con su caída.

Se trata de una teodicea laxa, que afirma que sea cual fuere el daño que la gente está experimentado en un país caracterizado por un nivel de vida estancado, por infraestructuras en ruinas y por un Estado cada vez menos democrático y más autoritario, todo ello debe ser producto de la existencia de «fronteras rotas». A falta del horizonte utópico del fascismo de entreguerras basado en la expansión colonial, la extrema derecha actual se ha obsesionado con las fronteras. Se ha replegado a un estatismo nacional defensivo, que funciona como contenedor de toda una serie de demarcaciones tradicionales dibujadas a lo largo de líneas de género y adscripción étnica, cuya obediencia a las mismas se describe invariablemente como «integración».

Esto parasita el discurso oficial. En los últimos años hemos oído decir a políticos de alto rango que los «islamistas» gobiernan el país, que los manifestantes pacíficos en pro de Gaza son una «turba de matones», que un debate parlamentario sobre el alto el fuego en la Franja tuvo que ser bloqueado para evitar el asesinato terrorista de diputados, que «Hamás» era el culpable de los malos resultados obtenidos por el Partido Laborista en la región de West Midlands, que los solicitantes de asilo deberían ser identificados públicamente, que hay demasiados migrantes trabajando en el Servicio Nacional de Salud, que los solicitantes de asilo son caros y peligrosos, que Rishi Sunak es «el primer ministro más liberal que hemos tenido nunca en materia de migración», y que tanto los conservadores como los laboristas «detendrían las lanchas», que traen refugiados a las costas británicas. Y al igual que se ha producido un consenso bipartidista a la hora de inclinarse por las guerras culturales racistas, los dos principales partidos políticos del Reino Unido están ahora afiliados a una variante u otra de pánico transfóbico.

El racismo no expresa tanto un agravio de clase mal ubicado, sino que organiza las emociones tóxicas del fracaso, la humillación y el declive

Del mismo modo que el liberalismo fracasa cuando culpa de todo al «Brexit» o a Rusia, mientras ignora los procesos endógenos de la tormenta que se han ido acumulando a la vista de todos, la izquierda suele tener su propia narrativa reconfortante en la que la violencia racista plebeya es una expresión distorsionada de «intereses materiales». Esto suele traducirse en un llamamiento a centrarse en las «cuestiones básicas» en lugar de en «políticas identitarias»: como si pudiéramos sortear las desconcertantes pasiones suscitadas por la raza y la etnia ofreciendo más puestos de trabajo y mejores salarios. No cabe duda de que necesitamos más pan y mantequilla, pero ello no tiene absolutamente nada que ver con lo que está ocurriendo. El racismo funciona a veces como una forma de política de clase desplazada o distorsionada, pero no siempre. Las «preocupaciones legítimas» de estos alborotadores violentos tienen que ver con la idea del estatus étnico perdido. Cuando se invoca engañosamente a la «clase obrera blanca», «blanco» es el término operativo: la idea es que a los trabajadores, lejos de ser explotados, se les ha negado el reconocimiento moral apropiado como miembros blancos de la nación por parte de unas «élites» demasiado entusiastas a la hora de conceder reconocimiento a las minorías. Se trata de recuperar el «salario [perdido] de la blanquitud».

Entretanto, quienes se sienten atraídos por esta política etnonacionalista se niegan rotundamente a ser especialmente pobres o marginados. Puede que hayan experimentado un relativo deterioro de clase o que habiten en regiones en declive, pero es tan probable que sean de clase media como que pertenezcan a la clase trabajadora. El racismo no expresa tanto un agravio de clase mal ubicado, sino que organiza las emociones tóxicas del fracaso, la humillación y el declive. El terror a la extinción blanca, en consecuencia, es el miedo a que sin la existencia de confines y fronteras rígidos los que hasta ahora han estado protegidos se sumerjan en las masas trabajadoras de la humanidad. La hipertrófica excitación de quienes ha protagonizado estos pogromos y su manifiesto entusiasmo ante la idea de la aniquilación, les ofrece algo que hacer al respecto. Es su alternativa a los omnipresentes efectos de la parálisis y la depresión, desplegados en esta civilización moribunda.


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