Un desesperado alegato pacifista: guerra a la guerra
Ángel Pestaña es uno de los dirigentes más lúcidos del movimiento anarcosindicalista, y de su gran sindicato —la CNT, verdadera catedral del movimiento obrero—, que en los años treinta se involucró personalmente en las campañas contra las guerras imperialistas desatadas por el fascismo italiano y el militarismo del nazismo alemán. En este artículo, publicado en junio de 1933, Pestaña lanzaba un desesperado alegato pacifista en Guerra a la guerra! —el medio en papel del Comité Catalán contra la guerra, sección del Comité Mondial de Lutte contre la guerre imperialiste que, impulsado por Romain Rolland, André Gidé y Henri Barbusse, contaba con el apoyo de 30.000 asociaciones obreras de 29 países distintos— con tal de crear un frente único de lucha contra la guerra y el fascismo. Una muestra del vigoroso papel del movimiento obrero y las izquierdas contra el militarismo y el fascismo del momento. Jean Jaurès en Francia y Pi i Margall en España no habían sembrado en vano.
Desde que se fundó el Comité Catalán contra la guerra, no hemos cesado un instante de dirigirnos a todos los habitantes de la región para que se adhieran a nuestra obra, para que cooperen a ella. ¿Por egoísmo personal? ¿Por interés partidista o particular? No. Por espíritu de humanidad; porque nos damos cuenta que el peligro amenaza; porque vemos a las fuerzas ocultas trabajar contra la paz, sin descansar ni un momento.
Pero esto no sería para nosotros motivo de preocupación. Que las grandes firmas industriales que trabajan en la confección de armamentos laborasen por la guerra, no nos preocuparía grandemente; que los gobernantes estén ligados a esas grandes firmas industriales, ya sea por intereses materiales, ya sea porque crean ellos que la guerra es una necesidad para el progreso de los pueblos, tampoco nos preocuparía; que unos y otros, tanto los que atentos a sus intereses, como los que obedeciendo a creencias equivocadas quisieran lanzarnos a matar y a morir como si no fuera otra nuestra misión en el mundo, repetimos que no nos preocuparía; lo que nos preocupa es que la gente los escuche, que el pueblo les haga caso, que las multitudes ciegas, borrachas, enardecidas por un patriotismo absurdo y devastador, escuche las insinuaciones de esos caballeros de industria y de esos gobernantes, y que un día, a la voz de ¡marchen!, ¡hurra contra el enemigo!, centenares y miles de jóvenes existencias vayan a caer en los campos de batalla. Es esto lo que nos preocupa.
Es muy cómodo eso de decir: «Maté porque me mandaron. No soy, pues, responsable. No me remuerde la conciencia»
Por eso, el Comité Catalán contra la guerra, antes que dirigirse a los Gobiernos pidiendo garantías para que la guerra no se haga, se dirige a cada ciudadano, hombre o mujer, y le pide la garantía de su repugnancia a la guerra; por eso; antes de dirigirse a los que gobiernan, invitándoles a la reflexión, se dirige a los gobernados invitándoles a largo, severo e íntimo examen de conciencia: por eso, antes de pedir a los gobernantes disminuyan los armamentos, pide a todos los seres humanos disminuyan totalmente su odio a los hombres que han nacido más allá de una línea fronteriza determinada; por eso, antes de dirigirse a los de arriba, se dirige a los de abajo. ¿Por qué? ¿Por qué el Comité Catalán contra la guerra se dirige a los de abajo antes que a los de arriba, a los que han de obedecer antes que a los que han de mandar? ¿Por qué boga contra la corriente y contra lo consuetudinario? ¿Por qué quiere edificar sobre sólidos cimientos? Porque sabe que el día que los hombres se nieguen a hacer la guerra, la guerra será imposible, porque tiene el convencimiento de que si los pueblos se niegan a obedecer, la guerra no se hace. Su labor, pues, como ha dicho, desde el primer momento, va dirigida a las conciencias, va dirigida a despertar en cada ser humano el sentimiento de su propia responsabilidad ante los miles y miles de víctimas que causan las guerras y ante el incalculable número de daños que producen.
Es muy cómodo eso de decir: «Maté porque me mandaron. No soy, pues, responsable. No me remuerde la conciencia». Es cómodo, cierto; pero no es humano, no es digno, no es ni siquiera misericordioso. Podrá, naturalmente, establecerse una escala de responsabilidades que a unos alcanzarán más que a otros; lo que no puede es descartarse la propia responsabilidad con el tópico de obediencia sumisa y criminal.
La guerra la hacen de común acuerdo los gobernantes.
¿Y por qué no se dirige el Comité Catalán contra la guerra primero a los Gobiernos? Si el Comité Catalán contra la guerra no se dirige en primer lugar a los que ocupan las jerarquías preferentes, es porque tiene ante él las lecciones inolvidables de la Historia; es porque una tan larga como dolorosa experiencia le dice que no hay peor sordo que aquel que no quiere oír, que no hay peor ciego que aquel que no quiere ver, como rezan las parábolas cristianas.
¿Para qué ocuparnos de lo pasado si podemos fundamentar nuestros razonamientos en lo presente? La generación actual conoció la guerra europea, y conoció también las campañas contra las guerras hechas durante lo que va de siglo, antes de que la grande, la enorme, la monstruosa guerra estallase. ¿Podríamos olvidar esta lección? ¿Quién no recuerda aquellas manifestaciones de miles y miles de personas, hombres, mujeres, niños, ancianos, todos en fin, que, frenéticos y enardecidos, acudían a las manifestaciones organizadas durante años en todos los países contra las guerras? Obsérvense las estampas de los periódicos de la época y se verán las multitudes apiñadas, apretujadas para clamar su horror contra la guerra. De la noche a la mañana el espectáculo cambia. La Prensa por un lado, y los Gobiernos por otro, hablan de amenazas, de peligros, de honor nacional ofendido, de derechos conculcados, de ofensas heridas. Cada ciudadana y ciudadano que concurrieron a las manifestaciones contra las guerras y por la paz universal, lee estas noticias, escucha la voz de sus gobernantes. Poco a poco, la voz de la propia conciencia enmudece, se acalla y las sugerencias nefastas y externas ocupan el lugar abandonado. Ya no hace falta más. A partir de este momento, la guerra, no sólo es posible, sino que es inevitable.
Un hecho fortuito ocurre: lo de Sarajevo. Al día siguiente, las mismas multitudes que años, meses antes, gritaban, encendidas en santo amor pacifista, ¡Viva la fraternidad universal!, gritaban ahora, ciegas de odio y furor, borrachas de sangre y exterminio, ¡Mueran los franceses!, ¡Mueran los alemanes!, ¡A Berlín, a Berlín!, ¡A París, a París! ¿Quién ha olvidado su deber? ¡Todos! Los de arriba y los de abajo. Los que preparan la guerra, los que la organizan y los que la ejecutan. ¡¡¡Todos!!! Nadie ha estado a la altura de las circunstancias ni ha cumplido dignamente su deber. ¡Quizá hemos dicho mal al decir que fueron todos! ¡Todos no! Hubo algunos que no lo olvidaron, y firmes, sostenidos por su conciencia, se negaron a matar y a morir.
¿Quién no recuerda aquellas noticias de Inglaterra y de América que hablaban de aquellos jóvenes que, valerosos en medio del tumulto que todo lo arrastraba, alegando su caso de conciencia se negaban a obedecer a la orden de movilización y preferían la cárcel, el Consejo de Guerra, la muerte antes que ir a las trincheras? A éstos no podemos olvidarlos; cumplieron con su deber. Y no sólo no podemos olvidarlos, sino que su ejemplo debe servirnos de lección a los demás, su gesto nos ha enseñado el camino más recto a seguir.
Iremos planteando a cada uno su caso de conciencia; tenaces, le invitaremos a la reflexión; perseverantes, le recordaremos cada día su deber; consecuentes, le mostraremos su camino
A esto va dirigida la actuación del Comité Catalán contra la guerra. Constituido de acuerdo con otros Comités existentes en las demás regiones españolas y en los demás países del mundo, nos dirigimos a todos planteándoles su caso de conciencia, preguntándoles qué harían en el caso de que estallase una guerra y si obedecerían la orden de movilización para batirse contra otros hombres porque así se lo ordenasen sus gobiernos. Y si está dispuesto a rebelarse contra esa monstruosidad, a oponerse a la guerra, puede estar a nuestro lado, unir su esfuerzo al nuestro, comprometerse a esta labor de verdadero y fundamental pacifismo, y aportar su grano de arena a la obra de la paz universal.
Y no cejaremos en nuestro empeño. Firmes en nuestro propósito, iremos planteando a cada uno su caso de conciencia; tenaces, le invitaremos a la reflexión; perseverantes, le recordaremos cada día su deber; consecuentes, le mostraremos su camino. Y si no nos escuchan, peor para ellos y para nosotros; el mal será para todos; pero en las horas amargas del dolor, a nosotros nos acompañará la satisfacción del deber cumplido, y a ellos, el remordimiento por su incuria y abandono.
El hombre, la mujer, todos tenemos la obligación de oponernos a la guerra. ¿No son ya suficientes las tribulaciones que la lucha diaria por la existencia lleva en sí, que la condición social nos impone, para que las aumentemos con las derivadas de luchas homicidas y cruentas entre nosotros, entre unos y otros pueblos? Si es que no tenemos bastantes con las primeras, entonces hacemos bien en añadirles las segundas. Pero en este caso, seamos, al menos, consecuentes con nuestra estupidez; no nos quejemos luego de los males que nos agobien; no maldigamos, no blasfememos de nuestra suerte. No elevemos, airados los puños amenazando a un enemigo imaginario, cuando el enemigo real, el verdadero, lo llevamos dentro de nosotros mismos, en nuestra propia conciencia.
La guerra es un crimen monstruoso que nadie puede defender. Y si como dijo un pensador, al que mata a un semejante le llamamos todos criminal, y al que mata muchos, le llamamos héroe porque así nos lo han enseñado, termine el equívoco, la paradoja, la interpretación sofística y equivocada. Si el que mata a otro en riña, o como sea, es un criminal, el que mata a muchos, en guerra, o como sea, es doblemente, triplemente criminal, y si no podemos, en conciencia, culparle a él directamente de lo que hace, porque entre todos le impulsamos al crimen, culpémonos cada uno de por sí y exijamos a nuestra conciencia el firme propósito de no reincidir en el crimen que envilece.