«Dios, Patria, Rey». La Internacional reaccionaria, el carlismo y la lucha de clases
Escribía Joaquín Maurín, el lúcido dirigente comunista catalán, que el fascismo en España tomaría una forma original respecto al nazismo alemán o el fascismo italiano, sería una «resurrección en otras circunstancias del carlismo clásico, modernizado, claro está, con influencias musolinescas y hitlerianas»[i] y añadía sobre el brazo parlamentario de la extrema derecha española de los años treinta: «lo que en la CEDA [Confederación Española de Derechas Autónomas] hay de agro-pecuario, de salvajismo de cacique provinciano y la brutalidad de señorito aristócrata le comunica una agresividad destemplada de viejo tipo carlista trabucaire»[ii]. Certero como el rayo, Maurín adivinó, las bases sociales e ideológicas de las extremas derechas de los años treinta en su vieja raíz decimonónica.
El largo siglo de la contrarrevolución armada en Europa, una cruzada, armada e ideológica, en defensa de la propiedad, tuvo especial virulencia en España, con sus tres guerras civiles. Las nuevas corrientes historiográficas han señalado la notable organización de las extremas derechas aristocráticas y católicas en la llamada Internacional Negra, aquella Internacional reaccionaria de los llamados legitimistas, ultramontanos, ultrarealistas, más comúnmente conocidos como carlistas, unidos en su conjunto por un internacionalismo basado en la lucha paramilitar en pro de sus intereses de clase.
Ahora que las nuevas extremas derechas enarbolan de nuevo de forma desacomplejada sus viejas banderas es interesante recordar las causas de su emergencia, dado que aun a día de hoy sigue existiendo una notable confusión, de derecha a izquierda, de la filosofía y la ciencia política a la propia historiografía, a la hora de analizar histórica, social y políticamente la extrema derecha carlista.
Algunos palos de ciego contra la extrema derecha
En el ámbito de la historiografía siguen predominando toda una serie de tópicos construidos por los intelectuales burgueses, liberales y conservadores, que no sólo contribuyen a emborronar el análisis sobre la extrema derecha sino incluso a romantizarla con todo desparpajo. Recientemente, en una entrevista para la revista Ab Origine el historiador Jordi Roca afirmaba que hay «discursos carlistas que son altamente federalizantes imaginando comunidades harmónicas que nada tienen que ver con el antiguo régimen». Se trata de un enfoque que no solo niega la realidad histórica, sino que reproduce de forma errónea los planteamientos de Eric Hobsbawm y E. P. Thompson sobre los rebeldes primitivos y las luchas sociales para defender la economía moral tradicional contra el auge del capitalismo.
Ya que, si Hobsbawm y Thompson empleaban dichas categorías tras estudiar toda una serie de luchas de clase plebeyas anteriores al nacimiento de la clase obrera, la historiografía catalana, y española, ha trasladado estos conceptos para los sujetos reaccionarios (¡!). Lamentablemente, incluso los más brillantes historiadores marxistas derraparon en este terreno: el gran Pierre Vilar llegó a equiparar a los carlistas con los cantonalistas al considerar a los primeros como una versión española de los rebeldes primitivos portadores de una cierta utopía primitiva[iii], no patinó menos el brillante Josep Fontana al decir que el carlismo representaba la revuelta de los campesinos en zonas empobrecidas y que su expresión ideológica en el catolicismo era el fruto de la conciencia de clase:
“La defensa integrista de la fe expresa en el mundo rural elementos de un marco de «economía moral» —si se me permite utilizar el término thompsoniano— y los ayuda a legitimar sus reivindicaciones específicas de clase.”[iv]
Triste parábola con respecto a los mucho más acertados diagnósticos legados por los militantes republicanos coetáneos de la extrema derecha carlista. Así, la célebre fórmula de Valentí Almirall —«l’aristocràcia de l’espardenya [la aristocracia de la alpargata]»— atinó a ver la expresión nacional de una contrarrevolución agraria de clase en el marco de una cruzada global de todas las extremas derechas europeas, como señaló Fernando Garrido, en una Internacional Negra que: “que, con armas o sin ellas, está dando su última batalla, no solo en España, sino en todo el mundo”[v].
Y es que como ha puesto de relieve uno de los mejores especialistas en la materia, Ferran Toledano, los más recientes tópicos acerca del carlismo emergen de la ralea de intelectuales ultraconservadores, enemigos viscerales tanto de la Primera República —como Joan Mañé i Flaquer en su Viaje alrededor de la República. Cartas a Cándido (publicado en 1911 a partir de sus artículos antirepublicanos de 1873 y 1874)— como de la Segunda —cuando Josep Pla asentó en su obra literaria y periodística el conflicto campo/ciudad vs tradición/modernidad como explicativo del carlismo. Es importante tener presente que ambos periodistas, uno por El Diario de Barcelona y el otro por La Veu de Catalunya, se confesaban «carlistas platónicos» como han puesto de relieve sus críticos —Borja de Riquer en el caso de Mañé i Flaquer[vi] y Joan Fuster acerca de Pla cuando situaba su reaccionarismo por su condición de “kulak pequeñoburgués”[vii].
Lo cierto, es que el carlismo se enmarcaba en una reacción de clase en defensa de la gran propiedad agraria y los privilegios de la nobleza que se distinguió por una acción paramilitar justificada ideológicamente como una santa cruzada. Se trataba de una vía alternativa de dominio burgués con métodos paramilitares y dictatoriales, como sostiene Toledano[viii], para sostener una «monarquía paternal sin ciudadanos»[ix] que convirtió a España en un parque temático de la extrema derecha europea y en un banco de pruebas de su internacionalismo reaccionario.
«Guerra en pro de Dios». El respeto armado de la propiedad
«La contre-révolution c’est le respect et la protection armée de la propieté» [La contrarrevolución es el respeto y la protección armada de la propiedad], en estos términos vanagloriaba el periódico de extrema derecha francés Le Drapeau Français la lucha armada de los carlistas en su última guerra de 1872-1876.
La última expresión de una dinámica contrarrevolucionaria que se puede rastrear en la reacción armada contra la revolución francesa desde las guerras de la Vendée en 1793, la insurrección ultramonárquica contra Luis Felipe o en la guerra civil portuguesa de 1830-1832 en la que los partidarios del rey Miguel entonaban el «Dios, Patria y Rey». Una dinámica global que en España arrancó de los opositores a las Cortes de Cádiz para llegar a enfrentar al mismo Fernando VII con tal de inclinarlo, aún más, a posiciones ultras, como destacó Fontana[x]. Dando lugar en el proceso a todo tipo de sociedades secretas absolutistas que clamaban por el «suave yugo de su paternal dominación» —en palabras del panfleto ultra de 1826: Manifiesto que dirige al pueblo español una Federación de realistas puros— representado por su hermano, el pretendiente Carlos.
La religión jugará en este proceso un papel como doctrina ideológica a la vez que proporcionará una estructura organizativa para financiar a la extrema derecha. Esta teología de la contrarrevolución planteaba la lucha armada como una guerra santa, una cruzada, para justificar el terror blanco. El Papa Pío IX en su largo mandato (1846-1878) se encargará de ello con la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, la encíclica Quanta Cura y el apéndice Syllabus Errorum, ambos de 1864, y, sobre todo, en el Concilio Vaticano I de 1869 donde proclamará la infalibilidad papal. De hecho, en la lucha por preservar los Estados Pontificios del republicanismo revolucionario italiano de Garibaldi el Vaticano organizará una Internacional cristiana y católica secreta y clandestina: el Comité de Defensa Católica en Ginebra[xi] será el centro de mando para tratar de restaurar en toda Europa las monarquías cristianas con un programa teocrático común bajo el grito de «Nous sommes des internationaux noirs! Nous sommes des révoltés!» (como proclamará la Correspondance de Genève, órgano de la internacional reaccionaria católica en 1871).
Vicente de Manterola, teólogo de la contrarrevolución nativa y dirigente político de la Comunión Católico-Monárquica (el brazo parlamentario del carlismo durante 1868-1873) resumiría dicho programa sucintamente:
«Porque la naturaleza, en todos los órdenes y esferas, ostenta el fenómeno de la desigualdad, y la desigualdad, por disposición de la Providencia, no produce discordia en la guerra, sino armonía de la paz» (Don Carlos o el pétroleo, Madrid, ed. Antonio Pérez Dubrull, 1871, p. 17)
Una noble causa que justificaría la «guerra en pro de Dios» al grito de Santiago y cierra España como planteaba recurrentemente la prensa carlista (en este caso el diario El pensamiento español: diario católico, apostólico, romano enenero de 1870). Una apología brutal del régimen de dominación patriarcal dirigido especialmente contra las mujeres, los obreros y los esclavos. Contra las primeras, Manterola denunciaba el “desgarrador espectáculo de turbas de mujeres sin pudor que, como hediondos gusanos, invaden las plazas y las calles, paseando en triunfo la desvergüenza, el cinismo y la deshonra” (Don Carlos o el pétroleo, 1871, p. 23). De hecho, la cruzada carlista haría de la violación una herramienta de guerra, como denunciaría de manera recurrente la prensa republicana, y de las humillaciones en público de las mujeres republicanas una práctica salvaje con apaleamientos y cortes de cabellera en público. Contra el movimiento obrero el carlismo demonizaría el ejemplo de la Comuna de París practicando la misma deshumanización. Otro teólogo carlista, Josep Caixal i Estradé (obispo y senador carlista en 1871), lo expondría al suplicarle al pretendiente Carlos VII en 1875 sus esperanzas: “mi profunda convicción, que tengo manifestada a V. M., de que V. M., tiene la misión del Altísimo de matar a la revolución, y perseguir sus restos hasta Jerusalén”. La quema de los ateneos obreros y el fusilamiento de sus más destacados militantes sería la concreción de matar a la revolución.
Por último, cabe destacar la tórrida relación entre la extrema derecha carlista y los esclavistas, que se traducía en el apoyo irrestricto de los primeros a la preservación de las colonias del imperio y al régimen de trabajo esclavo imperante en ellas o el «suave yugo de la mal llamada esclavitud» como les gustaba decir a los traficantes de carne humana.
Cuando a finales de 1872 se constituyan las organizaciones esclavistas para detener la abolición de la esclavitud en Puerto Rico la flor y la nata de la extrema derecha publicará un manifiesto declarando sus intenciones: “mostrando a amigos y adversarios, por su número y calidad del país carlista, lo que este país es, lo que puede y lo que quiere en las cuestiones ultramarinas (…) Para la conservación del territorio, se podrá contar con las fuerzas leales si necesario fuese” (en el periódico carlista La Convicción, 22-1-1873). Es más, los recurrentes rumores sobre el financiamiento esclavista del carlismo llegarían en septiembre de 1873 al Congreso, respondiendo el presidente del poder Ejecutivo de contar con pruebas sobre esta feliz relación financiera.
El golpe de Estado de 1875 que instauró el régimen dictatorial de Alfonso XII haría que la alternativa carlista dejara de tener sentido para la burguesía y la nobleza en la medida que el conservadurismo asumía, de facto, todos sus planteamientos. De todos modos, la cruzada de propietarios que encarnaba el carlismo resonará de nuevo en 1936-1939 adelantando así, como han señalado algunos historiadores, la fórmula del fascismo como, de hecho, denunciaría la prensa republicana y comunista de los años treinta bajo el rótulo del “carlo-fascismo”.
Quizás por ello no es sorprendente que la generación de comunistas y anarquistas que enfrentaron la internacional reaccionaria de los años treinta del siglo XX hubieran empezado su militancia peleando físicamente contra los requetés, como hiciera con 17 años un joven Joaquín Maurín en Huesca en 1913. De la misma manera que sus antepasados republicanos combatían a los carlistas bajo la bandera roja como clamaba en la Primera República La Campana de Gràcia: “Pobles dignes que destigeu llibertat, igualtat i fraternitat; veniu i aplegueu-vos sota la bandera roja. (…). Fem-los sentir els que militem sota la roja, el que pot un poble avergonyit de que encara campegi l’absolutisme per nostres muntanyes. Guerra a mort als fanàtics defensors de l’absolutisme!”.
Notas
[i] “La amenaza fascista existe”, La Batalla, 23 de marzo de 1933.
[ii] Joaquín Maurín: Hacia la segunda revolución, Madrid, Fundación Andreu Nin, 2023 [1935], p. 272.
[iii] Pierre Vilar: “Peasant, Worker, and ‘National’ Rebellions: the Case of Nineteenth-Century Catalonia” a Frederick Krantz (ed.), History From Below, Oxford, Basil Blackwell, 1988, pp. 339.
[iv] Josep Fontana: “Crisi camperola i revolta carlina”, Recerques, nº 10, 1980, p. 13.
[v] Fernando Garrido: La rebelión carlista, la religión católica y la república federal en España, Lisboa, 1874, p. 4.
[vi] Borja de Riquer: “El conservadorisme polític català: del fracàs del moderantisme al desencís de la Restauració”, Recerques: Història, economia i cultura, nº 11, 1981, pp. 29-80.
[vii] Joan Fuster: Contra el Noucentisme, Barcelona, Editorial Crítica, 1977.
[viii] Ferran Toledano: Carlins i catalanisme. La defensa dels furs catalans i de la religió a la darrera carlinada, 1868-1875, Sant Vicenç de Castellet, Farell, 2002.
[ix] Ferran Toledano: La muntanya insurgent. La tercera guerra carlina a Catalunya 1872-1875, Girona, Cercle d’Estudis Històrics i Socials de Girona, 2004, p. 441.
[x] Josep Fontana: La crisis del Antiguo régimen 1808-1833, Barcelona, Crítica, 1979, p. 188.
[xi] Véase Emiel Lamberts: The Black International. The Holy See and Militant Catholicism in Europe (1870-1878), Leuven, Leuven University Press, 2002.