La conspiranoia desmoviliza
A las personas nos suele costar mucho aceptar que los eventos que nos resultan sorprendentes a menudo tienen explicaciones anodinas. Esto nos lleva a lugares oscuros y a la desmovilización, pues acabamos dibujando al enemigo como un ser todopoderoso, indestructible y sobrehumano
Me estaba trincando mi segundo café de la mañana en un hotel de carretera de un pueblito perdido de Nafarroa. El pañuelico rojo y los pantalones blancos enkalimotxados de los guiris que no habían encontrado hospedaje en Iruñea, contrastaban con mi ropa de monte y la ropa de trabajo de quienes me rodeaban, y sus caras de resaca con nuestras caras de asombro. En la pantalla una imagen en bucle: Donald Trump está dando un mitin, de repente se lleva la mano a la oreja como si le hubiera picado un tábano. Todos se agachan. Un grupo de tíos y tías con traje y pinganillo rodean al multimillonario. El muy cabrón se levanta y con la mejilla ligeramente ensangrentada sale de ahí triunfal, regalando al mundo una foto potorruda. Alguien ha intentado volarle la peluca rubia de un balazo al candidato a la presidencia de EEUU.
Dije “Bueno, ahora todos sabemos quién va a ganar las elecciones” y se abrió la veda del análisis político. Tertulianos con gorra de la caja rural, llenos de polvo que desayunan chupito de patxaran, infinitamente más dignos y respetables que los que salen por televisión, comenzaron a verter sus elucubraciones con un precioso acento navarro. “Qué pena que no lo hayan matado, así le habrían hecho un aeropuerto como al Kennedy”, “El tirador tenía muy mala puntería. O muy buena, no sé” y como no, el clásico y siempre confiable “Ha sido todo un montaje”. Yo no dije nada, en parte porque tenía la boca ocupada con un bocado de pintxo de tortilla mazacote de los que se estilan por allí, pero pensé que para ser un montaje esa bala había pasado demasiado cerca del cerebro infecto del líder. Demasiado arriesgado, no me jodas. El hecho de que ahora sepamos que no fue una bala lo que le pasó zumbando por la oreja, sino un fragmento del cristal del prompter, no cambia mucho la cosa.
La noticia del día no fue lo que copó la conversación durante nuestra ruta de monte, estuvimos dándole vueltas a otra cosa. El día anterior, nada más cruzar el peaje, fuimos interceptados por la organización armada que más españoles ha matado en la historia: la Guardia Civil. No era un control de alcoholemia, ese estaba en la otra dirección, sino uno de armas y drogas por si íbamos a San Fermines con mandanga o intenciones de liarla. Nosotros íbamos al monte, pero ya se sabe que los piercings, tatuajes y los tíos con pendientes de aro que van dentro de un coche que viene de Bilbao, garantizan que te desordenen el maletero y la guantera. Nada de eso pasó, aunque no me libré de que una picoleta me sobase las tetas, fue un control de lo más superficial. Ni el pastillero de la medicación de mi acompañante ni nuestras navajas les parecieron sospechosas y después de que nos tocaran los huevos literal y metafóricamente, nos dejaron marchar. Eso fue bastante raro y nuestro principal tema de conversación esa mañana de monte. “Yo creo que iban buscando otra cosa”, “Yo creo que querían medir nuestra reacción”, “Yo creo que querían provocarnos”. Como ya había terminado de mascar la tortilla, esta vez sí dije algo: Yo creo que simplemente estaban cansados. Probablemente iban a hacer el cambio de turno y no se querían liar.
En diciembre de 1973 el comando Txikia mandó a la puta de un petardazo al presidente del gobierno de la dictadura, el almirante Luis Carrero Blanco. Nah, unos vascos jamás podrían haber realizado semejante obra de ingeniería, seguro que tuvieron ayuda de los aliens, digo... de los estadounidenses
A las personas nos suele costar mucho aceptar que los eventos que nos resultan sorprendentes a menudo tienen explicaciones anodinas. Esto nos lleva a lugares oscuros y a la desmovilización, pues acabamos dibujando al enemigo como un ser todopoderoso, indestructible y sobrehumano.
En diciembre de 1973 el comando Txikia mandó a la puta de un petardazo al presidente del gobierno de la dictadura, el almirante Luis Carrero Blanco. Desde luego fue un evento sorprendente, por lo que a mucha gente le pareció demasiado trambóliko aceptar que un grupo de veinteañeros que apenas habían salido de sus respectivos pueblos, liderados por un chaval flaquito de Arrigorriaga, pudiera haber llevado a cabo semejante hazaña. Nah, unos vascos jamás podrían haber realizado semejante obra de ingeniería, seguro que tuvieron ayuda de los aliens, digo... de los estadounidenses. Sí, esta conspiranoia tiene tufillo a vascofobia, del mismo modo que la teoría de los antiguos astronautas, esa que dice que las pirámides de Egipto, las de México, Guatemala, Perú... o de cualquier país no blanco, fueron obra de los extraterrestres es puritito supremacismo occidental. Pero, centrémonos. La conspiranoia instala la idea de que el poderoso no hace nada por azar, que lo tiene todo escrupulosamente medido y controlado. Y no. Si tuviéramos en cuenta que el enemigo frecuentemente es un funcionario gris, vago, que apesta a Barón Dandy y grita a la tele con un carajillo en una mano y un mondadientes en la boca, o un chulo de gimnasio con pelo de tronista de Mujeres Hombres y Viceversa que hiede a Axe y que tiene más tatuajes que neuronas, las asambleas en las que se planea hacer un acto pacífico y simbólico contra la enésima ofensiva capitalista que destruye nuestras vidas, serían mucho más cortas. Perderíamos mucho menos tiempo y energías elucubrando sobre todas las posibles estrategias que llevará a cabo la policía para impedir que se despliegue esa pancarta.
Claro, que también es cierto que el gobierno de la socialdemocracia infiltra policías en nuestros movimientos sociales, eso es una realidad muy grave. Pero como hemos podido ver, en la mayoría de los casos estos infiltrados suelen limitarse a abusar sexualmente de las militantes y a causar enorme daño psicológico a aquellas personas con las que entablan relaciones sexo-afectivas. Quienes más daño suelen causar a nuestros colectivos son aquellas personas que han pasado por muchísimas asambleas en ciudades como Barcelona o Madrid y que vienen a enseñarnos a nosotros, que a sus ojos somos unos bárbaros provincianos, cómo se han de hacer y decir las cosas. Generan conflictos internos y descohesionan el grupo. Después, cuando ya han quemado el colectivo, se piran a otro lugar en el que seguir expandiendo la palabra de la pureza ideológica destruyendo a cuanto se encuentran a su paso. También está la modalidad del militante que procede de movimientos parroquiales, esos que hablan flojito y que rechazan todo tipo de propuesta mínimamente transgresora, generalmente en nombre de los cuidados de las personas más vulnerables del colectivo. Si el señor Marlaska o cualquiera de sus pegamoides está leyendo este artículo, le pido que no mande más maderos con cresta a nuestras asambleas para desarticularlas: nosotros solitos nos valemos y nos bastamos.
Lo cierto es que cuando no son esos gilipollas a los que abrimos la puerta de nuestras asambleas de par en par, es el miedo el que nos desmoviliza. El miedo a algo que la mayoría de las veces no está ahí, el miedo al ogro, al coco o al policía listo y trabajador. El sistema es un desastre, está lleno de fallas —joder, que el otro día se cayó Microsoft a nivel mundial, ¡pero qué puta broma es esta!—. Por eso aquel tirador pudo subirse al tejado con un rifle durante el discurso de Trump en Pensilvania, por eso cayeron las Torres Gemelas. Por eso voló Carrero, porque el sistema está compuesto de gente tan desastrosa, vulnerable y mortal como tú y como yo.
Organízate y lucha.
Y después a la ducha.