Urnas, ruido y biquiños
La izquierda lleva unos años cosechando resultados electorales decepcionantes en nuestro país, de nada sirve negarlo. Buscar los motivos y hacer propuestas para revertir la tendencia a la baja es, como es natural, uno de los debates recurrentes en los ambientes progresistas. En este sentido, el nacimiento de Sumar viene marcado por la hipótesis de que había un problema con las formas, una cuestión de comunicación política, motivado por el enfrentamiento de las voces fuertes de Podemos con los grandes medios de comunicación de masas y el tono ronco del discurso de dichas voces.
Se ha planteado como un error insistir en sacar adelante la Ley Trans, pese a la oposición de parte del PSOE, y no haber dado el brazo a torcer en la defensa de la Ley Sólo Sí es Sí frente a la ofensiva judicial y mediática de las derechas. Este segundo punto es especialmente sintomático: no se niega que la liberación de violadores fuera una campaña política totalmente ajena a la redacción de la Ley, se afirma que como la batalla por el relato estaba perdida de antemano no debería haberse combatido, sino que se debería haber sacrificado la centralidad del consentimiento como garantía de los derechos y libertades de las mujeres a fin de evitar el desgaste que suponía defenderla. Anteponer dichos derechos y libertades a su propia imagen pública es el crimen que se achaca a Irene Montero, como consecuencia del cual es un “fusible quemado” que debe apartarse (o ser apartada) de la primera línea política.
Según dicha hipótesis, para revertir la tendencia era necesario constituir una izquierda amable y simpática, que se llevara bien con los medios y mantuviera los enfrentamientos con el PSOE en silencio, llevando a cabo las negociaciones en despachos cerrados y mostrando armonía de cara a la galería, aunque eso conllevara tener que asumir sus postulados a veces. Esto y poco más es lo que capitanean Yolanda Díaz e Iñigo Errejón.
Está hipótesis se ha puesto a prueba en las urnas por segunda vez el pasado fin de semana y por segunda vez ha quedado refutada por los datos. Contar con una izquierda cuqui, fan de Zara y asidua a saraos y alfombras rojas, que ni se mete en líos ni hace ruido, no sirve para revertir la tendencia a la baja. Sigue abierto por tanto el debate de qué está fallando y qué se debería hacer al respecto.
La primera cuestión, en mi opinión, es darnos cuenta de que esta tendencia no es un fenómeno aislado que sólo ocurra en España. Al contrario, se enmarca dentro una ola reaccionaria que ha crecido en todo el mundo, con gobiernos ultras como el de Bolsonaro en Brasil, Trump en EE.UU. o ahora Milei en Argentina. La derecha y la extrema derecha son mayoría en el Parlamento Europeo, en el que además crece una izquierda difícil de distinguir del hegemón en su apoyo a la escalada belicista, las políticas migratorias racistas y el neoliberalismo.
Si analizamos en su conjunto los resultados electorales de los últimos ciclos desde la pandemia, nos daremos cuenta de que el problema no es el mal resultado de un partido u otro en una elección u otra. El problema es que cada vez hay menos votantes de izquierda.
En este sentido la cuestión no es en realidad porqué esta tendencia a la derecha también se da en España sino porqué en España no ha conseguido llegar aún al gobierno. Si entendemos que las derechas están subiendo globalmente porque están ganando la guerra cultural y consiguiendo que sus marcos sean los hegemónicos, aquellos con los que todo el mundo analiza la realidad, nos daremos cuenta de que esas izquierdas que no se enfrentan con el poder ni plantean una alternativa al sistema, sino que asumen los marcos impuestos por la ola reaccionaria, son funcionales a dicha ola. Trump es hijo de los Biden y los Clinton, es consecuencia sobre todo de la incapacidad del gobierno de Obama a la hora de transformar la sociedad norteamericana.
Desde esta óptica entendemos que la diferencia del caso español ha sido precisamente tener una izquierda valiente que planteaba la necesidad de afrontar ese tipo de transformaciones. España se ha beneficiado de la vacuna que supuso el 15M a la hora de asentar marcos hegemónicos alternativos a los que plantean las derechas; al margen de los vaivenes electorales e institucionales que ha atravesado nuestro país en los últimos 15 años, lo políticamente determinante es que ante la gran crisis económica de 2008 la gran mayoría del país respondió aspirando a conseguir justicia social y derechos garantizados para todos, todas y todes, y esa aspiración ha sido la brújula que ha marcado un rumbo incompatible con la ola reaccionaria. Una aspiración, no lo olvidemos, que se tradujo en primer lugar y sobre todo en manifestaciones, acampadas, stop-desahucios y todo un repertorio de acción colectiva mucho más relacionado con el ruido y las calles que con los biquiños y los salones de eventos.
Por eso la segunda cuestión que es central, en mi opinión, es darnos cuenta de que lo más peligroso de la hipótesis antes formulada es que supone una impugnación no ya de los portavoces de Podemos sino principalmente del espíritu del 15M. De hecho, si alguna autocritica deberíamos hacernos en Podemos no es haber sido demasiado radicales, haber hecho demasiado ruido, haber intentado llevar demasiado lejos los avances sociales, sino no haberlo hecho lo suficiente. Pedro Sánchez estaría encantado con ser recordado como el Obama español aunque la herencia para su país fuera un Trump, somos quienes vamos a sufrir las consecuencias quienes debemos poner pie en pared.
Para ello debemos asumir con todas las consecuencias la centralidad de la guerra cultural y la importancia de difundir y defender posiciones valientes desde la izquierda, aunque suponga enfrentarse a todo el poder mediático que apoya el avance de los marcos de las derechas. Si tratamos de jugar en su tablero, hemos perdido antes de empezar.