La Edad de Piedra
Creo que la primera vez que oí pronunciar esta frase fue en la década de 1990, cuando un general estadounidense llamado Schwarzkopf prometió a los iraquíes que los devolvería a la Edad de Piedra. Hubo una guerra contra el Iraq de Saddam Hussein. Luego hubo una segunda. Entre ambas murieron quinientos mil niños iraquíes por las bombas y por el embargo de medicinas decretado por Estados Unidos y por las potencias occidentales. Madeleine Albright, secretaria de Estado del Partido Demócrata, entrevistada sobre la muerte de este medio millón de niños, dijo que sí, que había sido un precio muy alto el pagado, pero que había merecido la pena. ¿Mereció la pena? ¿Cuál era el objetivo? Devolver Iraq a la Edad de Piedra. Más o menos las potencias occidentales lo consiguieron. Los estadounidenses fueron derrotados después de destruir el país y a continuación se marcharon, pero mientras tanto habían hecho lo que había que hacer.
Ahora ha sido Yoav Gallant, el ministro de Defensa israelí, quien ha prometido devolver Líbano a la Edad de Piedra. Gaza ya ha vuelto allí. Los Übermenschen [superhombres] sionistas han golpeado a los Untermenschen [seres subumanos] de Hezbolá con su superioridad técnica: les hicieron llegar buscas, teléfonos móviles y otros dispositivos de comunicación cargados explosivos y mataron a docenas, dejaron ciegos a cientos e hirieron a más de cuatro mil ciudadanos y ciudadanas libaneses. Al igual que los nazis de Hitler, que ganaron la guerra en un principio, porque disponían de medios técnicos superiores para librarla, hoy los nazi-sionistas se han dotado de la superioridad tecnológica necesaria para enviar a la Edad de Piedra a quienes representan un peligro para ellos. El problema es que 1800 millones de musulmanes son un peligro para Israel. Y la superioridad tecnomilitar no es eterna, como nos demostró también el destino de Hitler. Así que podemos apostar por ello: tarde o temprano –y los tiempos corren cada vez más veloces– será Israel el que vuelva a la Edad de Piedra, pero poco a poco es la mayoría de la humanidad la que está volviendo a la misma.
La Edad de Piedra es el destino de los nacidos en el nuevo siglo
Nuestros antepasados, que acababan de descender de los árboles, vivían en la Edad de Piedra, pero estaban acostumbrados a sus inclemencias y se las arreglaban de un modo u otro. Nosotros ya no estamos acostumbrados a vivir en cuevas, a no tener sanidad pública y a trabajar trece horas bajo el sol. Desde el punto de vista ético, ya hemos regresado a la Edad de Piedra. En el país insignia de la civilización occidental, los Estados Unidos de América, es peligroso ir al colegio, porque cada vez con más frecuencia ocurre que alguien dispara a matar causando la muerte de un número indeterminado de chavales. En Italia hay un gobierno que impide por todos los medios prestar socorro a las personas que se ahogan en el mar Mediterráneo. Un ministro troglodita italiano está siendo juzgado desde hace semanas por impedir que un centenar de náufragos entrasen a un puerto siciliano. El energúmeno, agitando las cuentas de su rosario, dice que lo hizo para defender las fronteras de su patria. Muchos italianos (me temo que la mayoría) están de acuerdo con él. Humillar, violar, torturar, ahogar, exterminar: esta es la guerra civil global que ya ha estallado y que se extiende por todas partes. Los diques se han derrumbado, al igual que se derrumban las orillas de los ríos, que inundan las ciudades tras un verano criminal, que ha registrado temperaturas sin precedentes. La Edad de Piedra es el destino de los nacidos en el nuevo siglo.
En todas partes en el Norte global, las mujeres se han dado cuenta de ello y cada vez son menos las que se dejan convencer por la orden patriarcal de procrear. Engendrar inocentes para enviarlos a la Edad de Piedra no parece algo repleto de sentimientos nobles. El Papa dice que hay que traer hijos al mundo, porque tan solo así se vivirá una vida plena. Con todos mis respetos al bueno de Francisco, me parece que esta afirmación es un disparate. La elección de traer al mundo a víctimas inocentes del nazismo reinante y de un clima infernal empieza a parecer cínica, violenta y moralmente inaceptable. Lo que se nos ofrece es mucho peor que la nada. Vivir es mucho peor que no estar. Y no hay indicios de que mañana vaya a ser mejor. De hecho, parece prácticamente seguro que mañana será peor. Por eso cada vez hay más mujeres que desertan: evitan por todos los medios tomar esa decisión. En un par de décadas el mundo estará lleno de viejos, que habrán logrado escapar de guerras e incendios, esperando la extinción de la raza humana, la cual a todas luces ha fracasado.
Ha llegado el infierno nuclear, ha llegado el infierno climático, ha llegado el infierno esclavista
Pero, ¿y mientras tanto? Mientras tanto existe una generación, que ha sido traída irresponsablemente al mundo. Son pocos, están perdidos y les falta el sentido de la orientación, se hallan bombardeados por un torrente de estímulos infoneuronales, que les empuja a sacrificarse en el altar del consumo, pero para obtener el dinero con el que comprar las innumerables mierdas de marca tienen que trabajar en condiciones de esclavitud. ¿No sería mejor marcharse? Encontrar una isla o, mejor, crear una isla. Encontrar algunos amigos, algunos amantes, algunas amantes, y escapar con ellos, pequeñas comunidades de desertores, que se refugian en lugares donde nada les protegerá de una erupción volcánica o de una lluvia atómica, pero al menos no habremos participado en esta horrible competición entre asesinos. Una isla como la isla de Vis, situada en el archipiélago dálmata, no lejos de la isla de Korçula, donde en la década de 1960 se reunían grupos de filósofos para razonar sobre la posibilidad de evitar el infierno. Fracasaron.
Ha llegado el infierno nuclear, ha llegado el infierno climático, ha llegado el infierno esclavista.
Busquemos una isla en el infierno y desertemos. En pequeños grupos o en solitario.
Recomendamos leer Michael Mann, «¿Cómo explicar la irracionalidad de la guerra?», NLR 145; Grey Anderson, «Arma de poder, matriz de gestión: la fórmula hegemónica de la OTAN», NLR 140/141; y Susan Watkins, «Cinco guerra en una. La batalla por Ucrania», NLR 137.
Artículo aparecido originalmente en Il disertore y publicado con permiso expreso del autor.