Vigiladas y castigadas
Manifestación feminista
Ricardo Rubio / Europa Press
¿Me podrías decir un sólo derecho que no tengáis las mujeres y sí tengan los hombres? Ese es, junto a los insultos, los ataques y las noticias falsas, el argumento más repetido entre los troles machistas en redes sociales para atacar las ideas feministas. Para ellos, la igualdad de derechos ya es ley (y orden, claro) y todo lo demás son radicalismos, chantajes o excesos. En su maravillosa última novela, Querido Capullo, Virginie Despentes hace un perfecto retrato social contemporáneo, especialmente, de la reacción de esos hombres que no comprenden nada de lo que está pasando ante el desborde feminista en marcha. Leedla: aunque está escrita hace meses, relata también lo que significa todo lo que ha pasado con Rubiales.
Pero el hecho es que algo pasa entre la ley escrita y la realidad de muchísimas mujeres. Las que dejan sus trabajos porque no pueden más, las que repiten aquello de “no me da la vida”, las que sufren violencia en silencio, las que la denuncian, las que son señaladas y difamadas públicamente por hacerlo. Y eso que pasa es el patriarcado. Opera en todas partes, en todas las grietas entre la norma y la praxis, entre la realidad y el deseo, y se despliega como esa violencia estructural y simbólica ejercida no sólo por los hombres, sino desde todos los diferentes dispositivos de una sociedad, que le jode a las mujeres la vida.
A lo largo de toda la historia las feministas hemos ido descubriendo las trampas que se ocultan en las leyes, en su cara oculta, en su interpretación o en sus lagunas, y que conviene señalar y hacer patentes. Aprobar la Ley del Solo Sí es Sí entre otros tantos avances pretendía, precisamente, quebrar una de esas trampas, la que apreciaba la gravedad de una agresión sexual en función de cómo respondemos frente a ella las mujeres. Si había heridita, o si tenía miedo. Si se fue de fiesta, si se divirtió, si volvió al trabajo, o si se encerró debajo de la manta y del prozac. Para quienes aspiramos a empujar por vidas sin violencias, sin estigmas, sin vergüenzas, esta ley supone romper con la cultura de la violación que ha normalizado la violencia sexual como algo que se ejerce y que se asume sin consecuencias. Porque debe tenerlas. Ya era hora de que las relaciones sexuales no se determinasen en función sólo del deseo masculino —que también ha dictado, no nos engañemos, los códigos penales— sino en función del consentimiento, que es una herramienta mucho más poderosa y que no acaba en la cama. Consentimiento para hacer valer nuestra autonomía sexual, nuestra libertad sexual, tomar el control de nuestros cuerpos y derechos sexuales. Consentimiento para ser nuestras dueñas y decir sí, o no, o todo lo contrario, a sabiendas de que podemos hacerlo, de que tenemos derecho a hacerlo. Consentimiento para expresar sin miedo nuestro deseo. Consentimiento para impugnar toda una estructura social, cultural, política y judicial que ha tolerado durante demasiado tiempo esta violencia.
La respuesta social, el consenso frente al beso de Rubiales viene, precisamente, de ese deseo feminista compartido de obtener justicia y reparación a la violencia sexual en todas sus formas, desde las agresiones que han abierto telediarios a los baboseos de oficina, o de fiesta. Eso no es punitivismo: retratarlo así sería como sugerir que los millones de mujeres que se vieron reflejadas en Jenni Hermoso solo tienen sed de venganza y castigo, cuando lo que exigen es una respuesta integral a la una vulneración de un derecho, una respuesta además de social, también penal, que rompa la omertá y el pacto de silencio que tan bien conocemos. Unos feminismos que, desde su autonomía, han sido capaces de marcar durante los últimos años una agenda al Estado para obligarle a avanzar a pasos agigantados en derechos merecen más respeto y reconocimiento que ser tratados de una masa castigadora. El populismo punitivo se encuentra en otros lugares, y todos ellos coinciden en haber atacado furibundamente a esta Ley: en los machistas que piden “colgar” a los maltratadores como si ellos no lo fueran, en las tertulias de televisión que juegan a contar penas y condenas, en el conservadurismo moral que habla de “monstruos” y desviados, en el “cherrypicking” que construye teorías de las excepciones, y también en el ultraliberalismo que prefiere que el estado no meta mano en los derechos de las mujeres, porque ya lo meten ellos. Cuidado con coincidir también con ellos.
La transformación del Código Penal que ha traído consigo la ley del Solo Sí es sí no lo es todo ni mucho menos, para avanzar hacia una sociedad de iguales; pero si es una condición para transformar culturalmente la sociedad, como prueban los debates que se han abierto desde entonces. Del mismo modo que lo hizo el cambio en el Código Penal de la Ley contra la violencia de género de 2004 con su histórico preámbulo sobre el maltrato de un hombre a una mujer como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Sobre la ley sólo si es si se ha desplegado una campaña que se parece todo y más a lo que se despliega sobre las mujeres: puta o santurrona, mojigata o guarra, sumisa, o incendiaria. Ni esto ni lo otro. La doble imposición. En el caso de la ley se le ha acusado de subir las penas y de bajarlas, cuando en realidad lo que hay es un cambio de esquema. La bandera antipunitivista cae en esa trampa sin conocer -o sin querer conocer- la realidad de ese cambio y comprando los marcos del machismo que nos señaló como castigadoras para luego acusarnos de lo contrario. Ojalá pusieran más interés en otras cuestiones plasmadas en la parte integral -mucho más extensa, por cierto- y que tienen que ver con esa voluntad de Estado Feminista que quiere no llegar tarde al dolor, al sufrimiento, a la precariedad de tantas mujeres. Por eso hoy puede accederse a los recursos sin necesidad de denuncia. Por eso hay por fin una reparación económica al daño, y se dedica dinero público a recursos psicosociales, habitacionales, a centros de crisis que pretenden ser una red de acompañamiento y acogida. Por eso se ha apostado por impulsar la educación sexual pese a una enorme resistencia conservadora. Cabría recordar que muchas de esas demandas estaban en las agendas del antipunitivismo para construir respuestas integrales mucho más centradas en la persona y su comunidad que en el delito.
El #SeAcabó es un nuevo comienzo de un feminismo que ya lleva muchos años siendo el centro de las transformaciones sociales y que no se agota, que se redefine estratégicamente y tácticamente para seguir y seguir hasta cambiarlo todo.
Si el feminismo puede o debe estar en la institución y en qué forma debe hacerlo es un debate profundísimo que no cabe en esta columna. Quienes apostamos porque sí, porque debe hacerlo, y debe ser transformador, y valiente, nos hemos topado con todas sus consecuencias. El activismo judicial reaccionario ha urdido un ataque que buscaba desprestigiar un Ministerio y con ello, llevarse por delante mucho más, arrasando los movimientos feministas como sujetos políticos, y todas esas agendas pendientes, matando muchísimas pájaras de un tiro. Porque sí, ningún Ministerio puede representar en su totalidad algo tan plural, amplio e indomesticable como es y debe ser el feminismo, pero no puede negarse que quebrar el patriarcado desde el Estado como terreno de disputa es una legítima y muy valiente apuesta que no todo el mundo está dispuesta a afrontar.
Porque la norma, no escrita, siempre ha sido y es el control y la disposición del cuerpo de las mujeres por parte de los hombres y por parte de los poderes. La norma no escrita es que las mujeres no reciben reconocimiento a sus derechos o a nuestros derechos por parte del estado. La norma, lo normal, es la normalización de la violencia sexual. La norma es que nosotras, normalmente, no escribamos las normas. Por eso no denunciamos en el 92% de los casos. Y frente a eso hay que cambiar al Estado y a la justicia. Lean, (leed) el muro de Cristina Fallarás. Lean los cientos, los miles de casos que están buscando la reparación más esencial de todas, que es la de ser escuchadas y que haya alguien al otro lado. Y desde allí, imaginemos hasta dónde podemos cuidarnos, hasta dónde podemos llegar, cada una, u organizadas, pero también desde dentro del Estado, con sus recursos y con sus poderes, que son los nuestros. Que tienen que ser nuestros.
La vergüenza está cambiando de bando. Y millones de mujeres en todo el mundo han roto el silencio: el se acabó es un nuevo comienzo de un feminismo que ya lleva muchos años siendo el centro de las transformaciones sociales y que no se agota, que se redefine estratégicamente y tácticamente para seguir y seguir hasta cambiarlo todo.