Mundo Pizza resiste
Diez amigos van a Mundo Pizza y eligen la promo dos: tres muzza a 9500 pesos, unos 2,8 euros la pizza. En Argentina la pizza se corta en ocho porciones. Aplicando la misma proporción con que el sistema reparte la riqueza, uno de los diez amigos llevaría 17 pedazos y una tirita de muzza a los otros nueve…, pero ¡eso no es un amigo! En el Mundo tal vez pasa, pero en Mundo Pizza no.
Sobre la calle Yerbal, del lado incorrecto de la Panamericana, Mundo Pizza resiste. La trinchera de Gastón y Romina es un símbolo de la resistencia económica y moral de nuestro pueblo. Ese negocio de barrio es un pedazo de la historia nacional oculta entre harinas, muzzarella y aceitunas, entre el salón, la cocina y las paredes sin revoques de la casa prometida. Una porción de Patria entre las callejuelas del barrio obrero que muestra en sus construcciones de diversa calidad y conservación los distintos estratos de la clase trabajadora argentina.
Había dejado a mi hija en el club a pocas cuadras. Tenía que hacer tiempo; fui a mirar los avances de una obra que una Cooperativa construye en la calle Virrey Vértiz sobre un viejo descampado que supo ser el lugar de reagrupamiento de las tropas gauchas que repelieron la invasión inglesa de 1806. Fueron milicias criollas que se organizaron para defender su suelo cuando el cobarde virrey Rafael de Sobremonte, tras divisar el pabellón inglés, huyó con el tesoro virreinal. Aquel triunfo plebeyo sobre la portentosa Inglaterra encendió la conciencia nacional-popular, preparando las condiciones para la revolución independentista… Pero esa es otra historia.
La obra del futuro Centro Barrial Reconquista andaba bien: será una hermosa construcción en la zona pobre del municipio más rico del conurbano bonaerense, sobre las vías del tren Belgrano Norte, entre las casas que los ferroviarios construyeron en tierras ganadas al ferrocarril. Todavía me quedaba una hora. Me negaba a abrir el Whatsapp siempre explotado. Seguí en dirección a la YPF para comprar un café, pero las vueltas innecesarias que damos todos los conductores despistados me llevaron a la calle Yerbal. Me detuve frente a las luces de un bar que prometía ahorrarme varias cuadras.
En la puerta, como esperándome, estaba Gastón Alberto Chielli. Me reconoció, me dio un abrazo, me hizo pasar. He desarrollado la capacidad de darme cuenta si el que me saluda simpatiza con nuestras ideas o lo hace por lo que acá llamamos caretaje. Gastón era uno de los nuestros.
—¡Qué café! Comete unas empanadas— dijo.
Entré a un salón muy cálido, de belleza humilde, donde unas veinte mesas bien puestas invitaban a compartir la cena. La decoración era una versión muy particular de los viejos bodegones, con retratos de astros futbolísticos y grandes actores. En una de las paredes se lucía una exposición extraordinaria: los cuadros de todos los presidentes desde la recuperación democrática que miraban sonrientes a quien se pusiera enfrente. En la charla posterior Gastón se revelaría peronista, pero el hombre tenía ahí a todos y todas, desde Raúl Alfonsín hasta Alberto Fernández.
—Milei… todavía no, y milicos no pongo —dijo.
Tras el mostrador, una puerta llevaba a la cocina. Se notaba que Gastón había convertido una vieja casa —cuartos, baños, living— en ese negocio barrial que sostenía hace veinte años con su esposa. En la cocina se divisaban unos diez hornos pizzeros y una máquina de calentar empanadas.
—Tengo en funcionamiento sólo la máquina y dos hornos. ¿A vos te parece? —dijo Gastón varias veces durante la charla, indignado del derroche de medios de producción, potenciales puestos de trabajo.
Hacia atrás se divisaba una construcción a medio terminar, ladrillos huecos sin revoque, el espacio para las ventanas, los andamios.
—Mi casa… La estamos haciendo hace siete años —dijo Gastón sonriendo.
Mientras se calentaban las empanadas —seis minutos la primera tanda, después te sale una docena por minuto— conversamos del tema obligado… la economía.
—¿Sabés cuánto está el kilo de muzzarella? ¿Sabés cuánto me llegó de luz? La harina, las aceitunas —inquirió.
Todo entre el doble o el triple que hace dos meses.
—Yo acá tenía 17 pibes… Yo los amo a mis empleados. Ahora somos cinco. Si tengo que cerrar, me cuelgo —agregó. No parecía estar exagerando, sólo me informaba su desesperación de la forma más serena, firme y definitiva posible.
Gastón no andaba lloriqueando. Expresaba su justa rabia, una indignación combativa donde colgarse sería un acto de protesta. La cosa venía mal hace años para él, pero ahora…
—Este tipo no empezó mal, empezó muy mal… Hasta Macri, mirá, era otra cosa. Este está haciendo daño —dijo, refiriéndose a Milei.
Gastón no terminó tercer grado. Había forjado una fuerza de carácter que se apreciaba en su mirada cartoneando desde los diecisiete años. Después de varios trabajos en la economía popular, laburó un tiempo de camionero. Lo echaron y se puso la pizzería. Arrancó de a poco, compró maquinaria, tenía un montón de pibes del barrio trabajando con él. Le alegraba ver a la gente comerse una pizza, tomar una cerveza… pero ahora:
—Mirá la hora que es, ¿vos viste que me haya entrado un pedido? —me preguntó— Tuve que hacer estas promos para que se siga moviendo —dijo mientras me mostraba el volante con los precios realmente baratos de las promociones que ofrecía.
Gastón y Romina son lo que se puede decir “buena gente”. La pareja le cocina a los pibes del barrio, pizzas y coca, para los cumpleaños. A veces al costo, a veces gratis. Me ofrecieron para los comedores del movimiento el uso gratuito de las máquinas para hacer las empanadas o los hornos para las pizzas. No una, varias veces.
—Todo esto lo hice con el lomo. Yo no sé pensar, sé trabajar. Mi hijo es inteligente, se puso un negocio de celulares, hace unos años se me fue a España… No va a volver —dijo sin amargura.
No quería perder a los otros pibes, sus empleados, pibes que tenía laburando, que entraban y salían. Se los veía felices a pesar del calor de los hornos. El clima laboral era el de un club o una familia grande.
—Si se van de acá, terminan vendiendo droga. Yo les pago nueve mil pesos por día, para vender en un pasillo les pagan catorce.
Si cerraba Mundo Pizza esos pibes, esos otros hijos, no iban a irse a España… tampoco iban a volver a preparar empanadas.
En un momento de la charla, llegó la pregunta que irremediablemente aparece desde hace semanas en cada conversación que la vida me ofrece.
—¿Qué vamos a hacer, Grabois?
—Hay que aguantar, ganarle las elecciones y cambiar todo.
—Es fácil de decir amigo
—¿Qué querés que te diga, Gastón? Es lo que pienso, no hay magia, pero lo vamos a lograr.
—Tampoco hay tiempo… pero ojalá —me dijo, con poca esperanza. Poca, pero alguna.
Los precios de las promociones de Gastón son milagrosamente baratos. Él bajó los precios, pero no bajó ni la harina ni el gas ni el queso. Lo que se redujo es su margen, sus ingresos, su capacidad de dar trabajo. El costo de la “estabilización” lo pagan los pobres, porque aunque Gastón tenga su propio negocio, es pobre. Cuando Milei habla en Davos de la dignidad heroica de los empresarios, grandes benefactores de la humanidad, no se refería precisamente a Gastón.
El modo Milei de bajar la inflación es a través de la miseria. Menos salario, menos servicios sociales, menos jubilaciones. Si nadie tiene para comprar, los precios bajan lógicamente, pero también la actividad, el empleo, las empanadas. La inflación, como la fiebre, se puede bajar de muchas maneras. Con un disparo en el corazón del paciente, la fiebre baja de un hondazo y el tipo queda bien frío.
—Esto es muy injusto, muy injusto… —repetía mirándome a los ojos, como para cerciorarse que no estaba loco o solo.
Y, sin embargo, Gastón tiene los cuadros de todos los presidentes. Si Gastón cree en la democracia, yo también.
Entonces Gastón, así será. Vamos a resistir con la Constitución Nacional en la mano, vamos a sacar empanadas para los pibes hambreados de los barrios, aunque tengamos que cortarnos el corazón a cuchillo. Vamos a vender con promociones, aunque apenas paguen los costos, vamos a combatir con la frente en alto…. Y cuando nos toque, vamos a ir a las urnas, le vamos a ganar y Javier Milei será simplemente otro cuadro en tu pared.
Entonces la pizza se va a repartir bien, y ese ventajero egoísta que al principio de esta historia se llevó las 17 porciones, se va a tener que conformar con la misma ración que los demás.