En las tinieblas de la moralidad
Una lista con nombres y fechas de nacimiento que se desplaza automáticamente sobre un fondo negro se ha vuelto viral en las redes sociales: los nombres de los niños que muertos en los ataques israelíes en Gaza se desplazan por la pantalla en un bucle interminable. Se nos pide que miremos el bucle el tiempo suficiente hasta que encontremos el nombre de un niño que hubiera muerto después de cumplir los dos años. De hecho, nombres de niños que ni siquiera habían cumplido un año parpadean ante tus ojos durante demasiado tiempo. A una le viene uno de esos espantos recurrentes que pueden suscitar los medios de la economía de la atención. Casi la mitad de los muertos en Gaza son niños.
El número de soldados muertos en la guerra de Ucrania, que entra ya en su tercer año, no se cuenta, o mejor dicho: no se publica. Se dice que son cientos de miles. Mueren de forma aún más anónima que los niños de Gaza, cuyos nombres al menos pueden encontrarse en Internet. La sociedad ucraniana cree aún en la victoria sobre Rusia y no quiere saber la cifra de sus muertos. Pero cada vez más hombres se esconden de la conscripción. Mientras tanto, una nueva ley de reclutamiento pretende garantizar una movilización "transparente", puesto que el ejército se está quedando sin soldados. Ahora la orden de reclutamiento se envía a los teléfonos móviles. De esta suerte, no habría manera de sustraerse al deber patriótico.
La guerra y la paz de los consumidores
Poco después del comienzo de la guerra en Ucrania, el filósofo español Raúl Sánchez Cedillo publicó un libro sobre los antecedentes y las consecuencias de la guerra con el apoyo de medico international: Esta guerra no termina en Ucrania: No solo tenía razón en el título. Sostenía también que las sociedades occidentales estaban viéndose presas de un régimen de guerra que dejaría su huella en la economía, la política y la cultura. Hace dos años aún se podría haber rechazado este pronóstico por demasiado sombrío. Hoy, la opinión publicada se caracteriza por la compulsión a declarar la propia posición de obediencia y por visiones del mundo basadas en la distinción entre el bien y el mal. Asimismo, el régimen de guerra está reorganizando las prioridades económicas. En lugar de la protección del clima, ahora lo prioritario es el rearme. El complejo militar-industrial vive una rápida resurrección. El régimen de Putin demuestra que una economía de guerra puede funcionar bien durante un tiempo: mientras los soldados rusos de las provincias sirven de carne de cañón al igual que sus homólogos ucranianos, en Moscú la gente lleva una vida de consumo normal. Starbucks ahora se llama Tasty e Ikea se llama Good Luck. Para la mayoría, lo que cuenta es seguir teniendo un acceso sin restricciones a los bienes de consumo. El paralelismo entre la guerra y la paz consumista es una característica de nuestro tiempo.
Esto nos permite ocultarnos a nosotros mismos el hecho de que las guerras actuales no anuncian su posible fin, es decir, no reconocen que de alguna manera son un medio inmoral de alcanzar objetivos políticos lejanos, sino que anuncian más bien el retorno de formas bélicas de resolución de conflictos que ya no se creían posibles: en Ucrania, una insensata mortandad masiva de soldados por ganancias territoriales apenas perceptibles, como antaño ocurriera en las batallas de la Primera Guerra Mundial; en la Franja de Gaza, una guerra conducida por Israel con inteligencia artificial y a la que un oficial de inteligencia israelí describió en el periódico Haaretz como una "fábrica de asesinatos en masa". Ahora muchos objetarán que hay razones para estas guerras: el ataque ruso, la masacre de Hamás. Eso es cierto. Pero si se quiere contextualizar, entonces también la cuestión de las causas y las conexiones debe plantearse en otro lugar. Sin embargo, en lugar de esforzarnos por comprender, nos refugiamos en una ontología del mal radical. La aparente inevitabilidad de la guerra, que declara toda reflexión como una traición, reproduce al mismo tiempo un sentimiento occidental de superioridad bajo el signo de su propia pérdida de hegemonía. De esta suerte, la paz no vendrá de Occidente. La guerra acompaña a su estrella declinante.
Alemania, una farsa provinciana
A este respecto, Alemania presenta un tipo especial de farsa provinciana. El Zeitenwende [cambio de época] belicista resulta difícil de conciliar con la imagen propia de una Alemania que ha vuelto a ser buena. En las tinieblas de la moralidad, las banderas israelíes y ucranianas ondean frente a nuestros ayuntamientos y afirman que somos los buenos. Los políticos desfilan por las escuelas e imponen la conformidad en nombre de la Ilustración. Desde arriba se impone el consenso de que la matanza de casi 30.000 palestinos es una "guerra defensiva", un lenguaje que recuerda a la expresión rusa "operación militar especial", aunque eso vuelve a Alemania aún más provinciana. Basta recordar la reciente cancelación de la artista estadounidense Laurie Anderson, que no quiso someterse a un examen de conciencia alemán. Se ha olvidado a Alexander y Margarete Mitscherlich, que advirtieron en 1967 en su libro Die Unfähigkeit zu trauern [La incapacidad de estar de luto] que el filosemitismo de la élite alemana no es más que una forma encubierta de antisemitismo. Hoy, los antisemitas son los otros: los judíos críticos, los palestinos por el hecho de existir, todos los emigrantes que se solidarizan en silencio con la población de Gaza, en parte porque ellos mismos se sienten señalados. Se ha olvidado también a Thomas Mann. En 1945 dijo en su discurso "Alemania y los alemanes", que hoy deberíamos releer, que "la Alemania mala es también la Alemania buena que se ha extraviado". De ahí que “no se podía repudiar por completo a la Alemania culpable y declarar: 'Yo soy la buena, la noble, la justa Alemania vestida de blanco, el mal os lo dejo para que lo exterminéis'". Thomas Mann pronunció el discurso cuando se convirtió en ciudadano estadounidense. Solo regresó a Alemania como visitante. Con la desvinculación de Auschwitz de la historia alemana y su presentación como un caso pecaminoso excepcional que duró doce años, al final se han desecho definitivamente de aquellos "ropajes del mal".
Sin embargo, últimamente la caída en desgracia antisemita le toca ahora al poscolonialismo. Con su deslegitimación no solo se defiende a Israel en su existencia contradictoria, donde la aspiración a la liberación y el deseo de un refugio seguro se muestran diametralmente opuestos al origen también colonial y al consiguiente miedo perpetuo del colonizador al colonizado. De esta suerte, Occidente se defiende a sí mismo y a su transformación y explotación coloniales del mundo por encima de todo. Las promesas de que con la globalización llegaría una prosperidad creciente para todos se han quedado vacías. Lo que queda es la inmensa hambre de recursos para defender la propia prosperidad contra todos los demás. Se quiere someter a África a un nuevo reparto en una carrera por la producción de hidrógeno y energía solar. A la retórica descolonial de la política exterior alemana le cuesta bastante disimular ese hambre. Desde Gaza, ya ni siquiera consigue ser una obra imperfecta. Hannah Arendt no recibiría hoy el Premio Hannah Arendt, dijo recientemente la publicista estadounidense Masha Gessen. Para Arendt, la conexión entre los crímenes coloniales y Auschwitz era evidente. En Los orígenes del totalitarismo, traza una línea directa desde los crímenes coloniales, su racismo y sus raíces imperialistas hasta el colonialismo nazi y el exterminio de los judíos.
Brechas en el sistema
Quien busque esperanza difícilmente la encontrará en el Sur Global, que hace tiempo que renunció al deseo de un nuevo orden mundial, como exigiera el Movimiento de Países No Alineados en Bandung en 1957/58, bajo la presión de las circunstancias. Y, sin embargo, las brechas que se están abriendo en los enfrentamientos en torno al orden mundial multipolar son los lugares de los que puede surgir algo que limite la omnipotencia del régimen de guerra. La ONU, que en las últimas décadas ha abandonado en gran medida los intentos socialdemócratas de reforma de Kofi Annan y se ha convertido en un estabilizador del statu quo, es el último escenario civil que queda para los conflictos mundiales. Aquí, las acusaciones de antisemitismo lanzadas por Israel y Occidente sirven más como calumnias como que argumentos serios. Sólo sirven para vaciar aún más la lucha contra el antisemitismo de su contenido real.
La demanda sudafricana ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que pretendía impedir un posible genocidio en Gaza, sacó a la luz lo que aún estaba por oír. A saber, que la invocación de los derechos humanos y del derecho internacional, tal y como se configuraron tras los crímenes contra la humanidad del nacionalsocialismo, ahora solo es tomada en serio por quienes no abusan de él para legitimar su propio poder. Las y los juristas sudafricanos no la han enarbolado como representantes del Estado, sino con sus biografías en la luchas contra el apartheid y los conflictos post-apartheid. El fin de la hegemonía occidental no tiene porqué dar paso a un régimen de guerra. Podría consistir también en una reflexión sobre los derechos humanos universales, y aquí ante todo sobre el derecho a tener derechos que asiste a todos los habitantes de este planeta. Gaza es una señal de alarma y plantea la cuestión de si los privilegiados seguimos siendo capaces de una humanidad universal. Las y los juristas sudafricanos han abierto un horizonte con su insistencia en que los palestinos tienen derechos y en que la guerra contra ellos debe terminar inmediatamente. No solo es el único horizonte que queda, sino también la posibilidad de la verdad, la posibilidad de un nuevo comienzo.
Katja Maurer desconfía de cualquier entusiasmo por la guerra. Sabe de lo que habla: no sólo ha viajado varias veces a Israel, Gaza y Cisjordania para medico international, sino también a Ucrania en 2022, pocos meses después del estallido de la guerra.
Del original alemán Im Nebel del Moral
Traducción: Raúl Sánchez Cedillo