Manual de zonceras (I): migrar a Europa, esa “civilización superior”

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Primer artículo de una serie que busca desmontar las “zonceras” que siempre enturbian el debate público. En este caso, Arturo Pérez-Reverte, la migración y Europa

El lector latinoamericano de Arturo Jauretche y el frecuentador de la tradición ensayística nacional-popular argentina, hallará ociosa esta pequeña introducción, y tiene todo el derecho de saltársela sin más. Para los demás, solo explicar el sentido de eso que en estas columnas, y en una serie de entregas sin una periodicidad establecida, llamaremos «zonceras», en homenaje y como préstamo tomado del libro Manual de zonceras argentinas, publicado por Jauretche en 1968.

Las zonceras, que en este caso serán de origen latinoamericano, europeo y global, son trazos del «mal sentido» común, es decir elementos de la ideología dominante de uso corriente, que no han sido contrastados adecuadamente con la realidad. Como axiomas, las zonceras nos impiden pensar y defender los propios asuntos e intereses de nuestra clase, grupo o comunidad. Zonzo es quien cree en las zonceras y también quien las propaga de manera ingenua. Pero como recordaba Jauretche, a veces el publicista de zonceras puede ser un «vivo» que tan sólo se sirve de ellas. De lo que se trata aquí es tan sólo de desnudar los mecanismos de un pensamiento inútil y falaz, propio de una pedagogía colonial llena de equívocos, para recuperar nuestra común viveza, dado que «el zonzo que analiza la zoncera deja de ser zonzo». Ojalá que así sea.

Hoy comenzaremos con el escritor español Arturo Pérez-Reverte, un diamante en bruto que gastó muchas palabras y algunas metáforas deslumbrantes para endulzar la baba amarga de un discurso xenófobo y anti-migrante. Nuestro literato, "republicano de corazón y monárquico de razón" (sic), se lució con una pieza de antología titulada “Oikofobia: odiar la casa donde vives”, publicada en el periódico mexicano Milenio. Pasen y lean estas palabras que ya reclamaría para sí cualquier nostálgico de la colonia, cualquier fascista con saudade, cualquier cultor de la "ibero-esfera" o cualquier firmante de la Carta de Madrid: sujetos, todos ellos, cada vez más paranoicos frente a la splengleriana "decadencia de Occidente", cuyo espíritu sobrevuela el texto de punta a punta.

Nos asegura Pérez-Reverte, yendo al hueso de la zoncera y despejando cualquier duda razonable sobre su coraje e incorrección política frente a la candente cuestión migratoria: "Digamos lo que quienes deben hacerlo no se atreven: esto no es un debate entre iguales. Esto es Europa. Pertenecemos a una civilización superior en derechos y libertades. [...] En esto Europa está muy por encima, razón por la que acuden a ella miles de emigrantes a refugiarse o ganarse la vida."

¿Ha tomado nota el señor Pérez-Reverte de las causas estructurales, históricas y coloniales de la migración africana, medio-oriental, asiática, latinoamericana y caribeña que se dirige año a año a los Estados Unidos o al viejo continente?

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¿Hernán Cortes, estás ahí? ¿Francisco Franco, eres tú? ¿Felipe VI, qué haces aquí? En aquella fastuosa biblioteca que Pérez-Reverte siempre menciona y con la que se mide sus virtudes intelectuales como otros aquilaten sus virtudes sexuales midiéndose el miembro, ¿guarda Pérez-Reverte algún espacio para Walter Rodney y su De cómo Europa subdesarrolló África, para Aimé Césaire y su Discurso sobre el colonialismo, para Edward Said y su Orientalismo o —estoy seguro de que no— para Anténor Firmin y La igualdad de las razas humanas? ¿Ha leído nuestro cultivado escritor algo que no sea una historia ensimismada y autocomplaciente para con su propia genealogía intelectual, cultural, continental y racial?

¿Ha tomado nota el señor Pérez-Reverte de las causas estructurales, históricas y coloniales de la migración africana, medio-oriental, asiática, latinoamericana y caribeña que se dirige año a año a los Estados Unidos o al viejo continente, que más que viejo es un niño balbuceante frente al antiquísimo Islam, los históricos pueblos originarios de América o la China milenaria? ¿Ha pensado acaso que estos flujos poblacionales podrían no deberse a la influencia magnética que ejercen todas las excelencias del espíritu europeo, ni sus “derechos y libertades superiores”, ni tampoco su bondad y hospitalidad intrínsecas? Bondad y hospitalidad que, dicho sea de paso, cada día ponen en duda el ascenso de la neonazi AfD en Alemania (como ahora mismo en Turingia y Sajonia), los pogromos en Inglaterra e Irlanda del Norte, o la delicadeza de la Guardia Civil española, que acaba de arrollar con una lancha a una barcaza llena de migrantes en las costas de Melilla.

¿Se ha detenido el novelista a pensar que acaso la simple y mundana disponibilidad de comida, abrigo y seguridad (bienes desigualmente repartidos desde que el mundo es mundo, o al menos desde que el capitalismo es capitalismo) pueden ser la causa casi excluyente de una migración que se desplaza, de manera invariable, escapando de las guerras coloniales y neocoloniales de Europa y Estados Unidos, de la tierra arrasada de las políticas económicas neoliberales, o acaso como refugiados y refugiadas de un cambio climático del que Occidente ha representado el 99 por ciento de las emisiones contaminantes desde los inicios de la Revolución Industrial?

Quizás un poema, si no hace entrar en razón al académico, al menos pueda conmover la fibra sensible del literario:

¿Quién dijo que la cultura no tiene olor?
Paso por Roma, por París, bellísimas. En vía del Corso
y Bulmish huelo de pronto a taíno devorado por perros
andaluces, a orejas de ona mutilado, a azteca deshaciéndose en
el lago de Tenochtitlán, a inquita roto en Potosí, a querandí,
araucano, congo, carabalí, esclavizados, masacrados.

Se trata, por supuesto, de Juan Gelman, quien aseguró que “la belleza de los vencidos” todavía pudre la frente de Europa. Y sin embargo, no se trata de aciagos rencores (aunque los tengamos, y bien justificados) ni de vendettas civilizatorias. Europa hoy da más pena que miedo, cada vez más irrelevante en un mundo que no atina a comprender (incomprensión de la que el propio texto de Pérez-Reverte da fe), rumiando sus glorias raídas frente a una época que se le antoja desagradecida, mientras se consume bajo el peso de sus propios fantasmas y se desgarra tironeada entre el Oriente que supo envidiar y el Occidente que contribuyó a inventar. Ya lo dijo hace exactamente 75 años el también poeta Aimé Césaire: “Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente. Una civilización que escoge cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización herida. Una civilización que le hace trampas a sus principios es una civilización moribunda”.

En todo caso, lo que nos atrae de Occidente como una luciérnaga en una noche particularmente oscura, y lo que arrastra cada año a los migrantes a sus puertos y fronteras, es algo de todo aquello que nos fuera expropiado, de todo aquello que, de nuevo con Gelman, “engordó al niño que creció vigoroso”, que gracias a sus políticas coloniales y neocoloniales pudo desarrollar “lenguas, artes, ciencias, modos de amar y de vivir, más dimensiones de lo humano” mientras los otros apenas si nos dedicábamos a malvivir. Pero como dice Pérez-Reverte, las campanadas de la historia han sonado. Para algunos serán un presagio fúnebre y para otros un motivo de jolgorio.

Debemos reconocer que el texto que nos convoca tiene varios niveles de lectura, y que se resiste, aunque no lo logre, a alistarse sin más en el campo de la reacción. Más bien se trata de una mezcla rara de fatalismo spengleriano y última convocatoria a los cruzados de la cristiandad. Si por un lado, afirma, “la historia está hecha de civilizaciones colapsadas” y si efectivamente “viene otra Europa, y nada puede hacerse por evitarlo”, por otro lado hay como un último espasmo, como un llamado desesperado a rectificar el rumbo antes de que sea demasiado tarde. Por eso critica a gobiernos “que temiendo ser llamados islamófobos o racistas, cometen idénticos errores desde hace décadas, sin aprender nada de los problemas de seguridad, formación de guetos e implantación de leyes islámicas en ciudades y pueblos”. Así, en su España por ejemplo, “la desidia roza lo criminal”. Aprendan de Pérez-Reverte, que tiene el cuero duro y no abriga temor alguno de ser sindicado como el sofisticado racista que es.

¿Migración circular, para que los desplazados retornen hacia su tierra, desfigurada a bombazos como la Franja de Gaza, Siria o el Donbás?

Citando referencias tan variopintas que van desde las “auténticas feministas” (¿cuáles serán, según el señor, las inauténticas?) hasta el dictador Franco y su “política eficaz y de buena vecindad con Marruecos”, plantea por fin el objetivo de la cruzada, los fines últimos de la necesaria reconquista espiritual de Europa frente a los nuevos moros que irrumpen en la costa: “El problema es que [a los migrantes] nunca se les plantearon con firmeza las reglas del juego: obtenga trabajo y respeto, pero respete usted las normas.” ¿Y a quien no las respete? ¿De nuevo a la patera o, peor, a echar burbujas con los peces al fondo del Mediterráneo? ¿Otra vez a masticar mendrugos de arcilla con los 280 millones de hambrientos del planeta? ¿Migración circular, para que los desplazados retornen hacia su tierra, desfigurada a bombazos como la Franja de Gaza, Siria o el Donbás?

El problema, claro, no serían los migrantes, sino… ¡todo aquello que los define!, dado que “los inmigrantes musulmanes [...] dejan atrás la miseria pero traen su religión y forma de vida”. Claro, como el señor Pérez-Reverte viaja con su castellano, el color de su piel y su religión o su ateísmo, sin dejarlos en el umbral de la puerta cada vez que entra a una taberna. Sabemos, gracias a la sociología —y no es particularmente una novedad académica— que el ser humano es un “ser social identificado”, que nace a la vida como sujeto gregario, inscrito en una cosmovisión determinada, y que la cultura no es una muda de ropa que uno se pone o se saca según el país o la estación. Para su escándalo, nuestro escritor constata que la migración “No se trata ya de lenguas, territorios o religiones, sino de conglomerados socioculturales” ¡Exactamente como siempre lo ha sido, desde el remoto origen de los tiempos en el África negra, desde que nacimos todos del ADN de nuestra Eva mitocondrial!

Por eso el problema, y nos vamos acercando con sigilo al meollo del asunto y al sentido de su sorda protesta, parece ser la extrema generosidad y laxitud de la agotada Europa, que “egoísta y estúpida, no ha sido capaz de ofrecerles [a los migrantes] integración e igualdad real, [por lo que] se sienten más cómodos con sus propios métodos y costumbres. Por eso buena parte de los emigrantes musulmanes no educa a sus hijos con la mentalidad del país de acogida, sino con la del país del que proceden.”

Claro, del mismo modo que los hidalgos españoles en América enseñaban a sus hijos el náhuatl o el quechua (los idiomas del “país de acogida”), les ponían en la mano un quipu en vez de una Biblia, les iniciaban en el culto a Ixchel o Tláloc en vez de a Nuestro Señor Jesucristo, o les estimulaban a trabajar, con los ayllus y los callpulis, en la agricultura de terrazas, y no a solazarse mientras les llovía del cielo el maná de la mita, el ingenio o la encomienda.

Lo más zonzo de esta zoncera es que Pérez-Reverte critica algo tan natural como la tendencia auto-reproductiva de una cultura, de cualquiera, sea malaya, aymara, sudanesa o castellana. Por eso añade, con espanto, que los migrantes árabes “tienen sus propias mezquitas” (como los judíos sus sinagogas), “sus barrios” (como los chinos los propios en toda América Latina), sus escuelas (como las tuvieron los españoles en Argentina hasta bien entrado el siglo XX) y su televisión (como los neopentecostales las suyas). ¿Y qué con ello? ¿Cuál de esa cosas constituye deslealtad, delito de lesa patria o síntoma de ingratitud?

Efectivamente Europa, o al menos una parte significativa de ella, no ha querido ni querrá ofrecer tal tipo de “integración”, que implicaría otorgar, más que las bondades de una cultura “superior”, una serie de concesiones en términos de derechos —ante todo económicos y sociales— que contrarían el mismo rol objetivo que la promoción de la migración persigue: bajar los salarios, volver al capital más rentable y disciplinar al conjunto de la clase trabajadora (migrante y no migrante).

Pero por otro lado, quizás la pregunta legítima es si dichos migrantes desean realmente (pagar el costo de) esa “integración e igualdad real”, que parte, como el propio texto de Pérez-Reverte, de la asunción pedante y fácilmente controvertible de la manifiesta superioridad de Europa, incapaz desde hace cinco siglos de iniciar siquiera un diálogo entre iguales. Quizás haya migrantes que no quieran integrarse a una sociedad que cultiva, como valores supremos, el egoísmo, el individualismo y el consumismo, sin nociones de comunidad ni ideales trascendentes. O que se resistan a ser representados por jefes de Estado, elegidos por nadie, oriundos de una monarquía parasitaria y retrógrada. Y que sin embargo quieran trabajar, vivir en paz, respetar y ser respetados, pagar impuestos, cobrar el seguro social y ser felices. ¿Por qué no?

Como es de prever, el razonamiento de Pérez-Reverte sólo puede conducir a un chantaje, que se encargará de hacer bien explícito hacia el final de su texto: “Usted trae virtudes que aprecio; aprendamos uno de otro y vamos a llevarnos bien; y si no, ahí está la puerta.” ¿Se puede “aprender” bajo semejante extorsión? ¿Podemos “llevarnos bien” desde la asunción de que una cultura es intrínsecamente “superior” a la otra? Chantaje combinado, desde ya, con buenas dosis de paternalismo: “Cuando a una [mujer musulmana] se le impide o critica llevar velo o cubrirse el rostro en lugares inapropiados, no se ataca su libertad, sino que se la protege. A veces de su familia y su entorno. Otras, de sí misma”. Sapere aude. Ten el valor de servirte de tu propia razón, decía Kant, y si no la tienes —completa Pérez-Reverte— te ofrezco la mía propia.

Hablando de las veleidades de la razón, es realmente un hecho extraordinario que en el continente en donde el neofascismo es gobierno o una seria opción de poder en la mayoría de los países (empezando por la propia España, pero siguiendo por Francia, Alemania, Italia, Hungría, Polonia, República Checa, Rumania, Finlandia, Países Bajos, etcétera) sea la ultraderecha islámica la gran preocupación de los liberales vernáculos.

Para desarmar casi cualquier zoncera, conviene comenzar preguntándose por el lugar de enunciación del zonzo en cuestión. Por eso, no es casual la forma en que Pérez-Reverte comienza su columna. Lo que dispara su reflexión es ver pasar a una docena de mujeres con velo desde la terraza de un café en Italia. De manera previsible, en la anécdota no hay diálogo, sino tan sólo contemplación y soliloquio. Si Pérez-Reverte se hubiera dignado conversar con esas mujeres podría haber atinado a preguntar por (y quizás a comprender) su diferencia cultural, y nos hubiera ahorrado su extenso sermón sobre la permisiva Europa, que según las grandes leyes inexorables de la historia —que sólo puede escrutar el literato desde su inmensa y panorámica biblioteca— está condenada a sucumbir bajo el peso asfixiante del “gran reemplazo” migratorio.

Y quizás, si hubiera conversado sin prejuicios y con franqueza con un refugiado climático de la Polinesia, con una víctima de la guerra colonial en Medio Oriente, o con un migrante económico caribeño, podría entender que la oikofobia que titula su columna, definida por los griegos como una aversión patológica al hogar, no tiene nada de anormal. Y si fuera intelectualmente honesto, nos habría mencionado que quien popularizó el término en nuestro tiempo no fue otro que Sir Roger Scruton, un filósofo británico utltraconservador que hoy está siendo activamente rescatado por las derechas radicales nucleadas en la Conferencia Política de Acción Conservadora.

Se trata, en suma, de la muy “natural” aversión al entorno que puede sentir un gazatí que ha recibido en 11 meses más bombas sobre su cabeza que todo el eje nazi-fascista en la Segunda Gran Guerra Europea. O la que puede sentir una mujer haitiana, abusada ella, sus hijas y vecinas, por las tropas “pacificadoras” de las Naciones Unidas, obligadas a parir, para su eterno escarmiento, a los hijos mestizos del colonizador. O la que puede sentir un burkinés expulsado de los territorios de su país controlados por grupos yihadistas armados y financiados por Occidente, como acaba de denunciar con abundante prueba documental la Asociación de Estados del Sahel. Nadie odia su casa. A lo sumo odia el hambre, la violencia o el infortunio que sacude sus cimientos. De hecho, en psiquiatría la oikofobia designa el miedo a los objetos de una casa, pero no a la casa en sí, cuyo rechazo instintivo y patológico se conoce con el término clínico de domatofobia. Parece que Pérez-Reverte no reparó en esta sutil diferencia.

En definitiva, nada de lo que pasa en el centro puede explicarse desde el mero centro. La clave está en volver a ver al mundo, pero esta vez desde el elevado promontorio de las periferias, desde lo que los romanos llamaban la “última thule”, el lejano lugar ubicado más allá de las fronteras del imperio (ya sea el imperio real o la “ibero-esfera” añorada por los monarquistas).

Ni siquiera en su sano pesimismo tiene razón Pérez-Reverte: no hay tal “fría fatalidad de la historia”, aunque busquen desenterrar al pobre Spengler una y otra vez, cultivando una especie de neodarwinismo social, pero más llorón, decodificado ahora en clave civilizatoria más que étnica o racial. Las civilizaciones fuertes (“sangre nueva, vida joven, ambición legítima, cultura vigorosa”), nos dice el literato, sobreviven. Las demás, al parecer, muerden el polvo de la historia. Parece que ni la economía, ni la historia, ni la geopolítica ni la fuerza desnuda de las armas tienen nada que decir al respecto. Se trata, tan sólo, de la límpida y natural “supervivencia del más fuerte”.

De hecho, cualquiera que eche una mirada a la historia larga, y que eluda por un momento los estrechos mitos occidentales (Pérez-Reverte habla de una civilización de 30 siglos, pero ¿de qué civilización habla?) verá que “la nueva Europa” se parece en realidad bastante a la vieja, sacando el breve interregno (apenas un suspiro en la historia de las civilizaciones) en el que la periférica España hizo parte del selecto centro del mundo, cuando el Atlántico desalojó al Mediterráneo, el viejo mare nostrum de los romanos. Se trata de la España que supo ser Hispania y también Al-Ándalus, llena de fenicios, romanos, visigodos, musulmanes, vascos, judíos, gitanos y tantos otros.

Pérez-Reverte, el de la gran biblioteca europea, haría bien en leer a una humilde poeta somalí, Warsan Shire

Hoy, como ayer, los migrantes, perseguidos por monstruos bien reales, se desplazan ante todo por dos cosas: el hambre (o la expectativa razonable de padecerla) y la violencia, a lo que valdría añadir el nuevo flagelo climático; una “amenaza existencial” bien real, como nos lo recuerda el reciente convenio firmado entre Tuvalu y Australia para que aquella pequeña nación insular de la Polinesia pueda comenzar a trasladar su población a tierras continentales, ante la certeza científica de que en apenas unas pocas décadas su territorio desaparecerá por completo, sumergido por el aumento del nivel de las aguas. La decadencia, pareciera, golpeará a las puertas de las islas de la Polinesia (y de otras islas como las del Caribe) mucho antes que a las puertas de Occidente.

Pérez-Reverte, el de la gran biblioteca europea, haría bien en leer a una humilde poeta somalí, Warsan Shire, que aunque no haya sido publicada por Alfaguara, escribió palabras calcinantes como éstas:

Solo abandonas tu hogar
cuando tu hogar no te permite quedarte.
Nadie deja su hogar
a menos que su hogar le persiga,
fuego bajo los pies,
sangre hirviendo en el vientre.

Tienes que entender que nadie sube a sus hijos a una patera,
a menos que el agua sea más segura que la tierra.
Nadie abrasa las palmas de sus manos bajo los trenes, bajo los vagones,
nadie pasa días y noches enteras en el estómago de un camión,
alimentándose de hojas de periódico, a menos que
los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje.

La oikofobia no existe. Nadie, migrante o no migrante, odia su propia casa. A lo sumo busca escapar de una habitación en llamas. La oikofobia no existe, por la simple razón de que sólo existe una casa: nuestro planeta.