Conocimiento y educación, entre la emancipación y la opresión ¿Cui bono?

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Alberto Paredes / Europa Press

En este entorno escolar ¿qué capital cultural aguanta pasar 6 horas al día, 5 días a la semana únicamente haciendo cosas sin sentido, sólo por la ventaja de obtener un título?

La educación es uno de los escenarios principales de la lucha de clases, en el sentido de que representa la posibilidad de ejercer y sostener el privilegio de unas clases sociales sobre otras a medio y largo plazo.

Decía Freire aquello de que “el conocimiento nos hace más libres”, ya que este nos permite interpretar y relacionarnos con el mundo; y la forma en que lo hagamos nos oprime o nos emancipa. ¿Cómo poder montar un negocio sin saber de economía, de matemáticas, …? ¿Cómo ser consciente del genocidio de Gaza o entender en profundidad lo que ocurre en Ucrania sin saber de historia? ¿Cómo no ser manipulado sin tener conocimientos sobre el funcionamiento de los medios de comunicación?...

Parece obvio, pues, que controlar quién tiene acceso al conocimiento es una cuestión de poder y establecer mecanismos para que todos puedan tener un acceso igualitario a este, una cuestión de justicia social. Pero quizás no resulte tan obvio que también lo es determinar qué se considera conocimiento, cuáles quedan fuera o dentro —y con qué prelación— y cómo se relaciona el alumnado con él en el currículum educativo de nuestras escuelas.

Gimeno (2015, p. 17) lo explica de la siguiente manera: “Los contenidos escolares seleccionados representaban la frontera entre lo que es permitido y lo que no lo es. Quien tenga y ejerza ese poder de decidir el contenido decide sobre lo que alimenta las mentes”.

La situación actual

En principio, existe una cuestión inicial clara: la escuela pública sigue siendo el espacio que debe ofrecer igualdad de oportunidades con respecto al acceso al conocimiento a toda la población. Tal y como he escrito en otro lugar (Fernández Navas, 2024):

Nada de esto sería posible sin suscriptores

“Podríamos decir que el motivo principal por el que todos los estados democráticos dedican una cantidad importante de su PIB a construir escuelas públicas, pagar sueldos de profesorado, invertir en su formación, etc., tiene que ver con que, como sociedad, entendemos que es la escuela la que puede y debe ofrecer igualdad de oportunidades en lo que a la formación de ciudadanos y ciudadanas se refiere, en aquellas cuestiones que detectamos como imprescindibles para desenvolverse en la sociedad que queremos crear (y esto, como ya he contado en algún lugar, convierte a la educación en una cuestión inherentemente política). Así, un niño o una niña que nace en un entorno desfavorecido debería tener garantizada, a través de la escuela pública y obligatoria, la oportunidad de acceso al conocimiento y la cultura que no tiene en su contexto de origen.”

Pero llevamos varios años viendo cómo han ido floreciendo ciertos discursos que reclaman que el conocimiento ha sido marginado por las reformas curriculares recientes, lo que hace que se haya perdido una visión ilustrada del mismo y de la educación, aumentando el relativismo social fruto de una suerte de banalización del conocimiento en las escuelas.

Especialmente ilustrativo es el caso de UK y lo que se ha venido a llamar el enfoque del “conocimiento poderoso”, que Wrigley (2017) identifica con el Realismo Social en los estudios del currículo.

Este “conocimiento poderoso” enfatiza la importancia de un conocimiento disciplinar sólido y sistemático en la educación. Ya que, según esta perspectiva, las tendencias recientes en la educación y la visión de lo que llaman con desprecio “una pedagogía buenista” han marginado el contenido académico estructurado en favor de habilidades prácticas y conocimientos relativistas basados en experiencias personales y culturales.

Básicamente, argumentan que el acceso per se a este “conocimiento poderoso” permite al alumnado entender y manipular conceptos que van más allá de sus experiencias diarias inmediatas. De ahí que hagan hincapié en la importancia de las disciplinas académicas tradicionales y sus cuerpos de conocimiento estructurado, como las matemáticas, las ciencias, la historia, etc.

Por lo tanto, su visión de la relación que existe entre justicia social y educación viene a ser que negar al alumnado de contextos desfavorecidos el acceso a este conocimiento disciplinar tradicional y altamente estructurado es una forma de injusticia educativa, ya que les priva de las herramientas necesarias para entender y transformar su mundo.

Así, este discurso basado en el “conocimiento poderoso” cada vez se ha extendido más, no sólo entre profesorado y familias, sino también en la sociedad. Impulsado quizás también, por esa creencia tan arraigada como falaz de que el nivel educativo siempre baja, que cualquier tiempo pasado fue mejor, de la que ya hablamos en este mismo medio por el florecimiento de perspectivas psicológico-cognitivas que reducen la educación a una cuestión cerebral de aprendizaje, extirpando toda la parte social que interviene en el acto educativo como plantea Biesta (2017).

El problema es que esta música que puede sonar pegadiza, representa una visión segregadora de la educación al ignorar deliberadamente el papel que juega el capital cultural del alumnado en su relación con el conocimiento. Lo que hace que los planteamientos basados en este enfoque no solo no compensen las desigualdades sociales de origen del alumnado, sino que las reproduzcan y, además, las legitimen.

Ni siquiera estas visiones representan algo novedoso, tienen mucho que ver con la idea que ya planteó Freire (1970) sobre lo que él llamaba “educación bancaria” en la que, en lugar de tratar la educación como un proceso dialógico interactivo y reconstrucción crítica de la experiencia, ve al estudiante como un receptor pasivo e ignorante. La idea es que el alumnado aprenda memorizando y repitiendo información que el profesorado le inculca. Según este enfoque, el profesorado es el encargado de seleccionar y entregar la información como si poseyera verdades únicas e inamovibles, considerándose un agente indiscutible de conocimiento. El alumnado, por su parte, es visto como un vacío que necesita ser llenado. Así, la “educación bancaria” de Freire describe cómo el profesorado deposita conocimiento en el estudiante, quien simplemente ha de almacenarlo. La calidad de la educación se mide entonces por la cantidad de información que el profesorado logra transferir y que el alumnado puede reproducir fielmente.

Así, en esta concepción de la educación no se potencia que el alumnado tenga la oportunidad de crear o criticar ideas; sino que se prioriza la recepción y memorización de la información, esperando a ser reproducida cuando el profesorado lo requiera. Por lo tanto, la educación y la relación del alumnado con el conocimiento se reduce a un acto de paciencia, memorización y reproducción.

El problema: la distinción y el capital cultural

Uno de los grandes agravantes a esta situación es, para mí, que hay toda una parte de la izquierda que compra este marco de pensamiento conservador fruto de no haber sabido adaptarse a cómo la universalización y la extensión de la educación cambiaron los mecanismos clásicos de opresión y de emancipación del alumnado con respecto al acceso al conocimiento y, por lo tanto, las claves de la relación entre educación y justicia social. Esto hace que muy frecuentemente, podamos encontrar posturas de izquierda que defiendan esta visión de conocimiento ilustrado coincidiendo con sectores de lo más conservadores. De alguna forma se han quedado anclados en un tiempo en que la desigualdad estaba fundamentalmente en la posibilidad de acceder o no a la escuela cuando era esta, además, uno de los pocos espacios privilegiados en los que el alumnado podía ponerse en contacto con el conocimiento.

Antiguamente, la escuela solo era para unos pocos. Unos pocos que, evidentemente, pertenecían a una clase social muy concreta. Una clase social media-alta que valoraba la educación porque constituía fuente de su privilegio, no solo por el poder y la profesión que les permitía ejercer el tener un título y/o conocimientos, sino por lo que Bourdieu (1998) llama la distinción: que viene a ser cómo las clases dominantes determinan qué es valioso y qué no culturalmente, creando una brecha entre la alta cultura (el arte, la literatura clásica, …) y la baja cultura (la música popular, los programas de televisión,…) que prioriza los gustos y los hábitus de las clases altas.

Esta distinción tiene especial relevancia para el problema que nos ocupa ya que cuando eran muy pocos los privilegiados que accedían a la educación lo hacían desde el convencimiento de la utilidad y el sentido del acceso al conocimiento. Aunque eran de otra clase social, coincidían en valorar las mismas cuestiones y los hábitus de las clases sociales altas.

Pero desde el momento en que se universaliza y se extiende la educación, esto ya no ocurre. El alumnado de clases sociales más favorecidas sigue accediendo a la educación entendiendo su función como privilegio para distinguirse. Pero ahora, tenemos a todo el alumnado de clase social desfavorecida escolarizado y con el acceso a la educación y el conocimiento garantizado. La diferencia es que ellos y ellas no ven su utilidad. Ya que esta no tiene nada que ver con su visión del mundo, con sus hábitus, con sus preocupaciones y expectativas, … y es aquí donde reside ahora el principal mecanismo de opresión del conocimiento en nuestras escuelas, en cómo se propone este al alumnado y no en el acceso como antaño.

Es aquí donde cobra especial relevancia el papel del capital cultural (Bourdieu, 2018) y que viene a ser (resumido pronto y mal) el conjunto de expectativas de clase que tenemos todos y todas por nuestra herencia cultural, económica, … que proyecta nuestro contexto más cercano, principalmente la familia y que nos permite configurar esa distinción de la que hablaba el mismo autor.

Al tener toda la ciudadanía garantizada el acceso al conocimiento a través de la educación pública y obligatoria, el mecanismo por el que la escuela produce la reproducción de las clases sociales es más sofisticado que cuando radicaba en el acceso, ahora se produce en función de cómo este es percibido en función de este capital cultural. Tal y como lo explica Gimeno (2015, p. 16):

“Muchos alumnos y alumnas sienten desafección hacia el estudio, incluso durante la escolaridad obligatoria, cuando se les proponen contenidos en los que no ven nada que refleje su vida, sus inquietudes y que no les despiertan interés alguno. ¿Acaso no es probable que el fracaso escolar enraíce en la insignificancia de lo que se exige a los estudiantes?”

Para entender esta cuestión, resulta muy ilustrativo alguno de los ejemplos concretos que pone Wrigley (2017, p. 17):

“Un ejemplo dramático de esto se dio con las pruebas de lectura impuestas a los niños de 11 años en Inglaterra en 2016, que enfrentaron a los niños con un texto acerca de una fiesta en el jardín de una mansión con su propio lago; los personajes principales reman hacia un monumento en honor a uno de sus antepasados. La brecha era tan grande entre el mundo vivencial del niño y el mundo del texto que un gran número de niños simplemente se quedaron perplejos ante el texto y no pudieron comenzar a abordar las preguntas detalladas.”

Esto, no es accidental, tiene que ver con cómo está diseñada la escuela que, fundamentalmente, está basada en las preferencias de determinadas clases sociales.  Es un entorno en el que, en palabras de Santos Guerra (2001), el conocimiento suele tener valor de cambio. Es decir, sirve para cambiarlo por una nota, lo que conlleva un tipo de trabajo muy concreto, focalizado en la reproducción de contenidos, la continua comprobación de estos (en términos de fidelidad de reproducción), académico (en el peor sentido de la palabra) y la visión de la escuela, alejada de cualquier vínculo con la vida diaria donde las claves de relación con el conocimiento son otras ya que prima el valor de uso del conocimiento para resolver problemas reales de nuestra vida diaria.

En este entorno escolar ¿qué capital cultural aguanta pasar 6 horas al día, 5 días a la semana únicamente haciendo cosas sin sentido, sólo por la ventaja de obtener un título?

Exacto, aquí es donde se produce la reproducción de clases sociales. Ningún alumnado de ninguna clase social está aprendiendo con calidad en esta escuela, pero mientras que el capital cultural y la distinción de las clases sociales más favorecidas hace que se vea el valor de aguantar para tener un título o mejores notas que te permitan posibilidades laborales en el futuro, el capital cultural de las clases sociales más desfavorecidas suele caminar en sentido contrario, buscan cosas que tengan sentido inmediato y utilidad en su vida diaria.  En la escuela las claves de funcionamiento pertenecen a las preferencias de otras clases sociales.

Esta diferencia de percepción del conocimiento que hay en la escuela mediado por el capital cultural, tiene, además, un efecto más perverso aún: Mientras que si tienes la mala suerte de nacer en un contexto desfavorecido, es la sociedad la que debe compensarte esa desigualdad de origen. Una vez pasas por la escuela, si no has mejorado, la responsabilidad es tuya, que no te has esforzado y nadie debe ya, compensarte nada. Si a esto le sumamos, que todos los estudios, investigaciones y macrodatos que tenemos, confirman que existe una relación directa entre rendimiento académico y clase social, resulta fácil entender que el privilegio ya no reside, como antiguamente en quién podía acceder al conocimiento sino en cómo se presenta este para que el alumnado se relacione con él. Tal y como ya nos advertía Freire (1970) sobre la educación bancaria.

Y que, por lo tanto, la visión del conocimiento poderoso, aquellas visiones que realzan el conocimiento ilustrado o que plantean una suerte de vuelta al pasado como receta para mejorar las cosas, en realidad representan una visión reduccionista, casi infantil (si no fuera porque resulta terriblemente opresora) sobre cómo se produce el aprendizaje en relación a cuestiones mediadas por lo social, pero también a cómo es la estructura del conocimiento que lejos de ser algo cerrado y estático, está en constante revisión.

En palabras de (Gimeno, 2015, p. 18):

“La educación moderna se ha configurado, en buena medida, apoyándose en las ideas e ideales ilustrados. Algunos de sus rasgos son: a) La fe en el valor del conocimiento y en el de la cultura en general para mejorar la vida y el bienestar de las personas y de la sociedad. La cultura es un nutriente liberador para quienes la adquieran. Un individuo inculto o una sociedad poco culta son el contratipo de la visión ilustrada de la educación. b) A este primer principio se añadió la pretensión de que tal preciado don lo fuese para todos, impulsando la extensión de las escuelas y suprimiendo trabas para que se pudiera beneficiar toda la población. La cultura que alimentaba aquella fe tenía que representar oportunidades a quienes fueron los “últimos” en serles reconocido el derecho a ser cubiertos por el manto liberador. Los niños y niñas de clases populares han sido escolarizados mucho después que los de las clases acomodadas, teniendo que enfrentarse con una cultura que le es menos propicia de lo que es para éstos. La igualdad y la desigualdad ante el conocimiento exigido por las instituciones educativas es un problema de justicia, que tiene su raíz en las desiguales oportunidades de abordar las exigencias escolares a partir del capital que cada alumno porta consigo.”

De esta forma y en tanto en cuanto, la visión del “conocimiento poderoso” potencia los mecanismos de selección y mantenimiento de privilegios de las clases sociales más poderosas, representa una visión conservadora de la educación cuyo origen está en lo que dice Wrigley (2017, p. 17):

“El concepto de "conocimiento poderoso" es articulado por los Realistas Sociales con la intención de empoderar a los jóvenes para predecir, explicar y visualizar alternativas. Sin embargo, los criterios utilizados para seleccionarlo (distante de la experiencia cotidiana, sistemático, especializado) son insuficientes para identificar conocimientos que realmente podrían otorgar poder a las personas.”

Aquellas visiones que se dicen de izquierda, pero siguen ancladas en este tipo de recetas que además plantean como lucha por la desigualdad, andan atascadas en un escenario antiguo de lucha de clases que no han sabido adaptar tras la universalización de la educación obligatoria y que los mantiene en un espacio de incomprensión de la educación actual, para los que solo tienen recetas ya probadas que nunca han funcionado. Gimeno (2015, p. 21), lo explica muy clarito:

“Esta forma de pensar no se compagina nada bien con la tentación reduccionista de las posiciones conservadoras que proponen volver a lo básico. Se quieren superar los defectos y la falta de buenos resultados académicos introduciendo más contenido “básico” cuando, paradójicamente, es en ese tipo de contenidos en los que se concentran las dificultades y los pobres resultados que se obtienen en ellos. Es en los contenidos básicos donde hay que revisar su composición, su idoneidad para los aprendices, las metodologías con que se practican y que deben quedar liberados del sesgo que propone como lo básico los contenidos de Lenguaje y Matemáticas.”

Pero entonces ¿qué hacemos?

La solución de este problema actual de desigualdad con respecto al conocimiento pasa, en mi opinión por al menos tres cuestiones:

En primer lugar, es importante tomar conciencia de las implicaciones que subyacen a todas estas visiones de la educación, entendiendo que tienen que ver con una versión segregadora y, por tanto, conservadora, de esta.

En segundo lugar, es fundamental comprender que en la selección de los conocimientos para el currículum ya existe un sesgo enorme de clase social y que la escuela debe ser un espacio de igualdad y justicia donde se ponga en contacto al alumnado con conocimientos sólidos, riguroso, …. Pero también plurales.

Y, en tercer lugar, la escuela debe ser un lugar donde las cosas tengan sentido para que todos y todas aprendan de verdad, los máximos conocimientos posibles y que el capital cultural no favorezca esta reproducción de clases sociales. Para ello es necesario aunar dos cuestiones difíciles que nos plantea Pérez Gómez (1991) cuando habla de crear situaciones que fomente un aprendizaje relevante. Si bien en nuestra vida diaria tenemos un alto valor de uso del conocimiento, pero una calidad y rigor muy baja de este ya que el conocimiento al que tenemos acceso no tiene por qué estar contrastado, ser fruto de investigaciones, etc… En la escuela pasa justo al revés, tenemos una calidad y rigor muy alto en los conocimientos, pero escaso valor de uso, todo se centra en valor de cambio de los conocimientos.

Nuestras escuelas deberían ser un lugar donde nuestro alumnado tuviera relación con lo mejor de ambos mundos para que a través de un conocimiento riguroso se reconstruyeran los significados de su experiencia. Pero eso solo puede lograrse poniendo al alumnado en situaciones en las que el conocimiento tenga un alto valor de uso (que no utilitarismo), como ocurre con los significados de su vida diaria.

Esto conlleva como principal consecuencia didáctica la presencia de problemas prácticos (reales, no como los problemas típicos planteados en los libros de texto académicos) como punto de partida para el trabajo del alumnado, permitiéndoles experimentar el valor práctico del conocimiento (Santos Guerra, 2001) y fomentando la motivación intrínseca. Este tipo de trabajo escolar está más vinculado a lo que Stenhouse (2021) describe como enseñanza basada en la investigación, ya que la resolución de estos problemas prácticos de investigación permite utilizar el conocimiento como una herramienta conceptual para resolverlos, situándose en lo que Bernstein (2001) define como contextos de aplicación y producción del mismo.

Conclusión

Además de todo lo planteado, hay una cuestión que me preocupa últimamente con respecto a ciertos discursos y que tiene que ver con a quién se sitúa en el centro de ellos.

En la educación, en tanto en cuanto hablamos de un derecho, es el alumnado el que debe estar situado en el centro y para que este vea garantizado su derecho, es imprescindible hablar de las condiciones laborales y estructurales que tiene el profesorado para poder llevarlo a cabo. Pero cada vez me rechinan más los discursos educativos que ponen en el centro las condiciones laborales del profesorado de forma prioritaria a todo lo demás.

Así, en el fondo, el debate sobre si el conocimiento es poderoso o no per se es un debate trampa que elude la responsabilidad del profesorado y la administración y, como todo mecanismo opresor, la sitúa en manos de quien sufre sus consecuencias, el alumnado. De ahí la facilidad con la que cala este discurso.

Si cambiamos el marco de discusión y en lugar de otorgar valor al conocimiento per se, nos enfocamos en cómo presentar el conocimiento para que tenga más valor, tenga más sentido par todo y todas y reconstruir la experiencia individual de nuestro alumnado, lo convertimos en una cuestión didáctica. Esto cambia la responsabilidad de que el alumnado aprenda o no, hacia el profesorado y qué necesita este para llevar a cabo su trabajo, lo que es responsabilidad de la administración.

No parece una locura que sean profesorado y administración, en última instancia y no el propio alumnado, los responsables, considerando que se nos supone expertos y expertas en educación y que la educación es un derecho universal reconocido al que debe dar respuesta la educación pública y obligatoria.


Referencias

Bernstein, B. (2001). La estructura del discurso pedagógico. Morata.

Biesta, G. (2017). El bello riesgo de educar. SM

Bourdieu, P. (1998). La distinción Criterios y bases sociales del gusto. Taurus.

Bourdieu, P. (2018). La reproducción. Siglo Veintiuno

Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo Veintiuno.

Gimeno, J. (2015). Los contenidos una reflexión necesaria. Morata.

Pérez Gómez, Á. (1991). Cultura escolar y aprendizaje relevante. Educación y sociedad, 8, 59-72

Santos Guerra, M. Á. (2001). Dime cómo evalúas (en la universidad) y te diré qué tipo de profesional (y de persona) eres. Tendencias pedagógicas, 6, pp. 89-100

Stenhouse, L. (2021). Investigación como base de la enseñanza.  Morata

Wrigley, T. (2017). ‘Knowledge’, curriculum and social justice. The Curriculum Journal