Escuelas democráticas: Haz lo que yo diga, pero no lo que yo haga
Ya me habréis leído en multitud de ocasiones explicar algo que para mí es una clave esencial a la hora de entender la situación social y política que vivimos actualmente en todo el mundo (tal y como hemos visto en las recientes elecciones europeas): el auge de las extremas derechas y cómo una gran parte de la ciudadanía está más que familiarizada con los marcos de pensamiento que estas les plantean.
Esto tiene mucho que ver, en mi opinión, con que las vivencias, las experiencias y las ideas y formas de hacer con las que nos ponemos en contacto durante nuestro paso por la escuela determinarán qué entendemos por sentido común, qué vemos como normal en el mundo y la sociedad que habitamos y qué esperamos encontrarnos en ella.
Es por ello que el paso por la escuela de todos los ciudadanos y ciudadanas debería representar una profunda experimentación en primera persona de la democracia, la inclusión, la vida en sociedad, la diversidad, la resolución de conflictos desde una perspectiva colectiva, etc. El problema es que la escuela representa, salvando honrosas excepciones, todo lo contrario, y nos pone en contacto a todos y a todas durante toda nuestra etapa obligatoria (pensemos en la enorme experiencia que esto significa: seis horas al día durante cinco días a la semana durante al menos 16 años, pero con mucha frecuencia, muchos años más) con significados y marcos de pensamiento cercanos y muy usados por la extrema derecha.
La cultura escolar
Ya hablamos en otro artículo de este mismo diario cómo existe un sesgo de clase, basado en el concepto de distinción de Bourdieu (1998), en cómo la educación determina qué es un conocimiento válido y qué no.
Aquella idea de la alta cultura y la baja cultura que algunos usan para mantener sus privilegios de clase y que conecta con todo el discurso ampliamente extendido del conocimiento poderoso: que reclama una vuelta a las disciplinas básicas, al conocimiento ilustrado, que la pedagogía buenista, la neopedagogía o el pedagogismo (me pierdo con tanto nombre), es la culpable de haber extirpado de las aulas, que en algún tiempo pretérito (no se me ocurre cuál) eran la cuna del saber. No como ahora, que el nivel está cada día más bajo (nótese mi ironía).
A esto se le suman otras cuestiones muy asentadas en la cultura escolar. Lo que Biesta (2017) denomina “learnification” como perspectiva centrada únicamente en el aprendizaje como acto individual del alumnado y desconectada de la parte más social, ética y política del acto educativo, con todas las implicaciones que esto conlleva para familiarizarnos con el marco del individualismo.
Muy unido a esto está también la perspectiva que me gusta llamar “cerebralización de la educación”, a través de la cual la educación es un acto meramente relacionado con el funcionamiento del cerebro, una cuestión neurológica sin más y, por lo tanto, desconectada, de nuevo, de todas las cuestiones sociales, éticas y políticas.
Igualmente, en esta cultura escolar, el sentido común de lo educativo es de una concepción bancaria (Freire, 1970), basada en el almacenamiento de información inconexa y sin aplicación práctica, con la esperanza de que esta pueda ser usada en un futuro que rara vez llega fuera de la escuela. Limitando el sentido del conocimiento escolar únicamente al cambio de este por unas notas, cuestión que beneficia siempre a las clases sociales más altas cuyo capital cultural valora este uso meritocrático del conocimiento.
Pero si existe una cuestión central en la cultura escolar, esta es sin duda la homogeneización.
La homogeneización está instalada en el ADN de la escuela, del profesorado y de la sociedad, y tiene que ver con esta idea de que todos y todas deben estar haciendo lo mismo al mismo tiempo. Una especie de ilusión colectiva en la que todos y todas pueden y deben llegar al mismo punto. Me refiero a ello como ilusión colectiva porque esto humanamente (biológica, neurológica y socialmente), siquiera es posible.
Es a partir de esta idea de homogeneidad, tan instalada en la cultura escolar, que aparecen otro montón de significados que están profundamente ancladas en ella. Es el caso de la objetividad: hay que medir de manera objetiva qué está aprendiendo y qué no el alumnado en todo momento. Una idea pegadiza en la que el acto educativo sería tan fácil como enseñar a todos y todas lo mismo, que ellos y ellas lo estudiaran y que nosotros lo comprobáramos después de la manera más objetiva posible. Normalmente con un examen, que es lo que el profesorado entiende como una prueba objetiva pese a la enorme cantidad de sesgos que la investigación ha demostrado en ellos (Gortazar, Lafuente y Vega-Bayo, 2022; Fernández Pérez, 1986), olvidando que una prueba objetiva no es un examen, sino, por ejemplo, una radiografía (y, aun así, hay errores de interpretación y discrepancias entre profesionales sobre ellas).
Todos estos significados tan arraigados en el imaginario sobre lo que es la educación son condición de posibilidad para que aparezcan nuevos escenarios aún más nocivos: El abuso de la ingeniería curricular como única posibilidad del cambio de las prácticas educativas y que potencia aún más si cabe que se entienda el acto educativo como una cuestión técnica, el auge de las pruebas estandarizadas como PISA y el dataismo educativo y, en definitiva planteamientos que desconectan la educación de cualquier posibilidad de que sirva realmente para un formación democrática.
Vivir en democracia
Decía el profesor Santos Guerra que los valores hay que vivirlos para aprenderlos. Es por ello que no basta con estudiar durante nuestra educación cuál es el funcionamiento de los órganos democráticos, o cómo es el proceso electoral, o la composición del parlamento, para que nuestro alumnado, nuestros futuros ciudadanos y ciudadanas, aprendan sobre democracia.
Para que lo aprendan de verdad, la escuela debería ser un espacio de vivencia, participación y experimentación en primera persona de lo que significan los procesos democráticos. Esto implicaría que nuestro alumnado pudiera tener espacios de organización y autogestión, de resolución de conflictos, de toma de decisiones colectiva, de equivocarse en esta toma de decisiones y experimentar las consecuencias de sus errores, de participación real en los órganos de gobierno del propio centro educativo más allá de una participación cosmética, … En definitiva, la educación pública obligatoria debería representar para toda la ciudadanía una potente fuente de experimentación de la vida democrática y colectiva.
Debería ser también un espacio basado en la autorregulación y en el desarrollo del locus de control interno. No olvidemos que, en última instancia, educar, pese a la idea tan extendida en la sociedad del control externo permanente, tiene que ver con que el alumnado pase de forma progresiva de esta regulación externa total inicial (cuando somos pequeños, necesitamos de la regulación externa que nos ofrecen los adultos) al desarrollo de nuestras propias estrategias de regulación interna. Poco a poco, desarrollarnos como sujetos. Esta es la finalidad fundamental de la educación: hacernos sujetos libres, autónomos, críticos… y, por tanto, la escuela debería enfocarse en el desarrollo de estas estrategias de control y regulación internas en su alumnado, y no fomentar, como es el caso actual, casi en exclusividad la regulación externa.
Para ello, la escuela debería ser también un espacio en el que se nos enseñara a preguntar, a dudar, a contrastar la información. En el que se nos animara a investigar, a pensar, a criticar, a cuestionar las relaciones de poder, y no un espacio en el que el acento estuviera puesto justo en lo contrario, en la repetición de la información que nos ofrece una figura de autoridad y poder, como es el o la docente, de forma mecánica y acrítica. Y en el que la duda y el cuestionamiento suelen ser sancionados.
¿Qué se enseña implícitamente con todo esto?
La profunda experiencia democrática que debería representar la educación pública y obligatoria choca con la realidad de las vivencias que, de nuevo, salvando honrosísimas excepciones, tiene nuestro alumnado en su paso por la escuela, donde esta suele ser un espacio de vivencia autoritaria: siéntate, estate en silencio, estudia, en mi clase no se mastica chicle, quítate la gorra, …
Donde las decisiones siempre suelen ser externas, y por lo tanto refuerzan el locus de control externo, y colocan al profesorado en una posición de fiscalizador y sancionador. Así, convertimos a nuestro alumnado en “yonquis del refuerzo positivo”, cuya primera preocupación está basada, de nuevo, en la regulación externa acrítica. Así, la pregunta más repetida por ellos y ellas rara vez tiene que ver con la calidad de su trabajo, con el conocimiento en sí, con sus producciones, con cuestiones éticas, con su toma de decisiones… Tiene que ver, normalmente, con una simplificación de todo este proceso, basada en la preocupación que fomenta el valor de cambio del conocimiento y la regulación externa: si lo han hecho bien o lo han hecho mal.
Mucho más preocupante, pero tremendamente relevante en la época que nos ha tocado vivir, es el asunto de que la escuela se haya convertido en un espacio que fomenta y legitima la reproducción de contenidos y de información de forma acrítica y de manera mecánica. Cuestión que siempre me hace pensar en la relación y la responsabilidad que puede tener esto con el auge de las fake news y la facilidad con la que calan en la sociedad, así como la dificultad para la desactivación de los marcos y asociaciones que nos crean.
Todas estas cuestiones están, como digo, muy ancladas en la cultura escolar, solo hace falta ver cómo se organiza un aula tradicional (la que está anclada en nuestro imaginario mental como si fuera el único modelo de aula posible): todo el alumnado sentado, callado y mirando hacia la fuente que transmite el conocimiento, que es el docente, para tomar sus apuntes y hacer los ejercicios del libro de texto, para preparar el examen que todos sabemos que vendrá después.
¿Qué trabajo educativo permite esta configuración? ¿A que alumnado beneficia más? ¿Qué concepción educativa hay detrás? ¿Cuál es el rol del docente y del alumnado? ¿Qué vivencia y experiencia potencia: democrática o autoritaria?
El espacio en una escuela democrática debería potenciar formas democráticas de trabajar. Esto implicaría que ellos y ellas puedan elegir, moverse… En definitiva, asumir la responsabilidad de cómo organizar el espacio para las tareas que tienen encomendadas en su trabajo de aula. Y esta es una cuestión que tiene que ver con el planteamiento pedagógico y didáctico que hace el profesorado para que el alumnado aprenda, y si este planteamiento potencia un trabajo más democrático o más directivo.
Vemos en esta idea claramente dos maneras de entender el rol del docente. En una es un diseñador de ambientes, espacios, contextos… en los que su alumnado pueda aprender lo máximo posible, y en otra, es un técnico que transmite el conocimiento de la forma más objetiva posible.
Para mí, si el aula es un espacio para educar(se), debería estar al servicio de la experimentación democrática. Y esto implica que ellos y ellas puedan tomar decisiones en todo momento, que puedan familiarizarse y experimentar la autogestión ¿No debería nuestro paso por la escuela enseñarnos a autogestionar y vivir en sociedad en lugar de acatar órdenes de forma unidireccional? ¿con cuál de las dos experiencias vinculas tú, lector o lectora, tu paso por la escuela? ¿Para qué te prepara esa experiencia?
Esto tiene que ver con otra cuestión muy anclada en la cultura escolar, y es el concepto reduccionista de lo que es educativo, de lo que es educar. Parece que solo es educar las horas que damos de matemáticas, de lengua, de inglés,… pero no tenemos tan claro que educar tiene que ver también con la experimentación y la construcción de procedimientos en situaciones interdisciplinares.
Quizás aquí, por estar recientemente en el candelero, pueda resultar ilustrativo el asunto de las graduaciones, cuyo auge se plantea, normalmente, desde marcos conservadores como el clásico "la juventud de ahora es peor que la de antes" (Pérez Iglesias, 2020; Barnés, 2024). Y, por lo tanto, las graduaciones deberían ser erradicadas de las escuelas, o al menos limitarse únicamente a aquellos pasos clave entre etapas del sistema educativo. Sin embargo, parece que nadie se ha parado a pensar que la organización de una graduación en un centro educativo, la toma de decisiones sobre cómo debe ser esta y hacia qué debe estar enfocada, la resolución de todos los conflictos que puedan aparecer en los acuerdos a tomar y en su organización, podrían ser una excelente oportunidad para un trabajo de experimentación democrática a nivel del centro educativo.
Conclusiones
En definitiva, me parece que es necesario que tengamos muy clara la importancia del isomorfismo, del que Sola (1999) se hace eco para la formación inicial de docentes, pero cuya definición es extensible a la educación obligatoria:
“El del isomorfismo –que no identidad– es otro principio para la formación de profesores. Hace referencia a que, puesto que al enseñar a los profesores no se les muestran sólo ciertos contenidos, sino, sobre todo, los métodos con los que tales contenidos se presentan, éstos se convierten en el principal contenido. Se trata de mostrar coherencia entre el tipo de formación que se proporciona a los docentes y la clase de educación que se les pide que ellos desarrollen en sus aulas y centros.”
No solo es importante en qué se educa, sino cómo son los procedimientos, las maneras, los contextos en los que ocurre el acto educativo, ya que estos también enseñan cosas. Es, por lo tanto, necesario que nuestro alumnado vea una coherencia entre lo que se les dice en la escuela y lo que se hace en ellas.
No podemos pasarnos toda la educación obligatoria diciéndoles que deben ser democráticos, pero hacerlo en entornos en los que tiene poca o ninguna oportunidad de participación y de toma de decisiones y que incluso, en ocasiones resultan muy autoritarios.
No podemos pasarnos toda la educación obligatoria diciéndoles que hay que cuestionar las cosas mientras los procedimientos a los que los sometemos en la escuela están centrados en que repitan con la mayor fidelidad posible la información que les proporciona su profesorado como única estrategia de relación con el conocimiento.
Y, por último, pero no menos importante, no podemos pasarnos toda la educación obligatoria diciéndoles que es necesario que tomen partido, que se posicionen por causas justas, éticas, políticas e ideológicas, mientras que a nosotros, su profesorado, nos cuesta mojarnos mientras los educamos porque entendemos que la educación debe ser aséptica, objetiva, sin ideología… basada en lo que yo llamo el planteamiento escaparate: presentar todas las opciones, independientemente de lo éticas o cuestionables que puedan ser, para que el alumnado elija en el aire. Ya que, si nosotros nos decantamos por alguna de ellas, estaríamos “adoctrinando”.
Pero, sobre todo, hace falta que volvamos a recuperar viejos debates y viejas preocupaciones como esta de la relación entre educación y democracia, que si bien fue un tema recurrente hace muchos años, ahora ha sido reemplazado por temas técnicos, objetivos, desconectados de los grandes fines y propósitos que definen al acto educativo y es esta desconexión, esta tecnificación, la que permite que aparezcan monstruos.
Hace poco frente a la noticia de que Luisiana iba a obligar por ley a los colegios públicos a exhibir en clase los Diez Mandamientos, ponían el siguiente tuit:
«Luisiana obliga por ley a los colegios públicos a exhibir en clase los Diez Mandamientos»
— Manuel Fernández Navas (@nolo14) June 21, 2024
Hemos tecnificado y despolitizado tanto la educación que llega un punto en el que la pregunta que se harían algunos es si usarán la instrucción directa 🙄https://t.co/Q1GFRyjpt1
Y llegados a este punto, nunca puedo dejar de pensar en ese viejo dicho: "El mejor truco que el diablo inventó fue convencer al mundo de que no existía" y mientras yo no paro de dar vueltas a que: el mejor truco que la derecha inventó fue convencernos de que tomar posiciones ideológicas y políticas es algo sucio que debemos reemplazar por criterios técnicos y objetivos.
Referencias
Biesta, G. (2017). El bello riesgo de educar. SM.
Bourdieu, P. (1998). La distinción: Criterios y bases sociales del gusto. Taurus.
Fernández Pérez, M. (1986). Evaluación y cambio educativo: el fracaso escolar. Morata.
Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo Veintiuno.
García Barnés, H. (2024). Graduaciones: las nuevas bodas de niñas de 12 años que piden la manicura de gel y Rimmel. El Confidencial.
Gortazar, L., Lafuente, D. M. de y Vega-Bayo, A. (2022). Comparing teacher and external assessments: Are boys, immigrants, and poorer students undergraded? Teaching and Teacher Education, 115, 103725.
Pérez Iglesias, J. (2020). Los jóvenes de hoy en día siempre han sido peores que los de antes. The Conversation.
Sola, M. (1999). Desarrollo profesional docente. Proyecto docente inédito.