Democracia, poder demoscópico y poder mediático

El presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), José Félix Tezanos, en el Congreso de los Diputados — Jesús Hellín / Europa Press / ContactoFoto
En las campañas electorales, la democracia intenta poner coto a dos de los poderes más opulentos e ilegítimos: el poder demoscópico y el poder mediático

Lo que comúnmente llamamos electoralismo es un fenómeno que no debe ser simplificado. Muchos partidos modifican sus discursos y programas en los periodos electorales porque necesitan captar votos. Esto evidencia que, si aumentara la frecuencia con la que se celebran las elecciones, los partidos prestarían menos atención a las demandas de la ciudadanía. Es cierto que los partidos que cambian de criterio en campaña, en función de lo que consideran que piensa el electorado, revelan sus escasas convicciones éticas; pero, en ocasiones, la crítica al electoralismo oculta una concepción negativa de la democracia. Desde palacio es fácil calificar de electoralistas o populistas las medidas que ayudan a llenar la nevera.

¿Qué sucedería si se incrementara la frecuencia de los procesos electorales? La principal objeción que suele plantearse es que los gobernantes no tendrían incentivos para llevar a cabo políticas públicas sostenibles y eficaces en el largo plazo, ya que deberían ser receptivos a las continuas exigencias del electorado. Este planteamiento subyace en la idea de que la política monetaria debe sustraerse del proceso democrático para pasar a manos de un actor tecnocrático (como el Banco Central Europeo). Sin embargo, esta cosmovisión arrastra no pocos sesgos y prejuicios antidemocráticos, dado que parte de la premisa de que las personas de a pie carecen de la capacidad de pensar en el largo plazo.

El pensamiento largoplacista y la democracia no están necesariamente enfrentados. Desde campos de conocimiento como la prospectiva estratégica, el ecologismo o los derechos de las generaciones futuras se vienen formulando propuestas sólidas para crear una institucionalidad que contribuya a integrar los intereses de largo plazo en el proceso democrático. En España, un buen ejemplo del potencial de estas herramientas institucionales es la desconocida Ley 10/2023, de 5 de abril, de bienestar para las generaciones presentes y futuras de las Illes Balears.

En realidad, el problema no es tanto hasta qué punto se adaptan o no los partidos al electorado como la forma en que se construyen las preferencias de la ciudadanía. Y aquí la política partidista o institucional importa mucho menos de lo que suele decirse en el pensamiento oficial. Son principalmente los medios de comunicación, incluido el más reciente poder de las plataformas digitales, los que configuran las demandas y los deseos de las personas.

Con todo, las campañas electorales son los únicos momentos mínimamente democráticos de nuestros sistemas políticos. Y no solo por el derecho universal a votar y ser votado. En las campañas electorales, la democracia intenta poner coto a dos de los poderes más opulentos e ilegítimos: el poder demoscópico y el poder mediático.

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El poder demoscópico, con su sola existencia, condiciona los resultados electorales: por el contenido, el modo y el momento de las preguntas; por la cocina de las respuestas o incluso la fabricación de una realidad artificial que termina emergiendo; y, por supuesto, por los intereses económicos de los dueños reales del negocio de las encuestas. Resulta esclarecedor que la opinión pública solo asocie la demoscopia al nombre de Tezanos. Nuestra Ley electoral prohíbe la publicación de sondeos electorales por cualquier medio de comunicación durante los cinco días anteriores al de la votación. Se trata de una regulación insuficiente, pero que sirve para comprender que la democracia debe poner límites al poder demoscópico.

El poder mediático también está sometido a una regulación un poco más democrática durante las campañas electorales. Con carácter general, los debates electorales dan voz a una pluralidad de opciones políticas en condiciones de cierta igualdad. Debería hacernos reflexionar que Irene Montero, la política más perseguida por el poder mediático, haya ganado con claridad el debate electoral del pasado jueves. La Ley electoral es ilustrativa cuando afirma que las televisiones privadas, durante el periodo electoral, deberán respetar los principios de proporcionalidad y neutralidad informativa en los debates, entrevistas electorales y tratamiento de la campaña. “Durante el periodo electoral”, dice la norma, lo que viene a confirmar que el resto del tiempo cabe prescindir del rigor informativo. Es algo así como si en la última jornada de La Liga se procurara jugar con árbitros imparciales, a sabiendas de que en el grueso de la temporada reina la ley del más fuerte. Por supuesto, hay que salir a ganar el último partido, pero convendría que nos organizáramos para cambiar las reglas del campeonato.