La decisión
El lunes Pedro Sánchez dará a conocer su decisión tras el periodo de reflexión que anunció en su carta a la ciudadanía. Hace bien el presidente del Gobierno en decir basta ante el lawfare o, como prefiere llamarlo él, siguiendo a Umberto Eco, la máquina del fango. La decisión que el presidente debe tomar es, según su carta, si merece la pena continuar en la presidencia del Gobierno teniendo en cuenta los ataques que están sufriendo él y su esposa. La situación de Pedro Sánchez me suscita respeto y empatía, por más que se haya equivocado tiempo atrás al obviar o incluso aprovecharse del lawfare que han padecido, entre otros, representantes de Podemos (innumerables), feministas, nacionalistas no españolistas y no pocos activistas sociales. Una persona puede aceptar el odio como contrapartida a su acción política, pero cuando su familia recibe ataques desproporcionados y reiterados es comprensible que el dolor y el sentimiento de culpa motiven una retirada precipitada. Las discrepancias políticas no deben impedirnos que, en el plano personal, expresemos nuestra solidaridad con el presidente del Gobierno ante semejante trance.
Sin embargo, en el plano político sí cabe cuestionar la disyuntiva que Sánchez ha planteado. Aunque la carta ha tenido la virtud de poner a reflexionar a buena parte del país sobre los límites del fango y el lawfare, el dilema resultante no debería ser continuar o abandonar el cargo. Llegados a este punto, la disyuntiva más razonable que Sánchez podría poner encima de la mesa es si debe renunciar como presidente del Gobierno para que él y su familia dejen de sufrir ataques injustos o si merece la pena seguir en el cargo con la específica misión de emprender las reformas que España necesita para poner fin a la lacra de la corrupción mediática y judicial. La carta de Sánchez puede tildarse de derrotista y determinista en tanto que transmite el mensaje de que el lawfare es irresoluble. Por eso creo que la elección no debería ser entre abandonar o continuar, sino más bien entre abandonar o transformar.
España necesita, como el comer, una serie de reformas profundas y ambiciosas que democraticen los aparatos del Estado y el poder mediático. Y digo “como el comer” en su sentido más literal, porque la democratización del Estado y la esfera pública es condición de posibilidad para materializar avances reales en justicia social. La experiencia de los últimos años permite sostener que una mayoría progresista en el Congreso de los Diputados no es una fuerza suficiente para contrarrestar la acción del Estado profundo y los poderes económico-mediáticos. Para muestra, un botón: en España tuvieron que repetirse dos elecciones generales porque los poderes antidemocráticos vetaron la entrada de Podemos en el Gobierno.
Los aberrantes ataques que están recibiendo Sánchez y su esposa, como antes otras personas de la izquierda y los nacionalismos no españolistas con mayor intensidad, no se entienden sin las estrategias trumpistas que ha adoptado la derecha a escala global, pero tampoco sin la pervivencia de elementos significativos de la dictadura franquista, de un bloque de poder oligárquico e ilegítimo, en el sistema político español.
Sánchez plantea una falsa dicotomía impregnada de resignación. ¿Acaso no existe la opción de impulsar reformas que democraticen el país y pongan coto a la ofensiva antidemocrática de la derecha política, mediática y judicial? No lo llamaría segunda transición porque transición en España es sinónimo de engañifa, pero en algún momento habrá que llevar a cabo un verdadero proceso de democratización.
La decisión que cabría esperar de un presidente del Gobierno de izquierdas es que se atreva, por fin, a democratizar España, comenzando por el poder jurídico y judicial. No solo urge acabar con el secuestro del Consejo General del Poder Judicial, sino que es necesario transparentar la Justicia, democratizar la Administración, la cultura jurídica y el acceso a las profesiones jurídicas, así como innovar reformas audaces que proscriban las operaciones de lawfare, como garantizar la publicidad activa del reparto de asuntos (la forma en que se distribuyen las causas entre órganos jurisdiccionales análogos) y la desestimación temprana de acciones judiciales manifiestamente infundadas.
También el campo mediático precisa de reformas profundas: urge democratizar el dominio público radioeléctrico, porque el derecho fundamental a la información no puede estar capturado por unos pocos millonarios sin escrúpulos. Es apremiante, también, acabar con el pernicioso sistema de publicidad institucional, negocio que socava las libertades públicas en demasiados territorios. Pero también hay que regular la prensa para evitar que los panfletos ultraderechistas sigan intoxicando a la sociedad con apariencia de periodismo. Obviamente, la regulación habrá de garantizar todos los derechos fundamentales implicados y no es tarea sencilla, pero algo más podrá hacerse que mantener la vigencia de la franquista Ley 14/1966, de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta.
No menos perentoria es la necesidad de reparar el agujero del Estado de derecho que ha permitido la persecución político-policial de partidos democráticos, en alianza con otros poderes antidemocráticos. Existe un serio problema, siempre soslayado, de falta de neutralidad política de determinados sectores de las Fuerzas y Cuerpos de seguridad y de las Fuerzas Armadas. ¿Nunca es el momento de solucionar los problemas estructurales?
Las anomalías son tantas que, en el mejor de los casos, permitirían hablar de una democracia anómala. ¿Es normal mantener una monarquía inviolable, irresponsable, manchada de corrupción y que interviene políticamente sabiendo que no se hizo un referéndum porque la monarquía perdía, como confesó Suárez? ¿Es tolerable que se perpetúen los secretos oficiales con base en una ley franquista? ¿Quiénes vetan las reformas democratizadoras en sectores como la vivienda o la cesta de la compra? ¿Por qué no podemos resolver como demócratas la cuestión territorial? ¿Por qué no se puede abrir el candado de la educación concertada y de los privilegios de la Iglesia? ¿Quiénes impiden desprivatizar la sanidad? ¿Por qué no se derogó la reforma laboral del PP? ¿Por qué siguen en cunetas miles de personas que lucharon por la democracia en España? ¿Para cuándo una fiscalidad progresiva, justa y ecológica? ¿Por qué nunca ha habido una reforma sustancial de la Constitución? ¿Quién impone el actual furor belicista? ¿Quién manda?
Hay un Pedro Sánchez que es consciente de buena parte de estas anomalías o que entendió con pragmatismo lo que supuso el 15-M. Es el Pedro Sánchez que se podemizó para enfrentarse a los aparatos del PSOE en 2016, el que confesó a Jordi Évole recibir presiones de los poderes económicos y mediáticos para no formar un Gobierno de coalición, el que se ha atrevido con la amnistía o el que ha puesto a España a debatir sobre la máquina del fango. Pero también hay otro Pedro Sánchez, mucho más prolongado en el tiempo, que transa, que se amolda al dictado de poderes ilegítimos, que avaló la operación Sumar para expulsar a Podemos del Gobierno y sus políticas transformadoras, que se comprometió en un debate a “traer de vuelta” a Puigdemont y que, como tantos otros, gobierna para no incomodar a los de arriba. Quizás Pedro Sánchez deba decidir, también, qué Pedro Sánchez quiere ser definitivamente: un líder valiente o un político más del establishment. Ojalá nos sorprenda gratamente, pero no podemos olvidar que el PSOE ha sido sostén y pagafantas del sistema político del 78 durante más de cuatro décadas, la cara amable de una democracia atada y tutelada.
La decisión responsable ―que, creo, no se atreverá a adoptar Sánchez― es la de impulsar los cambios necesarios para democratizar España y poner fin al secuestro de la voluntad popular que ejerce el bloque oligárquico de poder desde hace demasiado tiempo.