¿Qué es el derecho?
Lo que identificamos como jurídico no es más que fuerza institucionalizada
Si Israel puede cometer un genocidio contra el pueblo palestino ante los ojos del mundo, a pesar de la conquista global de los derechos humanos y de las órdenes de la Corte Internacional de Justicia, bien podríamos preguntarnos para qué sirve el derecho internacional. Dice la Carta de Naciones Unidas que, si una de las partes en un litigio incumple las obligaciones de un fallo de la Corte Internacional de Justicia, la otra parte puede requerir al Consejo de Seguridad la adopción de medidas. Simplificando un poco, cabe concluir que el cumplimiento del derecho internacional depende, en última instancia, de la voluntad de los Estados con más poder en la escena internacional. Hablando en plata: Israel comete un genocidio, principalmente, porque Estados Unidos y sus subordinados lo amparan.
Así las cosas, existe la tentación de pensar que el derecho internacional devendría en falso derecho, en una suerte de normativa blanda de escasa eficacia que se contrapone al verdadero derecho, que sería el derecho interno de cada Estado. No lo comparto. Ciertamente, puede sostenerse que el derecho internacional tiene una institucionalidad menos desarrollada que la del derecho interno, en el sentido de que aquel carece de mecanismos tan sofisticados para garantizar la efectividad de las normas y resoluciones jurisdiccionales. Pero también en el derecho interno de cada Estado existen espacios de impunidad. La diferencia entre el derecho internacional y el derecho interno no es cualitativa, sino cuantitativa.
En la academia jurídica española suele haber consenso en que el Estado de derecho es una conquista gradual, una larga lucha contra las inmunidades del poder, en la célebre expresión de García de Enterría. Es un planteamiento muy lúcido. Por ejemplo, en el derecho interno español se ha avanzado progresivamente ―si bien no de forma definitiva― en la eficacia de la ejecución de las sentencias. Pero este consenso tiene mucho de hipocresía. Sobran los ejemplos. No es un dato menor que la mayoría de la comunidad jurídica española asuma sin problemas que el rey, el jefe del Estado, el símbolo de su unidad y permanencia, sea considerado inviolable e irresponsable. El eterno bloqueo del Consejo General del Poder Judicial es incluso aceptable. La academia no presta atención a las magnas inmunidades del poder privado. El desprecio de la comunidad jurídica española por la memoria democrática o los derechos sociales revela que el Estado de derecho importa hasta cierto punto.
También el cumplimiento del derecho interno de los Estados es una cuestión de poder. Las normas no se aplican siempre ni se aplican del mismo modo en casos iguales. Los procesos de aplicación e interpretación del derecho no son automáticos, sino que están dirigidos por personas con ideología, intereses y sesgos que se insertan en complejas estructuras sociales y de poder. La verdad jurídica puede ser desmentida por la verdad judicial cuando se alinean todas las instancias jurisdiccionales, también en fase de ejecución de sentencia. Incluso formalmente persisten los espacios de inmunidad: la Administración pública tiene potestades, poderes de actuación que activa cuando quiere, siendo limitado el control judicial de su inactividad.
Por cierto, todavía en muchas universidades se explica que el derecho se caracteriza por un elemento o aspiración de justicia, entendida esta como valor o ideal (no como aparato institucional). Incluso quienes sostienen que el derecho puede ser injusto también afirman que en su estructura se constata algo así como una ética interna que permite identificar siempre el elemento de la justicia. Pero lo cierto es que la justicia no es un elemento necesario, ni siquiera frecuente, en el derecho. Es cierto que podemos valorar el derecho desde una perspectiva ética, pero eso no significa que el derecho sea justo o tienda a serlo. El elemento constitutivo del derecho es el poder. Lo que identificamos como jurídico no es más que fuerza institucionalizada.