Qué hacemos con la Justicia
Hace más de una década, la imprescindible editorial Akal puso en marcha una magnífica colección titulada Qué hacemos. Entre 2012 y 2015, se publicaron 23 volúmenes escritos por personas activistas y académicas sobre muy diversos temas: educación, política económica, crisis ecológica, trabajo, memoria histórica, etc. Corrían tiempos de entusiasta agitación. La colección sigue siendo una guía útil para cualquier persona interesada en transformar la sociedad desde una perspectiva democratizadora.
Sin embargo, ninguno de esos libros hacía referencia a la Justicia. Se trata de un ejemplo más de que la izquierda, salvo contadas excepciones, apenas ha prestado atención al poder judicial y, en general, al mundo del derecho. Ello obedece a muy diversas razones. La comunidad jurídica está formada por sectores en su mayoría conservadores y reaccionarios, por lo que no abundan las personas progresistas con voluntad de transformación y divulgación. Además, los temas jurídicos, en general, suelen ser áridos, a priori carentes de la necesaria emocionalidad que requiere la tarea política. Pero tampoco puede obviarse que, demasiadas veces, la izquierda ha descuidado la comprensión del funcionamiento del poder. Para hacer una política útil de izquierdas no es suficiente enfocarse en las contiendas electorales y en aplicar un buen programa, sino que es imprescindible impugnar las estructuras de poder que bloquean o debilitan los avances democráticos. Demasiados poderes han permanecido despolitizados durante mucho tiempo: entre otros, el poder mediático, el poder demoscópico, el poder monetario y, por supuesto, los poderes jurídico y judicial.
El primer paso para democratizar el poder judicial es politizarlo, en el sentido de que el problema entre en la agenda pública. Parece una obviedad, porque todo poder es político por definición. Sin embargo, gracias a la generalización de los postulados de Montesquieu, se asumió como un lugar común que la judicatura era “la boca que pronuncia las palabras de la ley”, que el poder judicial es un “poder nulo”. Hoy, sin embargo, en España y otros países crece la conciencia de la politicidad del poder judicial, arraiga la certera idea de que buena parte de la judicatura puede convertirse en un operador político.
Es evidente que la Justicia influye políticamente, a diario, en el funcionamiento de la sociedad al dirimir asuntos en los que las partes tienen desigualdad de poder (de manera destacada, pensemos en las disputas entre personas trabajadoras o consumidoras y empresas), sin que sea posible prescindir del margen de apreciación con que cuenta la judicatura para aplicar e interpretar las normas o valorar las pruebas.
En los últimos años, además, también puede constatarse que la judicatura tiene la capacidad de confrontar activamente contra los poderes legislativo y ejecutivo. No se trata, claro está, del preceptivo control de juridicidad que la Justicia debe realizar en el marco de un Estado democrático de derecho. Lo que ocurre es que amplios sectores de la judicatura, azuzados por el poder mediático e imbuidos por un intenso nacionalismo, son conscientes de su integración en un bloque de poder que tiene como misión frenar los cambios democráticos y perpetuar las viejas relaciones de dominación. Y otros sectores menos conscientes se dejan arrastrar por la corriente debido al corporativismo imperante y la falta de capacidad crítica propia del mundo jurídico. Las conductas de boicot judicial a la ley sólo sí es sí y a la ley de amnistía no son casos aislados, sino estrategias políticas coordinadas frente a dos leyes que representan avances estructurales, respectivamente, en feminismo y en garantías para el pluralismo territorial.