Trabajo garantizado
El Gobierno de España afronta en las próximas semanas la aprobación de una de las reformas comprometidas con Bruselas: “La simplificación y mejora del nivel asistencial de desempleo”, según consta en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. En el debate público no se ha abordado la verdadera naturaleza de los fondos europeos Next Generation: lejos de ser una política expansiva promovida por una Europa fraterna, estos fondos se enmarcan en una gobernanza europea caracterizada por la condicionalidad y la soberanía limitada de los Estados miembros. Una de esas contrapartidas que España debe asumir es la reforma del nivel asistencial de la protección por desempleo (nivel que es distinto a las prestaciones contributivas por desempleo).
La reforma compete al Ministerio de Trabajo, pero el Ministerio de Economía también pretende intervenir en su diseño en tanto que se encarga de coordinar el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en el marco de la política económica general. Las discrepancias entre Yolanda Díaz y Nadia Calviño (no hay que olvidar en estos casos que Pedro Sánchez nunca es un árbitro imparcial en el Gobierno) parecen basarse en la cuantía y duración de los subsidios y en los (mal) llamados incentivos al empleo. El diablo siempre está en los detalles y la reforma comprometida por España en el Plan de Recuperación es bastante ambigua en su planteamiento original. Pero el diablo, para las personas de a pie, se ha colado en el Programa Nacional de Reformas 2023 remitido por el Gobierno de España a la Comisión Europea, donde se afirma que la reforma “mejorará el sistema de incentivos a trabajar”. En el acuerdo programático de coalición entre PSOE y Sumar también se recoge la idea de reforzar los incentivos al empleo. La cuestión de los incentivos de empleo permite interpretaciones dispares, pero suele activar la idea de recortes en la protección social.
Aunque oficialmente el Ministerio de Economía y otras voces neoliberales abogan por vincular la reforma de estos subsidios a la necesidad de crear empleo, subyace en este debate el interés de la patronal en reducir la protección social para aumentar el número de personas trabajadoras dispuestas a competir a la baja en el mercado laboral. El Ministerio de Trabajo tendrá que hacer frente a no pocas dificultades para ampliar la protección de las personas desempleadas: a la hostil arquitectura de los fondos europeos hay que añadir un discurso autoimpuesto de no hacer ruido que debilita sistemáticamente su capacidad negociadora con la parte mayoritaria del Gobierno.
Una propuesta con un enorme potencial democrático es el ‘trabajo garantizado’, idea que teorizó el economista estadounidense Hyman Minsky en los años sesenta y que en España ha divulgado con rigor el economista Eduardo Garzón.
Las informaciones disponibles permiten augurar que la reforma acabará teniendo luces y sombras para los intereses de la clase trabajadora. Nos encontramos ante un ejemplo paradigmático de que los Gobiernos supuestamente progresistas no parecen dispuestos a hacer grandes transformaciones, ya sea por falta de voluntad política, ya sea por los límites inherentes a democracias sometidas al poder privado, sino que se limitan a realizar una suerte de gestión posibilista del malestar. Así será difícil construir una alternativa a la amenaza que representa la extrema derecha, aunque tampoco es claro que baste mejorar el bienestar para evitar el auge de una ultraderecha que hace política con mucho dinero y demasiada manipulación. Podríamos decir que garantizar el bienestar de las mayorías sociales es condición necesaria, pero no suficiente, para hacer frente a la ultraderecha.
Las opciones progresistas deberían asumir que hace falta dar respuestas de calado a los grandes desafíos de nuestro tiempo. No cabe afrontar el problema del desempleo en el marco discursivo del mercado y los incentivos individuales, sino que necesitamos una solución pública y ambiciosa para alcanzar el objetivo del pleno empleo. Una parte importante del célebre New Deal que impulsó Roosevelt en Estados Unidos fueron los programas temporales de empleo. ¿Por qué no abanderar soluciones innovadoras desde el Estado que planten cara al fetichismo del mercado?
Una propuesta con un enorme potencial democrático es el ‘trabajo garantizado’, idea que teorizó el economista estadounidense Hyman Minsky en los años sesenta y que en España ha divulgado con rigor el economista Eduardo Garzón. Aunque la propuesta admite diversos desarrollos, puede concluirse que un sistema de trabajo garantizado convierte al Estado en empleador de última instancia para alcanzar el pleno empleo y satisfacer necesidades sociales. El Estado, por tanto, siempre ofrecerá un puesto de trabajo con condiciones dignas a cualquier persona que desee trabajar. El trabajo garantizado orientado a la lucha contra la crisis climática adquiere, además, un renovado interés. ¿Acaso no es necesario crear empleo con la finalidad de proteger el medio ambiente o lograr una economía sostenible y circular en un contexto de emergencia climática?
La viabilidad económica de la propuesta de trabajo garantizado fue muy bien argumentada por el propio Eduardo Garzón y, desde la perspectiva jurídica, por Héctor Illueca en un libro muy interesante coordinado por Alberto Garzón y Adoración Guamán. Illueca, una de las personas más brillantes que ha pasado por la política española, desarrolló con precisión la idea de crear una relación laboral de carácter especial para materializar la propuesta de trabajo garantizado. ¿Por qué no impulsar desde el Gobierno de España iniciativas audaces y transformadoras? Para arrancar, por ejemplo, el Ministerio de Trabajo, en colaboración con la Administración local, podría liderar un programa piloto de trabajo garantizado en la isla de La Palma, todavía afectada por la erupción volcánica.
Claro está que la propuesta de trabajo garantizado conllevaría ataques despiadados del poder mediático. Las transformaciones democráticas siempre llevan aparejada la feroz reacción del poder político privado. Las condiciones materiales de vida se dirimen, también, en batallas culturales en las que los de arriba acaparan las armas decisivas.