Algunas lecciones sobre la coyuntura europea y el Reino de España
El alivio que sentimos el pasado 23 de julio tiene su precio: el sopor y el hastío de contemplar un proceso de investidura que no es sino otro momento de la campaña electoral perpetua. Desde que el mundo no tiene remedio capitalista, las democracias liberales solo pueden vivir y mantener la atención y la participación con la única forma de movilización total legal que no es otra que la campaña electoral incesante. De esta manera, la actualidad, las urgencias, las oportunidades, las catástrofes, se convierten en el repertorio de un parlamentarismo de partidos extendido a toda la conversación mediática.
Venimos de una experiencia de gobierno de coalición que resulta inexplicable si no nos remitimos a un ciclo político y social que empieza en 2011 en el Reino de España. Pero solemos olvidar que nuestro Reino, como cualquier otro estado nación contemporáneo, dispone de una “soberanía limitada” (Brézhnev dixit) desde que el mercado mundial de cosas y personas y las luchas de clases transnacionales trasladaron el poder de mando estatal a grandes conjuntos geopolíticos. El que nos toca, desde los Acuerdos de Yalta, se llama ahora Unión Europea. Por eso necesitamos tener en cuenta el engarce de coyunturas entre el centro y las provincias para reconocer las oportunidades, los motores y los límites del cambio político en el ciclo que ha terminado y los que presenta la nueva distribución salida del 23J.
Vamos a hacer un repaso rápido y necesariamente insuficiente del ciclo pasado con arreglo a este enfoque. En mayo 2010, tras los cantos de sirena de una “refundación del capitalismo” a raíz del shock de 2008, la realidad de la doctrina Schäuble pone fin al gobierno de Zapatero. La respuesta global al austericidio es un ciclo de revueltas que en nuestro Reino se llamó 15M, la mayor revuelta autoorganizada desde el final de la dictadura. En julio de 2012, el “whatever it takes” de Mario Draghi consigue la estabilización de la crisis de la deuda pública de los PIIGS y de resultas da un espaldarazo al rajoynato surgido en 2011 con la plena colaboración del PSOE de Rubalcaba y Susana Díaz.
El bloqueo institucional del ciclo de luchas hace inevitable el surgimiento de Podemos en 2014. En 2015, Podemos y sus convergencias, que contaban con 71 diputadas, no supieron y/o no pudieron reaccionar ofensivamente a la masacre final del movimiento popular griego y del gobierno de Syriza en julio del mismo año. De nuevo la doctrina Schäuble, esta vez con ensañamiento neocolonial. El acontecimiento Podemos hace inevitable la renovación de los partidos de régimen: llega el PSOE-Sánchez y resurge Cs. Surge UP, que acata la nueva coyuntura e insiste en que su programa es socialdemócrata y que se limita a hacer efectivos los principios de la constitución de 1978. Mientras tanto, el juego de la gallina entre el procés catalán, el gobierno Rajoy y la corona termina en octubre de 2017 con una derrota del movimiento independentista. La carta europea resultó ser una tarjeta roja.
La deriva del régimen hacia un franquismo reflexivo se refuerza con la promoción oficial de Vox. La Comisión Europea del Yeltsin luxemburgués Juncker aplaude. En 2018 el Reino de España es uno de los epicentros del seísmo mundial feminista, balón de oxígeno y de potencia para unos movimientos autónomos hechos jirones por el agotamiento y vaciados por la centralidad parlamentaria y partidista del ciclo político español. En noviembre de 2019 la resistencia de los partidos del cambio hace inevitable el gobierno de coalición con el PSOE, en el que son parte imprescindible los partidos independentistas. En diciembre del mismo año sale elegida la nueva Comisión Europea presidida por Ursula von der Leyen, la primera que no contó con la mayoría suficiente de los grupos socialdemócrata y conservador y tuvo que contar con los liberales, y que define por primera vez su mandato como “geopolítico”, respondiendo a la nueva geografía de poderes del mercado mundial. Tanto el gobierno de coalición como la CE se estrenan haciendo frente a la catástrofe sociosanitaria del Covid19 que estalla en febrero de 2020. Lo que hasta entonces era vacilación y parálisis sobre el fin de la austeridad, se convierte en el mayor esfuerzo fiscal de la historia de las comunidades europeas y en una mayor federalización y una centralización de facto de las competencias compartidas. Se suspende el Pacto de estabilidad y crecimiento y se lanza el instrumento Next Generation para evitar el desplome completo de la cohesión social en los países miembros.
Esta coyuntura determina la elasticidad y la libertad de juego de los primeros dos años del gobierno de coalición mucho más que la dialéctica entre izquierda y derecha en la crisis de régimen. Decir que determina no quiere decir que suprime o subordina la dialéctica social y política española, sino más bien que distribuye y favorece diferencialmente determinados campos de actuación, lo que se traduce en un coeficiente positivo o negativo para las tácticas de los partidos. Lo entendemos mejor si atendemos al hecho de que prácticamente todas las iniciativas de UP en el gobierno han contado con el respaldo de directivas de la CE y con el apoyo explícito de las respectivas comisarias, desde la Ley de consumidores y usuarios a la Ley de familias, pasando por la revisión de la reforma laboral del PP, la ley Rider y sin duda la Ley de garantía de la libertad sexual. Del mismo modo que ha asegurado la total impunidad de la masacre de Melilla de junio de 2022.
La izquierda que forme un nuevo gobierno de coalición llega en crisis, dividida y sin aliento a la cita electoral europea, que además presenta la circunstancia (si Pedro Sánchez o Puigdemont no lo remedian) de que no coincidirá con ninguna otra elección y, por lo tanto, corre el riesgo de registrar un porcentaje de participación catastrófico.
En otra coyuntura europea, la experiencia del gobierno de coalición no habría durado más que unos pocos meses. Por el contrario, permitió ejercer, contra todo el régimen, político, mediático y judicial, incluido su socio de gobierno y en ausencia de movimientos y movilizaciones durante la pandemia, lo que Pablo Iglesias definía no demasiado públicamente como “un contrapoder dentro del gobierno”. Del mismo modo, hoy podemos decir que la coyuntura europea 2020-2021 contribuyó a crear la ilusión —o la coartada, depende de los actores— de que el neoliberalismo había acabado en la UE y de que para los partidos a la izquierda del PSOE se abría un periodo prometedor en el que iban a contar con el viento de cola a favor de una agenda reformista, dentro de los parámetros del statu quo del régimen y con el beneplácito de la CE. Esto explica igualmente la unidad y la eficacia con la que todos los socios de Podemos se organizaron para reducir al partido morado a la irrelevancia política.
Sin embargo, todo cambia de repente en febrero de 2022, con la invasión rusa de Ucrania. Tiene lugar entonces una mutación fundamental del “mandato geopolítico” de la CE de Von der Leyen. Terminan definitivamente las ambigüedades que permitían atisbar en el Pacto Verde Europeo algo parecido a un Green New Deal en el que, de alguna manera, se reconociera un antagonismo negociable entre fuerzas del trabajo y fuerzas patronales, corporativas y financieras, así como una incompatibilidad no negociable entre capitalismo fósil y carbonizador y la resistencia de los límites planetarios. Nada de eso. El “mandato geopolítico” de la CE se traduce en una reformulación de sus objetivos como guerra civilizatoria contra los enemigos del “sueño europeo”, que no solo son las potencias asiáticas, Rusia y China, sino también lo que el nuevo Dr. Strangelove, Josep Borrell, ha definido como la “jungla” que amenaza el “jardín” europeo.
La inflación de beneficios empresariales se achaca al chantaje ruso y justifica la subida de tipos del BCE de Lagarde, en cuyo seno vuelven a llevar la voz cantante los ordoliberales alemanes y holandeses que piden la vuelta a la austeridad y el restablecimiento pleno del Pacto Fiscal. Verdes y socialdemócratas europeos pugnan por la pole position en el esfuerzo de guerra, dentro de lo que Adam Tooze ha denominado “socialdemocracia de guerra”. Gobiernos conservadores como el griego implantan la jornada laboral legal de hasta 13 horas diarias. La militarización de la economía y de los presupuestos públicos se torna en un noble objetivo de solidaridad y civilización, mientras el Sur global redescubre a la UE como un conglomerado de viejas potencias coloniales, aisladas, paranoicas y envejecidas. El sueño europeo se ha convertido en una pesadilla.
En la primavera de 2024 se celebran las elecciones europeas más importantes de la historia de las comunidades. De ellas saldrá una nueva Comisión. La izquierda europea, noqueada y dividida por la presión belicista y la instauración del régimen de guerra en las relaciones políticas de cada país, las afronta a día de hoy con las peores previsiones de su historia. Más probable se presenta que el crecimiento de los partidos de extrema derecha lleve al partido popular europeo a romper el cordón sanitario y a forma una Comisión Europea que, sobre la base de la aceptación del pacto atlántico y de la guerra contra Rusia y China, supondría sin duda el principio de un nuevo periodo del proyecto europeo, en el que derechos y libertades quedarán subordinados a una agenda neocolonial, militarista y supremacista. Que convertirán a la UE y a sus esfuerzos de ampliación hacia el Este en una versión de lo que el jurista fascista Carl Schmitt concebía como un Großraum, un conjunto geopolítico heterogéneo unido por valores, principios e identidades frente al resto del mundo hostil.
Esto nos permite redimensionar la puesta en juego de la formación de un nuevo gobierno en el Reino de España y de sus grados de libertad reales. La izquierda que forme un nuevo gobierno de coalición llega en crisis, dividida y sin aliento a la cita electoral europea, que además presenta la circunstancia (si Pedro Sánchez o Puigdemont no lo remedian) de que no coincidirá con ninguna otra elección y, por lo tanto, corre el riesgo de registrar un porcentaje de participación catastrófico. Asimismo, las opciones dominantes en la reconfiguración de la Comisión y el europarlamento hacen más que probable el final del idilio entre el gobierno español y la nueva Comisión, es decir, que se reduzca al mínimo la capacidad fiscal y el respaldo al mantenimiento o la expansión de los derechos sociales y sindicales, así como el control público de la transición energética y la redistribución salarial y fiscal de los enormes paquetes inversores. Y, por supuesto, el nuevo gobierno tendrá que reafirmar su compromiso atlántico y aumentar las partidas militares, la participación del ejército español y el apoyo a la industria bélica española. Y ejecutar y justificar muchas más masacres como la de Melilla, cada vez más probables a medida que el Sahel se convierte en el nuevo teatro de la guerra interimperialista. Se trata de algo muy distinto de la amnistía o, dicho de otra manera, los límites de lo posible se están definiendo en el teatro europeo. Algo tiene que despertar a los sonámbulos.