Con Silvia Reyes no pudieron
De la icónica fotografía de Colita, de la primera manifestación del Orgullo en Barcelona el 26 de junio de 1977, donde se ve a un grupo de mujeres trans llevando la pancarta, la única que quedaba viva era ella
Conocí a Silvia Reyes (Las Palmas, 1953) un mañana de un calor insoportable de agosto en Barcelona. Me citó en la puerta de un hotel del barrio del Eixample, ese barrio en el que ella había conquistado su propia libertad y que ahora es un territorio gentrificado donde las maricas, bolleras y travestis empobrecidas no pueden vivir porque no son rentables para el capitalismo. De la puerta de ese hotel me llevó a una cafetería, luego a su humilde apartamento que se compró con el dinero que ganó en su juventud yendo y viniendo a Francia. De su pisito, después de enseñarme todas las veces que había salido en revistas luchando por los derechos LGTBI, me llevó a comer a un restaurante del Paseo de Gracia.
Lo primero que hizo nada más verme fue decirme: “Qué calor hace, mi niño”. Ese “mi niño” era marca de origen. De Las Palmas salió huyendo en 1973 para poder ser. Podía haber estudiado Medicina, pero le dijeron que se tenía que disfrazar de hombre y ella estaba dispuesta a todo menos a vivir una vida extraña.
Con 3.000 pesetas llegó a Barcelona. Tenía solamente para unos cuantos días de pensión, pero le acompañaba la fuerza de quienes nacen en los lugares equivocados y saben lo que es sentir frío en agosto. Tras varios días en la pensión, se fue a la Costa Brava a pedir trabajo de camarera de piso. Traía una carta de recomendación de un hotel de Canarias donde había estado trabajando, pero ni con esas.
En un hotel le pidieron que se quitara las tetas y se disfrazara de hombre. Por supuesto, no aceptó. Regresó a Barcelona y una compañera travesti la animó: “Vístete, nena, que tú eres muy guapa, y te vienes conmigo al cabaré”. En el cabaré bailaba, seducía, ligaba, sobrevivía y se demostraba a sí misma que era posible vivir sin someterse. “Las travestis nos hemos ido haciendo unas a otras”, decía.
Del cabaré pasó a la prostitución, porque esa era la única salida que había para las mujeres trans hasta hace nada. Fue detenida más de 50 veces por sólo andar por la calle. En la comisaría: palizas, hostias, humillaciones, gritos de maricón y hasta alguna agresión sexual.
De una de estas detenciones no regresó a la pensión. Fue llevada a la Modelo de Barcelona. La dejaron llamar a alguien y llamó a la dueña de la pensión donde se hospedaba para que le llevara el neceser con sus pinturas. Y así, pintada como una puerta a modo de desafío, se paseaba por el módulo penitenciario. Una vez condenada en aplicación de la Ley de Peligrosidad Social, fue llevada a la cárcel de Badajoz.
En España, durante la dictadura, había dos prisiones para las disidencias sexuales: la de Huelva y la de Badajoz. A Huelva mandaban a los activos, a Badajoz a los pasivos. Los versátiles caían en todos sitios. Así de ridículo era el franquismo. Si eras muy masculino, daban por hecho que sólo podías ser activo. Y si eras muy femenino o una mujer trans, daban por hecho que sólo podías ser pasivo. Aunque en la soledad de la noche los jerarcas franquistas soñaran con lo prohibido, a la luz del día todo parecía muy ordenado.
En la cárcel de Badajoz estaba cumpliendo condena el día que murió Franco. Le pregunté si celebró la muerte del dictador y me dijo que no: “El franquismo era un régimen, no solo Franco”. De hecho, a la salida de prisión fue condenada al destierro. Otra vez se cogió el petate y se marchó a Suiza. Allí se enamoró de un hombre que la deseaba pero que no estaba dispuesto a quererla. La soledad. Silvia siempre cargó con la soledad, con el desprecio, con el mensaje de que no era digna de ser amada. Desde que nació en una familia franquista. Su padre y su madre se murieron llamándola por el nombre que le pusieron al nacer.
Cuando presentamos ‘La doble transición’, la editorial tuvo el detalle de pagarle el viaje a Sevilla. Recuerdo como uno de los días más felices de mi vida verla a ella, junto con otras protagonistas del libro, caminar agarradas del brazo por la Alameda de Hércules. Como si estuvieran rememorando las primeras manifestaciones del Orgullo. De la icónica fotografía de Colita, de la primera manifestación del Orgullo en Barcelona el 26 de junio de 1977, donde se ve a un grupo de mujeres trans llevando la pancarta, la única que quedaba viva era ella.
Me contó la vida de todas sus compañeras. Esa foto es la portada de ‘La doble transición’ porque ella me lo pidió. Cuando la policía se puso a dar palos a los manifestantes, esas mujeres no se soltaron de la pancarta porque estaban curtidas en hostias de la policía. No tenían nada que perder y lo tenían todo por ganar.
Silvia fue una superviviente de la ruleta rusa de la pandemia del sida. Le podía haber tocado a ella, como a tantas de sus compañeras de las que se acordaba vivamente. Las mujeres trans de su generación, aunque a Silvia le gustaba llamarse travesti, son supervivientes de un régimen de apartheid. Han sobrevivido al sida, a la soledad, al abandono familiar, a la exclusión laboral, a la prostitución, al patriarcado y a una sociedad que la aceptaba para el folclore, pero no para la vida civil.
También presentamos el libro en Badajoz, en la antigua cárcel donde ella estuvo presa. Era un espectáculo verla caminar, escucharla y sentir en su cara que se estaba vengando de quienes le habían intentado arruinar la existencia. “Conmigo no han podido”, dijo durante la presentación de ‘La doble transición’. Durante las entrevistas de promoción del libro, me preguntaron muchas veces qué buscaba, qué pretendía con su publicación. Siempre decía que una reparación económica, que el Estado se tenía que hacer cargo de haber condenado a la pobreza y exclusión a mujeres como Silvia. La deuda histórica con las mujeres trans todavía no se ha pagado.
La transición a la democracia no la hicieron Manuel Fraga, Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez o Victoria Prego, sino valientes como Silvia a las que siguieron deteniendo por la calle hasta finales de los ochenta
Silvia, que ha fallecido a los 75 años, vivía en una situación económica muy precaria. Vivía de una pequeña pensión y de vez en cuando se veía obligada a regresar a la prostitución. Ahora que se habla de prohibir la prostitución, ojalá que alguien se acuerde alguna vez de abolir la pobreza. La última vez que hablamos por teléfono quedamos en que este verano iba a subir a Barcelona para contarle que una directora de cine quería hacer un documental de ‘La doble transición’.
Y en ese documental, Silvia no podía faltar, porque sin ella la historia de España estará coja. Porque la transición a la democracia no la hicieron Manuel Fraga, Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez o Victoria Prego, sino valientes como Silvia a las que siguieron deteniendo por la calle hasta finales de los ochenta y que, en las Olimpiadas del 92, fueron expulsadas de donde siempre se habían buscado la vida porque ese mobiliario urbano no gustaba a quienes proyectaron que las raras, las pobres, las de abajo y las indómitas fueran expulsadas nuevamente para no molestar al capitalismo internacionalizado. Que el nombre de Silvia no se borre de la historia y que en una de las calles donde la corrieron a palos haya un monumento que la recuerde y diga: “Conmigo no pudieron”.