Cristales

Periplo por las casas-museo de músicos que ya no están allí

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Recorrer Viena debería de ser un paraíso para todo amante de la música clásica. Por esa ciudad, entre los siglos XVIII y XIX, en uno u otro momento, pasaron todas las figuras legendarias: Mozart, Beethoven, Brahms, Schubert, Schumann, y la lista es interminable. Sin embargo, para el verdadero turista musical, la Viena moderna ofrece poco y nada. Por supuesto que habrá algún eventual concierto un poco más sofisticado (y muchísimo más caro) que escape a las baratijas pensadas para el turismo barato, pero lo habitual es toparse en cada esquina con la publicidad de recitales consistentes en alguna de las Cuatro Estaciones de Vivaldi (preferiblemente la estación más corta, para que en el día quepan más conciertos), la Pequeña Música Nocturna del gran Wolfgang tocada por ensambles que la vuelven bien pequeña, y de encore el Ave María de Schubert en un arreglo desaliñado para los instrumentos que haya a mano.

En Salzburgo, los bombardeos de la Primera Guerra destruyeron hasta sus cimientos la casa natal de Mozart, así que se la reconstruyó tal como se la veía en un grabado hecho varias décadas después de la muerte del compositor, y no en el mismo solar, que ya estaba ocupado por una sucursal bancaria, sino en otro cercano. Dado que Wolfgang murió endeudado, su mujer se vio forzada a subastar casi todo. Por eso, de sus objetos personales auténticos allí no se exhibe nada. Los manuscritos son todos facsímiles (da lo mismo verlos en un libro), y tanto en esa como en la otra casa de Mozart que hay en Salzburgo, una donde pasó parte de su infancia, apenas se ofrecen placebos: un piano “de la época de Mozart”, sillas y mesas “como las que podrían haber tenido Mozart y su familia”, un violín “que quizá podría haber tocado Mozart” y, para rellenar, interminables paneles explicativos a media luz, y una música ambiental que suele ser, por cierto, la Pequeña Música Nocturna, que es una serenata maravillosa, pero que a fuerza de escucharse una y otra vez hasta el hartazgo parece que fuera la única de las 700 obras de Mozart que se ha conservado.

Viena también tiene su “casa de Mozart”: un piso cercano a la catedral que el compositor alquiló junto con su esposa Constanze durante un par de años (se casaron en la Catedral, sitio que preserva cierta aura y donde, ignorando a los otros turistas, uno puede por unos segundos ejercitar la imaginación y vislumbrar la ceremonia nupcial). El apartamento de Viena, sin embargo, cae en el mismo rango que los de Salzburgo. Por un lado, el ingreso masivo de turistas dificulta cualquier intento de contemplación. Pero, además, dentro del apartamento no parece quedar nada que el propio Mozart pueda haber visto con sus propios ojos hace 240 años. Todo son paneles explicativos, reproducciones de partituras, copias de retratos. Y luego sólo queda bajar a la tienda de souvenirs donde venden todo lo que a uno se le pueda ocurrir con la figura de Mozart: estatuillas, llaveros, pines, cajas de bombones, pelotas para niños, guantes, sombreros, bolígrafos, y tendrían condones si pensasen que alguien los compraría. Todo, dicho sea de paso, con la imagen de un Mozart idealizado tomada de un retrato pintado por Barbara Krafft en 1819, cuando el pobre Wolfgang llevaba casi treinta años en la tumba y ya nadie tenía certeza de cuál había sido su verdadera fisonomía.

Esta situación se repite en general en todas las “casas” de grandes músicos que puedan atraer al turismo masivo por la fama de sus meros nombres, aunque quienes paguen la entrada jamás hayan escuchado a sabiendas una de sus composiciones.

La cosa cambia un poco cuando descendemos en la escala de popularidad, recorriendo casas alguna vez habitadas por músicos no menos talentosos que Mozart pero que, probablemente porque nunca se les han dedicado (o hace mucho que no se les dedican) películas o series de televisión, son apenas visitadas. El piso que habitaron por unos meses Chopin y la escritora Aurore Dupin (alias George Sand) en Mallorca, antes de que la endeble salud del pianista forzase el regreso, conserva algunos objetos que, por milagro, por dejadez o por ignorancia, nadie se llevó de allí. Entre ellos se cuentan una singular estufa que Sand describe en sus memorias, y un piano, también mencionado en detalle por Sand, que con todo esfuerzo la pareja logró que le transportaran en barco desde París, pero que luego ya no se atrevieron a llevarse de regreso. La casa de Franz Liszt en Budapest tiene asimismo múltiples elementos realmente personales del compositor, incluidos un mechón de su cabello bien oscuro que él mismo le regaló a una admiradora, y otro mechón bien blanco que le cortaron tras su muerte.

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Pero el objeto que más me ha conmovido de todos estos hogares momentáneos de músicos importantes está en una de las “casas de Franz Schubert”, en la propia Viena. Me refiero a la casa natal del compositor, que murió en el apartamento de su hermano Ferdinand en la misma ciudad. A ambas, convertidas hoy en museos, acude poca gente, pues de Schubert (y eso es triste porque en conjunto su obra es maravillosa) la mayoría de los mortales sólo conoce el “Ave María”, y en general sin saber quién la escribió.

También en esta casa de Schubert las habitaciones se encuentran casi vacías, apenas amobladas por paneles y por reproducciones de cuadros y partituras, y las paredes, impecables, están todas pintadas de blanco. Hay un piano que fue del hermano de Schubert y otro en el que se supone que el compositor posó sus manos alguna vez en el transcurso de los 31 años que su existencia iluminó nuestro mundo.

Pero perdida en una de las salas, una pequeña vitrina nos ofrece un regalo único que justifica nuestra visita. Allí están, sujetas por un soporte plástico transparente, las gafas de Franz. Esas gafas redondas de mucha graduación que podemos ver en todos sus retratos. Las gafas a través de las cuales el músico vio el mundo que lo rodeaba, las montañas, los prados, los teatros. Los ojos de Franz contemplaron gracias a ese objeto insignificante a sus amigos, a sus parientes y a sus amantes. Esos cristales mediaron entre la mente y la pluma, estuvieron presentes en cada instante de la escritura musical, y acompañaron a Schubert en sus alegrías y en sus llantos. Las lágrimas de angustia debieron de empapar esas sencillas gafas cuando le diagnosticaron la sífilis que, tras diez años de padecimientos, finalmente se lo llevaría. Pero la gafas también habrán compartido la alegría más incomparable, el éxtasis supremo de la creación.

Ignoro el derrotero de las gafas hasta llegar a esa vitrina. Pero allí están, y me permiten sin esfuerzo recrear en mi mente al verdadero Franz, al de carne y hueso. Ante sus gafas lo veo con su cabello rizado, presiento su nariz detrás de la montura y percibo su mirada. Adivino los cristales empañándose con su respiración y lo observo levantándose del piano para limpiarlos con un pañuelo. Contemplo las gafas y las imagino depositadas con descuido sobre un mueble mientras su dueño (antes absorto en una melodía) las busca ahora desesperado tanteando todo con sus manos.

En su apariencia banal y cotidiana, las gafas me permiten recrear todo el resto, darle forma a la persona, y por un momento Franz está junto a mí, mucho más cerca de lo que lo permiten las casas caprichosamente reconstruidas, las fotocopias color de partituras manuscritas o las cajas de bombones. Y así permanecemos mi querido Franz y yo, compartiendo unos minutos la intimidad de la sala. No pronunciamos palabra, pero nos decimos muchas cosas.

Pasado un rato se hace la hora de comer.

“Me tengo que ir”, le digo a Franz, quien me sonríe con dulzura, se encoge de hombros, y antes de desvanecerse por completo tararea una maravillosa melodía (que no es el Ave María), se saca las gafas y las deposita cuidadosamente otra vez en la vitrina.