‘La mano en el fuego’: cuando la víctima era el violador de una niña de 13 años

Esta miniserie sobre la violación de Verónica Rodríguez García y el brutal acto de venganza de su madre muestra un país que hoy nos resulta monstruoso

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Esta miniserie dirigida por Elena Molina, parece que nos está hablando de algo que sucedió hace un siglo, pero pasó en 1998, el año en el que la Justicia española empezó a investigar las dictaduras de Argentina y Chile y en el que Pedro Duque viajó al espacio. Impresiona recordar que este país es, en realidad, dos países: el urbano y el rural, el de las grandes cuidades y el de los pequeños pueblos en los que todo el mundo se conoce.

Y esa España rural, en gran medida, sigue moviéndose en códigos vetustos, oscuros y ancestrales. Códigos casi del western, por eso Elena Molina ha usado la típica música de western en su serie documental además de elementos visuales ligados al género y al suceso que retrata, como el fuego. Porque la España negra, de punta a punta, de Galicia a Almería, es un western lleno de odios, venganzas, pólvora, fuego y sangre.

Imaginen el caso que nos ocupa, ocurrido en Benejúzar, pueblo alicantino de unos 5.000 habitantes. Antonio Cosme, apodado Pincelito, de 63 años y cuya ocupación es criar y pintar palomos deportivos (de ahí su alias) y cuyo salvaje padre fue conocido en la Guerra Civil por estar complicado en decenas de asesinatos, viola a Verónica Rodríguez García, una niña de solo 13 años, amenazándola con un cuchillo. La niña, que sabe que puede acabar degollada y tirada en la acequia en la que es apresada, le pide al violador que no la mate y espera, aterrorizada, a que acabe.

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La niña regresa a casa con cortes y moratones, acusa a Pincelito de violarla y la madre, Mari Carmen García, fuera de sí, acude a la iglesia del pueblo, se sube al púlpito y comienza a gritar que Pincelito ha violado a su hija. Los feligreses y el párroco la toman por una chiflada y la ningunean, no la ayudan. Desde ese día, madre e hija, ya marcadas por no ser nativas del pueblo, empiezan a ser señaladas. Mientras el agresor sexual es socialmente protegido, la agredida, solo una niña, es inmediatamente cuestionada, se lo estaba inventando todo. A Verónica la llegan a llamar “la violá” y hasta tiene que escuchar, en boca de un hijo del violador, palabras tan espantosas como “¿Te ha gustado mi padre?”.

La humilde población Benejúzar se transformó en jauría humana cuando los chismes y los bulos corrieron como la pólvora. A la niña se le cuestionó por el mero hecho de ir a gimnasia tras la violación. “¿Si la han violado cómo es que hace gimnasia?”, repetían los niños que había escuchado esa asquerosa pregunta en casa. Las pintadas en clase y las bulas no tardaron en llegar. Hay que recordar que esto pasó hace 26 años y hoy, aunque queda mucho por hacer en este respecto, esta brutal actitud ante una niña violada sería impensable. Aterra pensar que podamos retroceder y esto se repita.

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Lo que queda por hacer, por supuesto, es que alguna vez, y definitivamente, no haya peros en una violación frente a otros crímenes. Lo explica muy bien uno de los testimonios del documental de Elena Molina: cuando alguien dice “Me han robado” nadie en su sano juicio duda de que le han robado. Pero cuando una mujer dice “Me han violado” la cosa cambia. Y siempre que siga ocurriendo esto significa que todavía queda mucho trabajo por delante.

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En uno de los momentos más desagradables de La mano en el fuego, el abogado del violador llega a decir que en el caso de Verónica Rodríguez García no hay violación porque no hay penetración, ni rotura e himen. Esta vomitiva declaración, hablando de una agresión sexual y, encima, a una menor, nos da una idea de nivel del letrado. El interrogatorio a Verónica dejó claro cómo se las gastaba el susodicho. El juez se dirigió al él y le pregunto al abogado: “¿Usted ha comido con esta señorita en la misma mesa?”. “No”, contestó el abogado del violador. Y el juez zanjó: “Pues cuando coma con ella, la tutea. Mientras tanto, le habla de usted”.

Pincelito fue detenido por la guardia civil, juzgado y sentenciado a diez años, pero en un permiso penitenciario, solo siete años después, salió de la cárcel, regresó al pueblo y se topó con la madre de la niña. Buscando humillarla, y con una pavorosa sangre fría, Mari Carmen contó cómo se acercó a ella y le preguntó: “Buenos días, señora, ¿qué tal está tu hija?”. Y desde ese momento todo cambió en Benejúzar y en el país. La madre, trastornada, “como una zombi”, llenó una botella de plástico de gasolina, acudió al bar donde sabía que estaba el violador, le roció el contenido de la botella y, con una velocidad y pericia alucinantes, encendió una cerilla y quemó al violador, que moriría diez días después convirtiéndola en una asesina y a su hija en cómplice de asesinato.

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Lo más aterrador de La mano en el fuego, que pueden ver en Max, no solo es que el violador tuvo el respaldo de los habitantes de Benejúzar, que organizaron manifestaciones en su apoyo mientras que la víctima y su familia solo obtuvieron rechazo. Lo más horrible es que, todavía hoy, uno de los entrevistados, testigos del incidente en el bar, siga diciendo que al violador “no lo veía como un mal hombre”. Y no sin antes remarcar que la niña “no era de aquí”.

A pesar de la petición de indulto para Mari Carmen, respaldada por miles de personas no solo en España sino en todo el mundo, el gobierno de Mariano Rajoy lo rechazó y fue obligada a cumplir los cinco años y medio de prisión a los que fue finalmente condenada por el Tribunal Supremo. Tres años y medio después, salió con su primer permiso tras una pesadilla de la que nunca se recuperará, pero que fue algo más que otra página de la crónica negra. Porque, tras lustros de lucha, es probable que aquella complicidad con un violador hoy sea impensable.

Lo peor: las escenas caseras e íntimas entre madre e hija están demasiado forzadas y no son naturales.

Lo mejor: La mano en el fuego no es una obra maestra de la televisión, pero sí es otra demostración de que con gusto y dinero (tampoco demasiado) la cutre, amarillista y grasienta crónica de sucesos de Antena 3, La Sexta, Cuatro o Telecinco se puede convertir en televisión digna. Netflix y Max lo están demostrando. Comparar las miniseries de las plataformas con los sucesos de Mediaset o Atresmedia es como comparar una hamburguesa de chef con un menú de McDonald's.