Las mujeres De Garfield

Animación de vanguardia y guion de retaguardia

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En 1915 la compañía cinematográfica de Thomas A. Edison estrenaba un cortometraje satírico titulado “Censorship and its Absurdities” (La censura y sus absurdos). Por entonces el cine tenía apenas veinte años de edad, pero ya sufría de la censura del mismo modo que el resto de las artes. No era aún una censura unificada, sino que dependía de cada país, y en Estados Unidos, donde se realizó dicha película, de cada estado, lo que volvía los límites de lo que podía o no decirse un poco más difusos.

En todo caso, la censura era censura y sus alcances quedan claros en la comedia de Edison. Como el cine era todavía mudo, los diálogos y explicaciones más complejas se exponían mediante rótulos o intertítulos escritos insertados en medio de las escenas. En dicho corto, basta que un rótulo anuncie la aparición de un personaje o una acción para que a continuación otro rótulo nos explique que por tal o cual motivo la escena ha sido censurada y eliminada. Como consecuencia de ello, a lo largo de los seis minutos que dura la obra, y jugando con la ansiedad de los espectadores, nunca se llega a ver nada. Son seis minutos continuos de rótulos que se suceden y se niegan uno a otro, anunciando jugosas escenas que jamás aparecen en pantalla.

A partir de 1920, y aprovechando una serie de escándalos que involucraron a algunas de las grandes estrellas de Hollywood (asesinatos, suicidios, muertes por sobredosis), y con el pretendido objetivo de devolver al cine su “pureza”, los grandes estudios se pusieron bajo la batuta del político republicano Will H. Hays, secundado por lo más conservador de la iglesia católica local, y crearon un código de autocensura de obligatorio cumplimiento por todos. No respetar dichas normas podía condenar a un director de cine al ostracismo artístico.

Teniendo en cuenta las plumas que las concibieron, no llama la atención el cariz de las prohibiciones. Además de la evidente imposibilidad de mostrar desnudos o escenas de striptease, de utilizar lenguaje altisonante o de maldecir a cualquier divinidad, se fijaba, por ejemplo, la duración máxima del inevitable beso en la boca en unos dos segundos. El uso de drogas o alcohol podía implicarse si la trama lo demandaba, pero no mostrarse en pantalla, y el amor interracial era desde ya un absoluto tabú (si el guion lo exigía, entonces el personaje negro u oriental en cuestión debía de ser interpretado por un actor o actriz de tez blanca maquillado para oscurecer su piel o con los ojos delineados para parecer chino). Quedaba vedado mostrar a una mujer embarazada: el embarazo se sugería en un rótulo escrito y luego en la escena siguiente ya aparecía mágicamente el bebé. Las parejas, incluso si estaban casadas, no podían ser vistas durmiendo en la misma cama, y son múltiples las escenas en el cine estadounidense de los años 20 y 30 (en Europa estas reglas no regían) que nos muestran a marido y mujer durmiendo en camas individuales, separadas por una prudente mesita de noche. Incluso en fecha tan tardía como 1946, mientras preparaba “Monsieur Verdoux”, Charles Chaplin tenía dificultades para que la censura aprobase una escena donde una mujer le insinuaba a su marido “Ven a la cama”. La censura la objetaba porque daba a entender (Dios no lo permita) que compartirían el mismo lecho.

Estas normas puritanas prohibían ciertamente muchas cosas, pero había muchas otras, más controvertidas a nuestros ojos, que no se ponían en entredicho. En tiempos de linchamientos, y cuando casi todos los intérpretes afroamericanos aparecían en la pantalla bajo estrictos estereotipos cómicos (salvajes en una isla, perezosos siempre durmiendo la siesta, supersticiosos, aterrorizados por fantasmas) o desempeñando labores relacionadas con la servidumbre (choferes, mayordomos, mucamas), ningún párrafo en estas detalladas normas se refería al racismo.

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Los movimientos de orgullo negro estaban todavía en su infancia y no cristalizarían hasta unos treinta años más tarde, y la sensibilidad cultural de los años 20 todavía no permitía escandalizarse por cosas que hoy nos resultan completamente desagradables y chocantes. Existe un gag recurrente en el cine cómico mudo: el protagonista ve a una chica atractiva caminando y se le acerca por detrás, dispuesto a la conquista, pero cuando ella gira el rostro, resulta que es negra; tras poner cara de susto o desagrado, el cómico se aleja espantado. No se sabe quién fue el creador de la ocurrencia, que vemos por ejemplo en “Matrimony's Speed Limit” (1913) de Alice Guy, pero luego encontramos con variaciones en infinidad de películas: Roscoe “Fatty” Arbuckle lo emplea al final de “Coney Island” (1917), Larry Semon en “Bathing Beauties and Big Boobs” (1918), Harry Langdon en “Lucky Stars” (1925), e incluso Buster Keaton en “Seven Chances” (1925). No quiero decir con esto que todos estos artistas fueran inherentemente racistas. Más bien, asumo que se dejaban llevar por unas convenciones que eran racistas y, tristemente, no eran interpretadas o identificadas como tales ni por ellos ni por la mayor parte del público de la época, del mismo modo que una mente tan privilegiada como la de Platón en ninguna de sus obras se cuestiona la esclavitud. Hay que recalcar que, al restaurar estas películas en DVD, no en pocas ocasiones dichas escenas han sido ocultadas o incluso suprimidas. Es el caso del citado corto de Arbuckle, donde la escena final se ha colocado aparte como un bonus por su contenido racista, o del corto de Langdon, donde directamente la secuencia se ha eliminado. Sería un debate aparte decidir si, como en el caso reciente de los textos de Roald Dahl, es realmente útil a la historia expurgar de obras del pasado aquello que ya no se ajusta a nuestra sensibilidad. Mi opinión, desde ya, es que para educar hay que explicar, no censurar u omitir.

En todo caso, apenas treinta años más tarde, en tiempos de Malcolm X y Martin Luther King, escenas semejantes jamás habrían sido posibles ni aceptadas por el gran público, que las habría encontrado ofensivas. Hoy en día, si no se aclara el contexto, resultan incluso incomprensibles, y un niño o un adolescente nos preguntarían al ver el gag: ¿por qué no les resulta atractiva esa chica a los cómicos? ¿Por qué se van?

Transcurridos esos treinta años, las actrices negras empezaban a recuperar su sexualidad, no sólo ante el público afroamericano sino ante el público general. Al mismo tiempo, intérpretes masculinos negros como Sidney Poitier (no sólo actor sino también activista por los derechos civiles) adquirían también el rango de símbolos sexuales en todo derecho para un público multirracial. Los cambios de mentalidad llevan su tiempo, pero una vez producidos, resulta difícil volver atrás a los viejos paradigmas.

Y así llegamos a la recién estrenada “Garfield. La película”, que el domingo pasado llevé a ver al cine a mi hijo de siete años. Poco tengo que comentar desde el aspecto técnico: en una película producida por una multinacional como Sony, se da por sentada la alta calidad de la animación computarizada. Desde el punto de vista del guion, sin embargo, me pareció por momentos haber vuelto a la década de 1950. Pese a los avances y nuevos consensos en materia de feminismo, y en una obra pensada básicamente para niños, de entre todos los protagonistas sólo existen tres personajes femeninos, y los tres carentes por completo de cualquier rasgo positivo.

Uno es la malvada gata Jinx, quien, frustrada por haber fracasado en el mundo del espectáculo, se introduce en una banda criminal (está claro el edificante mensaje: nuestra sociedad sólo ofrece dos opciones, el éxito en la farándula o el crimen). La banda está liderada por el gato Vic, quien a la sazón es el padre biológico de Garfield. Durante un robo de botellas de leche, Jinx es atrapada y enviada a prisión sin que Vic ni nadie puedan evitarlo. Pese a eso, Jinx cosecha rencor y odio hacia Vic, y tras escapar de la cárcel, el único propósito de su vida es vengarse y castigarlo. Para ello, enterada de que Vic es el padre de Garfield, se propone usar al segundo como cebo para capturar al primero. En realidad, captura a ambos, y como el plan para meterlos en prisión no le funciona adecuadamente, se propone luego matarlos arrojándolos al vacío desde un tren, no sin previa tortura. Todo esto va acompañado de sendas secuencias de Jinx iluminada por unas luces rojas demoníacas y emitiendo una risa satánica y despiadada.

El segundo personaje femenino es Marge, la jefa de la oficina de control animal. El deseo máximo de Marge, presentada más como una policía sádica que como algo que pueda recordar a una veterinaria, es capturar a gatos o a perros y encerrarlos. También ella está dotada de su propia risa diabólica, y en una escena igualmente teñida de rojo se mira a sí misma en un espejo donde tiene colgados carteles del estilo de “Sé firme” y “No muestres piedad”. Dos personajes con los que es mejor no cruzarse y de los que, si se puede, es preferible escapar, se sea gato o no.

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El tercer personaje femenino es la vaca Ethel. La primera estratagema de Jinx consiste en pedirles a Vic y a Garfield (con la intención de enviarlos a prisión) que roben medio millar de botellas de leche de una granja. Para hacerlo, se valen de la ayuda del toro Otto, a quien los propietarios de la granja han separado de su querida vaca Ethel. Otto colaborará en darles la información para perpetrar el robo a cambio de que lo reúnan con Ethel. Mientras que Otto es un personaje activo y dotado de abundante diálogo, Ethel, que vendría a ser el personaje femenino positivo de la película, es un sujeto pasivo que a lo largo de toda la cinta apenas si pronuncia unas pocas intrascendentes palabras (básicamente dice “Otto”), y se limita a mirar con sus enormes ojos inocuos y tristes de largas pestañas hacia arriba y hacia abajo.

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En suma, dos personajes del todo despreciables y otro pasivo, carente de matices y de diálogo.

No digo con esto que las historias de ficción no puedan incluir a personajes femeninos negativos (basta con ver el panorama político actual para comprobar que mujeres fascistas y siniestras existen en la realidad). Pero desde mi butaca, me dio la sensación de estar ante un modelo patriarcal que, al menos en este tipo de producciones de Hollywood, ya creía superado y caducado.

El resto de los personajes de la película son masculinos, y todos tienen matices. Incluso los terribles matones que acompañan a Jinx exhiben hacia el final rasgos de humanidad, y los guionistas dejan bien en claro que Vic nunca tuvo intención de abandonar al pequeño Garfield: todo fue consecuencia de una serie de malentendidos que se terminan aclarando y dan lugar a un cálido y sentido abrazo entre padre e hijo.

Lo que no se dice nunca, y yo no dejaba de preguntarme, es quién era y dónde estaba la madre de Garfield, si es que la tenía. ¿Había muerto? ¿Ella sí que lo había abandonado? En la película no se la menciona en absoluto. El espacio de la maternidad es ocupado por el silencio y el vacío.

Está claro que, a sus siete años, mi niño no se percató de ninguna de tales cosas. Pero este tipo de modelos, si los pequeños son sometidos a ellos en un filme tras otro, acaban calando hondo.

No menos me ha sorprendido no encontrar ni la menor mención a todo esto, que a mí me ha parecido evidente, en ninguna de las reseñas de la película. Y tampoco en ninguno de los comentarios de espectadores, ni en los favorables ni en los desfavorables (estos últimos apuntando sobre todo a que la película es aburrida o no se adecua como debería al imaginario del personaje original de Garfield).

Quizás yo tenga una sensibilidad demasiado fina. O quizás ciertos avances y consensos que creíamos consolidados lamentablemente no lo estén tanto, y para que al público general le choquen y ofendan cosas semejantes todavía falten años de lucha y un largo camino por recorrer. Espero de verdad que sea lo primero.