El último cartero de Gualjaina

Cristian Rogelio Hube, 50 años, de oficio cartero desde el 2 de diciembre de 1996, solía empezar los días antes de las 7 en la estafeta del Correo de Gualjaina, un poblado de menos de 3.000 habitantes, a más de 1.800 kilómetros de Buenos Aires
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Cristian Rogelio Hube con sus vecinos en la estafeta de Correo de Gualjaina

Era un día helado en Gualjaina. Estábamos temblando con la anestesia del frío y aquellas nubes tan oscuras que circundaban el cielo y el aire amenazaba con nevadas que no llegaban. El sonido del viento venía con las voces de lo que sufren y con ellos la leña encendida sin resignación.

De mano en mano circulan la yerba para el mate, la carne de cordero asado, la costilla de chivo, la lana para el abrigo, la olla de guiso caliente para comer juntos, la alacena abierta, la puerta para los saludos y la solidaridad que une las soledades en el abismo.

Cristian Rogelio Hube, 50 años, de oficio cartero desde el 2 de diciembre de 1996, solía empezar los días antes de las 7 en la estafeta del Correo de Gualjaina, un poblado de menos de 3.000 habitantes, a más de 1.800 kilómetros de Buenos Aires, cerca de la frontera con Chile en la provincia patagónica del Chubut.

“Desde el mismo momento en que ganó Javier Milei las elecciones en diciembre del año pasado, les dije a mis seres íntimos que me iba a quedar sin trabajo y así fue. No me equivoqué. Para estas personas somos un simple número en una planilla de computadora manipulada desde una oficina en alguna parte. No tienen en cuenta a quienes trabajamos en parajes de frontera, alejados de los grandes centros urbanos, en los caminos de los campos, en las montañas y los arroyos, asistiendo todos los días a los vecinos y vecinas. Mi sueldo con 25 años de antigüedad era de 560.000 pesos. Más de la mitad me lo gastaba en pagar deudas de la estafeta postal”.

La palabra de Catano, así lo llama el pueblo entero, estruja el corazón. Cuenta que antes de tomar la decisión de aceptar un retiro voluntario y una indemnización que se tramita a través de la Oficina del Correo Argentino del centro de Neuquén —pese a que él trabaja en Chubut—, anduvo triste por el despido de dos compañeros. Uno trabajaba en Trevelin y el otro en Corcovado. Su mujer es docente de gimnasia y da clases particulares, pero el principal ingreso era el del cartero Catano. Tiene cuatro hijos: dos varones mayores de 27 y 28 años, y dos niñas de 14 y 3 años, que viven con él y su compañera. “Hoy no paré de recibir llamados telefónicos y de recibir a los vecinos que vinieron a tocarme la puerta de la casa, porque estoy orgulloso de poder entrar a cualquier lugar de mi pueblo sea humilde o rico, se me conoce por lo que sembré”.

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Lo que sembró Catano Hube no se cuenta en billetes. Era el encargado de repartir las cartas y encomiendas para todos y todas. Las notificaciones para los jueces de paz, los telegramas para las comisarías de los 17 parajes de Gualjaina en donde viven pueblos originarios de origen puelche, tehuelche y mapuche, antiguos pobladores, gauchos de los de antes, gente de a caballo, obreros de los campos, la peonada sencilla que produce alfalfa, se levanta al alba en los viñedos y cría ovejas y chivos.

Los inventores de los mapas quisieron comprimir el espacio para que entre en el bolsillo de una campera invernal. También intentaron encerrar el tiempo en relojes de puño y en la telefonía celular con Google en todas partes y en ninguna. Ahora la tecnología virtual produce inteligencia artificial y el Presidente de Argentina se reunió con el fundador de Facebook estirando los pulgares en una pose gestual de payaso del cine mudo.

La carencia de palabras produce vacío y crueldad. Lo que no se nombra se deshace. De ahí la cloaca narrativa que completa el vocero presidencial del Gobierno de Argentina cada mañana. No contempla a las personas trabajadoras como Catano en el Sur del Sur.

Los hermanos Javier y Karina Milei —engendrados y educados en el flujo de la más siniestra banalidad y el castigo corporal y psicológico constantes—, son incapaces de sentir el atroz sufrimiento que provocan en los otros.

Francisca tiene 34 años y cuatro hijos que deja con una hermana en la localidad bonaerense de José C. Paz. Desde febrero, dos meses después de la asunción de Milei, se quedó sin los trabajos que poseía en casas de familias de la clase media, que la contrataban para cuidar a sus niños o realizar tareas de limpieza.

Ahora llora mientras desarma una radio antigua para extraer los restos de cobre, cables, un transformador, que guarda como tesoros en bolsas negras amontonadas. Alguien le regaló un botellón de agua mineral de cinco litros. Ella bebe y se traga las lágrimas. Cuando le pregunto por qué llora, dice: “Le habrá parecido, don”. Cuenta que le robaron el teléfono celular, que está preocupada porque de ese aparato depende un potencial trabajo en alguna casa del Ferrocarril que sale del barrio de Palermo o del tramo del Belgrano que termina en Villa Rosa.

¿Comiste algo? Francisca no comió. Tiene hambre pero prefiere guardar la ayuda para comprar ese teléfono. “Entraron a robar a mi casita y se llevaron hasta el perro porque llego de noche desde la Capital”. Viene a buscar lo que sea incluso los sábados y domingos para canjear en las ferias barriales.  

A metros de Francisca, dos hombres juntan cartones y el menor de ellos discute a los gritos con un empleado de un edificio que quiere echarlo de la acera. Se escuchan palabras de desprecio. El odio a los pobres encierra un pánico –miedo al miedo- que flota en el ambiente de la ciudad como la amenaza una nevada.

Las historias de sufrimiento del único y último cartero de Gualjaina y el desamparo de Francisca en una esquina congelada, se conectan por esta era horrorosa donde impera la deshumanización que fomenta el Gobierno propagado como libertario.

¿En qué se parece el laboratorio criminal de Milei con la Rusia de Stalin?

En que ambos modelos castigan el pensamiento crítico, la educación, la identidad cultural y hasta la poesía. Para Milei la belleza es matemática. No logra poner en palabras algo racional. Ejecuta discursos sin sentimientos. Por eso, no ve a los seres humanos que quedan en la miseria por culpa de su desastre, mientras da discursos incomprensibles desde la cumbre de la nada.

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Epílogo

En los años neoliberales de Carlos Saúl Menem durante la década del ’90 creció la desocupación en grandes centros urbanos y en los pueblos de provincias. Grandes tramos ferroviarios terminaron siendo poblados fantasmas con vientos huracanados y abandono. La tasa de suicidios aumentó como nunca antes entre las familias de los desocupados y en adolescentes con problemas económicos familiares.

“Tuve compañeros que compraron un taxi o pusieron un local comercial en esa época y terminaron todos fundidos, a mí me defendió el gremio y le salvé en aquel entonces”, rememora Catano.

En una de las fotografías que me envió para esta crónica se lo ve con sus vecinos en la estafeta de Correo de Gualjaina. Un sol tibio los alumbra.

Los malvados y su cuerpo de canallería mediática no saben que eso que nombran como el éxito del falsario déficit cero lleva consigo el sonido del llanto perpetuo de los que sufren.

Tras la II Guerra Mundial, en las ciudades alemanas el Plan Marshall sembró árboles, jardines, y bosques sobre los escombros y los cadáveres de las víctimas de la barbarie.

El dúo Milei tiene los suyos en seis meses de masacre social.